Cargando...
Entre los escritores modernos probablemente haya sido el que ha ejercido mayor influencia entre los cuentistas y novelistas de su generación y a las que la sucedieron en todo el mundo occidental y acaso también en otras culturas. No es de extrañar que fuera así: la obra del escritor sureño es deslumbrante por su ambición y coherencia, por el hechizo, color, violencia y originalidad de su mundo, así como por la variedad y vigor de sus personajes, la audacia de sus técnicas narrativas y la fuerza encantadora de su lenguaje. Sus millones de lectores quedan fascinados por la riqueza de sus estructuras con sus malabares en los puntos de vista, los narradores, el tiempo, sus ambigüedades y sus silencios locuaces y ese lenguaje lujoso y barroco de irresistible poder persuasivo.
Absalón, Absalón
Sin la influencia de Faulkner no hubiera habido novela moderna en América Latina. Los mejores escritores lo leyeron y, como Vargas Llosa, Carlos Fuentes y Juan Rulfo, Cortázar y Carpentier, Sábato y Roa Bastos, García Márquez y Onetti, supieron sacar partido de sus enseñanzas, así como el propio Faulkner aprovechó la maestría técnica de James Joyce y las sutilezas de Henry James, entre otros, para construir su espléndida saga narrativa.
No siempre los escritores tienen conciencia clara del proceso de apropiación que llevan a cabo con ciertos autores y libros; en algunos casos con toda lucidez, en tanto que en otros no, y se sorprenden cuando los críticos señalan en su obra huellas de esos modelos.
Onetti, por ejemplo, siempre fue muy consciente de su deuda con Faulkner, un autor cuya foto tuvo muchos años junto a su mesa de trabajo y sobre el que escribió varias veces, al que se refirió en muchas entrevistas y al que siguió releyendo toda su vida. Nunca disminuyó la admiración que profesaba a ese escritor del Sur profundo, del que sabía y refería anécdotas y chismes de su biografía con cariño filial (aunque Faulkner fuera sólo dieciséis años mayor que él). Alguna vez dijo el máximo elogio que haría de otro escritor-: "Con Faulkner y su novela Absalón, Absalón me pasó algo extraordinario: la consideré tan buena que tuve días en los que me pareció inútil seguir escribiendo".
A propósito es bueno recordar una anécdota tal vez demasiado conocida, de cuando la esposa del ya famoso escritor norteamericano Sherwood Anderson encontró al joven William Faulkner escribiendo a lápiz con el papel apoyado en una vieja carretilla. "¿Qué escribe?", le preguntó ella. William Faulkner, sin levantar la cabeza, le contestó: "Una novela". La señora Anderson sólo acertó a exclamar: "¡Dios mío!". Sin embargo, unos días después Sherwood Anderson le mandó decir al joven Faulkner que estaba dispuesto a llevarle su novela a un editor, con la única condición de no tener que leerla. El libro fue, dicen, La paga del soldado, que se publicó en 1926; después William Faulkner publicó cuatro más antes de que se le considerara como un escritor conocido, cuyos libros fueron aceptados por los editores sin demasiadas vueltas. El propio Faulkner declaró alguna vez que después de esos primeros cinco libros se vio forzado a escribir una novela sensacionalista, ya que las anteriores no le habían producido bastante dinero para alimentar a su familia. Ese libro forzoso fue Santuario, y vale la pena señalarlo, porque esto indica muy bien cuál era la idea que tenía el autor de una novela sensacionalista.
Faulkner, en 1956, en la famosa entrevista con Jean Stein para la Paris Review, dando una explicación bastante cabal y extensa de cómo había confeccionado La paga del soldado:
"Con La paga del soldado, descubrí que escribir era divertido. Pero después descubrí no sólo que cada libro debe tener un designio, sino que toda producción o suma del trabajo de un artista tenía que tener un designio. En La paga del soldado y en Mosquitos, escribí por el placer de escribir, porque era divertido. Con Sartoris descubrí que valía la pena escribir sobre mi tierra natal, y que no viviría lo suficiente para agotar el tema, y que si sublimaba lo real en lo apócrifo, tendría absoluta libertad para usar al máximo cualquier talento que yo pudiera tener. Abrió para mí la mina de oro de otras personas, así que creé un cosmos propio. Puedo hacer mover esas personas como si yo fuera Dios, no sólo en el espacio, sino también en el tiempo. El hecho de que haya logrado ver a mis personajes en el tiempo de manera exitosa me demuestra mi propia teoría de que el tiempo es un estado fluido que no tiene existencia excepto en los avatares momentáneos de las personas, de los individuos. No existe el fue
sólo existe el es. Si el fue existiera, no habría dolor ni pena. Me gusta pensar que el mundo que creé es una piedra fundamental del universo, que, por pequeña que sea, si alguna vez se la quita de su lugar, el universo se desplomará. Mi último libro será el Libro del Juicio Final, el Libro de Oro, del condado de Yoknapatawpha. Entonces romperé el lápiz y tendré que cesar".
"La lúgubre arrogancia
"
Con algunas excepciones, las buenas novelas llegan a parecerse enteramente a los fenómenos naturales; se olvida de que tienen un autor, se las acepta como si fueran piedras o árboles, porque están allí, porque existen. Luz de agosto era una de esas novelas herméticas, un mineral. No se acepta a Sartoris, y eso es lo que hace tan precioso ese libro: Faulkner se deja ver en él, se advierte en todas partes su mano, sus artificios. He comprendido el gran resorte de su arte: la deslealtad. Es cierto que todo arte es desleal. Un cuadro miente con respecto a la perspectiva. Sin embargo, hay cuadros verídicos y también pinturas que engañan.
Yo había aceptado sin crítica a ese "hombre" de Luz de agosto -yo pensaba: el hombre Faulkner, como se dice el hombre de Dostoievsky o de Meredith-, ese gran animal divino sin Dios, perdido desde el nacimiento y empeñado en perderse, cruel, moral hasta el homicidio, salvado no por la muerte, no en la muerte- en los últimos momentos que preceden a la muerte, grande hasta en los suplicios, en las humillaciones más despreciables de su carne; yo no había olvidado su rostro altivo y amenazador de tirano, sus ojos ciegos. Lo he vuelto a encontrar en Sartoris y he reconocido la "lúgubre arrogancia" de Bayard. Y, sin embargo, ya no puedo aceptar al hombre de Faulkner: es una falsedad. Es cuestión de iluminación. Hay una receta: no decir, permanecer secreto, deslealmente secreto, decir un poco. Se nos confía furtivamente que el viejo Bayard está trastornado por la vuelta inesperada de su nieto. Furtivamente, en una media frase que corre peligro de pasar inadvertida, de la que se espera que pasará casi inadvertida. Después de lo cual, cuando esperamos tempestades se nos muestran gestos, larga, minuciosamente. Faulkner no ignora nuestra impaciencia, cuenta con ella y se pone a charlar sobre los gestos, inocentemente. Ha habido otros charlatanes: los realistas, Dreiser. Pero las descripciones de Dreiser quieren engañar, son documentales. Aquí los gestos (ponerse las botas, subir una escalera, montar a caballo) no tienden a describir, sino a ocultar. Acechamos el que revelará la inquietud de Bayard, pero los Sartoris nunca se embriagan, nunca se traicionan mediante los gestos. No obstante, esos ídolos, cuyos gestos parecen ritos amenazantes, tienen también conciencias. Hablan, piensan en sí mismos, se conmueven. Faulkner lo sabe. De vez en cuando, negligentemente, nos revela una conciencia. Pero lo hace como un prestidigitador que nos muestra la caja cuando está vacía. ¿Qué vemos en ella? Nada más que lo que se podía ver desde fuera: gestos. O bien sorprendemos conciencias desnudas que se deslizan hacia el sueño. Y luego nuevamente gestos, tenis, piano, whisky, conversaciones. Y esto es lo que no puedo admitir: todo tiende a hacernos creer que estas conciencias están siempre tan vacías, son siempre tan fugitivas. ¿Por qué? Porque las conciencias son cosas demasiado humanas. Los dioses aztecas no mantienen pequeñas charlas apacibles consigo mismos. Pero Faulkner sabe muy bien que las conciencias no están, no pueden estar vacías. Lo sabe tan bien que puede escribir:
"
ella se esforzó de nuevo por no pensar en nada, por mantener su conciencia sumergida, como un cachorrito al que se mantiene bajo el agua hasta que deja de resistirse".
Faulkner decía en su entrevista con Jean Stein: "Noventa y nueve por ciento de talento
Noventa y nueve por ciento de disciplina
Noventa y nueve por ciento de trabajo. Nunca hay que estar satisfecho con lo que se hace. Nunca es tan bueno como podría serlo. Siempre hay que soñar y apuntar más alto de lo que es posible hacer. No hay que preocuparse simplemente por ser mejor que uno mismo. Un artista es una criatura impulsada por los demonios. Nunca se sabe por qué lo eligieron a él y suele estar demasiado ocupado como para preguntárselo. Es completamente amoral en el sentido de que puede llegar a robar, a pedir prestado o a mendigar ante cualquiera para hacer su obra.
La única responsabilidad del escritor es hacia su arte. Será completamente despiadado si es buen escritor. Tiene un sueño. Lo angustia tanto que debe liberarse de él. No tiene paz hasta que lo logra. Todo lo demás se arroja por la borda: el honor, el orgullo, la decencia, la seguridad, la felicidad, todo, para que el libro se escriba. Si un escritor tiene que robarle a su madre, no vacilará en hacerlo: la Oda a una urna griega vale un incontable número de ancianas señoras".
" El tedio es el orden social "
Sólo que no nos dice qué hay en esa conciencia que se quiere ahogar. No es exactamente que quiera disimulárnoslo: desea que lo adivinemos, porque la adivinación hace mágico lo que toca. Y los gestos se reanudan. Se desearía decir: "Demasiados gestos", como se decía: "Demasiada notas" a Mozart. Y también demasiadas palabras. Dice Sartre: "La locuacidad de Faulkner, su estilo abstracto, suntuoso, antropomórfico de predicador son también engaños. El estilo empasta los gestos cotidianos, los entorpece, los abruma con una magnificencia de epopeya y los hace irse a pique como objeto de plomo. Deliberadamente, pues es esa monotonía nauseabunda y pomposa, ese ritual de lo cotidiano, lo que se propone Faulkner; los gestos son el mundo del tedio. Esas personas ricas, sin trabajo y sin ocios, decentes e incultas, cautivas en sus propias tierras, amas y esclavas de sus negros, se aburren y tratan de llenar el tiempo con sus gestos". Pero ese tedio (¿Faulkner ha sabido distinguir siempre muy bien el de sus protagonistas del de sus lectores?) no es sino una apariencia, una defensa de Faulkner contra nosotros, de los Sartoris contra ellos mismos. El tedio es el orden social, es la falta de interés monótona de todo lo que se puede ver, oír y tocar; los paisajes de Faulkner se aburren tanto como sus personajes. El verdadero drama está detrás del tedio, detrás de los gestos, detrás de las conciencias.
Con las historias es con las que los personajes de Faulkner se forjan su destino: a través de esos bellos relatos cuidados, embellecidos a veces por muchas generaciones, un Acto innombrable, sepultado desde hace años, hace señas a otros Actos, los encanta, los atrae, como una punta atrae al rayo. Poder solapado de las palabras, de las historias. Sin embargo, Faulkner no cree en esos encantamientos: "
lo que no había sido más que una loca calaverada de dos muchachos atolondrados y temerarios, embriagados con su propia juventud, se había convertido en la cumbre de bravura y belleza trágica a la que dos ángeles valientemente alucinados y decaídos habían modificado el curso de los acontecimientos, elevado la historia de la raza
". Nunca se deja agarrar por completo, sabe lo que valen esas historias, puesto que es él quien las cuenta, puesto que él es, como Sherwood Anderson, "un embustero, un mentiroso". Sólo que sueña con un mundo en el que las historias serán creídas, en el que influirán verdaderamente en los hombres, y sus novelas describen el mundo con que sueña.
"
El único entorno que el artista necesita es toda la paz, la soledad y el placer que pueda conseguir con un costo que no sea demasiado alto. Todo lo que puede hacerle un entorno equivocado es aumentarle la presión sanguínea; se pasará la mayor parte del tiempo lleno de frustración y sintiéndose ultrajado. Mi propia experiencia me ha demostrado que las herramientas que necesito para mi trabajo son papel, tabaco, comida y un poco de whisky.
"Nada puede destruir a un buen escritor. Lo único que puede alterar al buen escritor es la muerte. Los que son buenos no tienen tiempo de preocuparse por el éxito ni por hacerse ricos. El éxito es femenino y, como la mujer, si uno se doblega ante ella, lo aplastará. Así que la manera de tratarla es darle la espalda. Entonces tal vez se arrastre ante uno".
El sonido y la furia
Cuando se lee El sonido y la furia, lo primero que llama la atención son las singularidades de la técnica. ¿Por qué Faulkner ha roto el tiempo de su narración y revuelto sus trozos? ¿Por qué la primera ventana a este mundo novelesco es la conciencia de un idiota? El lector tiene la tentación de buscar puntos de referencia y restablecer por sí mismo la cronología: "Jason y Caroline Compson tuvieron tres hijos y una hija. La hija, Caddy, se entregó a Dalton Ames, quien la embarazó; obligada a buscar rápidamente un marido
". Aquí el lector se detiene, pues se da cuenta de que el autor relata otra historia: Faulkner no ha concebido desde luego esta intriga ordenada para barajarla enseguida como un juego de barajas; no podía relatar las cosas sino como lo ha hecho. En la novela clásica la acción implica un nudo: es el asesinato del padre Karamazov o el encuentro de Edouard y Bernard en Les faux-monnayeurs. Se buscará inútilmente ese nudo en El sonido y la furia. ¿Es la castración de Benjy? ¿La aventura amorosa y miserable de Caddy? ¿El suicidio de Quentin? ¿El odio de Jason a su sobrina? Cada episodio, tan luego como se lo mira, se abre y deja ver tras sí otros episodios, todos los otros episodios. Nada sucede, la narración no se desarrolla: se la descubre bajo cada palabra, como una presencia embarazosa y obscena, más o menos condensada según el caso. Se haría mal en considerar esas anomalías como ejercicios gratuitos de virtuosismo; una técnica novelesca nos remite siempre a la metafísica del novelista. La tarea del crítico consiste en descubrir ésta antes de juzgar aquélla. Ahora bien, salta a la vista que la metafísica de Faulkner es una metafísica del tiempo.
La desdicha del hombre consiste en que es temporal. "Un hombre es la suma de sus propias desdichas. Se podría pensar que la desdicha terminará un día cansándose, pero entonces es el tiempo el que se convierte en vuestra desdicha". Tal el verdadero tema de la novela. Y si la técnica que adopta Faulkner parece al principio una negación de la temporalidad es porque confundimos la temporalidad con la cronología. Es el hombre quien ha inventado las fechas y los relojes: "El hecho de preguntarse constantemente cuál puede ser la posición de las agujas mecánicas en un cuadrante arbitrario (es) señal de función intelectual. Excremento como el sudor", pág. 84. El gesto de Quentin, quien rompe su reloj, tiene, por lo tanto, un valor simbólico: nos hace consentir en el tiempo sin reloj. Tampoco tiene reloj el tiempo de Benjy, el idiota que no sabe leer la hora.
El granjero
Existe un fenómeno literario muy general: la mayoría de los grandes autores contemporáneos: Proust, Joyce, Dos Passos, Faulkner, Gide, Virginia Wolf, cada uno a su manera, han tratado de mutilar el tiempo. Unos lo han privado del pasado y de porvenir para reducirlo a la intuición pura del instante; otros, como Dos Passos, hacen de él un recuerdo muerto y cerrado. Proust y Faulkner lo han decapitado simplemente, lo han despojado de su porvenir, es decir, de la dimensión de los actos y de la libertad.
El hombre de modo alguno no es la suma de lo que tiene, sino la totalidad de lo que no tiene todavía, de lo que podría tener. Y si nos bañamos así en el porvenir, ¿no se atenúa la brutalidad informe del presente? El acontecimiento no se lanza sobre nosotros como un ladrón, puesto que es, por naturaleza, un Habiendo-sido-Porvenir. Y para explicar el pasado mismo, ¿la tarea del historiador no consiste acaso, ante todo, en buscarle un porvenir? Me temo que lo absurdo que encuentra Faulkner en la vida humana lo haya puesto él en ella de antemano. No es que sea absurda, pero tiene otra absurdidad.
En una entrevista concedida en París por el maestro William Faulkner y de la cual teníamos noticias a través de mi amigo Severo Sarduy publicada por Le Monde-, causó revuelo por sus declaraciones cortantes y severas.
Para quienes estamos decididamente convencidos de la genialidad del gran norteamericano, los conceptos emitidos en esta entrevista no son nada desconcertantes, con todo y que en ellas se nos revela un apasionante y para nosotros desconocido aspecto de la personalidad del autor de El villorrio.
Como se nos había informado, Faulkner cayó de improviso en la galería existencialista del Café Flore, en el barrio de Saint Germain des Prés, e hizo, a sangre fría, esta declaración: "Yo no soy un hombre de letras. Yo soy un granjero a quien le gusta contar historias". Con diecisiete novelas circulando por el mundo, en diferentes idiomas, y cuando esas novelas condensan una de las obras más interesantes de todos los tiempos y son, además, el más apasionante documento humano del momento, debió resultar desconcertante, para los barbudos y extravagantemente vestidos parroquianos del Café Flore, semejante declaración.
Pero Faulkner, a pesar de que exigió, antes de conceder la entrevista, una gran economía de tiempo por parte del periodista, fue explícito en sus informaciones. Casi demasiado explícito. En realidad, lo suficientemente explícito como para dejar convencido a cualquiera de esta terrible verdad: el más grande novelista del mundo moderno, uno de los más interesantes de todas las épocas, no es un hombre de letras sino un granjero. "Un hombre ha dicho que cultiva sus propiedades, sus tierras. Escribo por gusto, como otros hacen jaulas para grillos o descansan en sus tareas tocando el saxofón o la cítara".