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La imagen de William Burroughs está ligada a la historia de los beat de los años 50, a la de los hippies de los 60 y 70 y a la de los ciberpunk de los 90. El cine no sería lo que es sin William Burroughs. Sobre todo, por supuesto, no lo sería el cine de Cronenberg, como puede verse del modo más claro en los casos de Shivers (1975), eXistenZ (1999) y, obviamente, Naked Lunch (1991), ni tampoco lo sería el cine de ciencia ficción, en especial desde Alien en adelante. El rock tampoco sería lo que es sin William Burroughs. Para empezar por lo más evidente y simple, no lo sería porque bandas como The Soft Machine o Steely Dan y movimientos como el heavy metal tomaron sus nombres de su obra, o porque, además de Kurt Cobain, muchos otros artistas, como Frank Zappa, Tom Waits, Keith Richards o Patti Smith, han sido todos notorios admiradores de Burroughs.
La heroína fue parte importante de la vida del escritor William Burroughs, nacido en Saint Louis (Missouri) en 1914, y de la vida del músico Kurt Cobain, que se suicidó en 1994. Yonqui, la primera novela de William Burroughs, era el libro de cabecera de Kurt Cobain. Y en octubre de 1993, el músico y el escritor –su ídolo– se conocieron, y Cobain encontró a un hombre muy anciano que desde 1981 vivía en la tranquila Lawrence, Kansas, en medio de una rutina de paz y metadona. Burroughs lo había invitado a visitarlo en su casa tras haberse negado a protagonizar el vídeo de «Heart-Shaped Box», tema de In utero en el que Cobain quería que hiciera el papel de un viejo Cristo yonqui crucificado, y un año antes, en una grabación titulada «Lo llamaban “El Cura”» («The “Priest” They Called Him»), una pequeña discográfica había mezclado la áspera voz mitológica del hermano mayor de los beatniks con la guitarra distorsionada del indiscutido apóstol del grunge.
William Burroughs y Kurt Cobain se reunieron una mañana de octubre de 1993, el primero acompañado por sus gatos y el segundo por su mánager, en un raro y breve párrafo de lo que podría ser escrito como La Otra Historia Universal del Siglo XX. Cinco años antes, en 1989, en la película Drugstore Cowboy, de Gus van Sant, Burroughs había hecho el papel de un personaje conocido por su apodo de El Cura, al que acudía el personaje interpretado por Matt Dillon en busca de una respuesta acerca de su destino, como ahora acudía a él ese muchacho, Cobain, que tiempo atrás, en una de las páginas de su diario personal, había escrito lo siguiente: «Me encanta todo lo que empieza por B: Bukowski, Beckett, pero, sobre todo, Burroughs».
La despedida póstuma que cerró este encuentro (recogido, por cierto, en el libro de Servando Rocha publicado en España hace un mes por el sello Alpha Decay Nada es verdad, todo está permitido. El día que Kurt Cobain conoció a William Burroughs) podría haber una frase que pronunció el viejo escritor cuando, poco tiempo después, Kurt Cobain se suicidó y Burroughs fue informado de la noticia: «Por lo que yo sé, él ya estaba muerto».
Este año, 2014, es el «Año del Caballo» en el horóscopo chino, pero podría, de hecho, con un poco de humor negro, serlo en más de un sentido. Podría ser, en efecto, el «Año de la Heroína». Es el año, a fin de cuentas, del centésimo aniversario de nacimiento de William S. Burroughs (de no haber muerto en 1997, cumpliría un siglo) y el año del aniversario de la muerte de Kurt Cobain (muerto hace dos décadas).
Y 2014 es, por último, también el año en el que ha vuelto a asomar la «Dama Blanca» en una de sus más temidas formas, que es la del instante irreversible en el que el paraíso se vuelve infierno, en el que el gozo se vuelve sufrimiento e irremediable destrucción propia: la forma atroz del instante de la ruptura del ilusorio edén intoxicado abierto tan fácilmente por la hipodérmica, la del instante del daño sin remedio en medio del descontrol trágico y final de la muerte por sobredosis, con la reciente y definitiva «salida de escena» del admirado actor Philip Seymour Hoffman.
Todo esto para decir que, sin embargo, William Seward Burroughs no se ajusta por sus ideas ni por sus planteamientos, ni por sus ficciones, ni siquiera tal vez por su derrotero vital, a la imagen estándar que se espera de un ícono de la contracultura. No se ajusta por completo a esa ni, seguramente, a ninguna otra imagen estándar. No es tan fácil reducir su vida y su obra a unas cuantas consignas, aunque eso, desde luego, no vaya necesariamente a impedir, ni, a decir verdad, pueda en modo alguno impedir (no suele impedirlo), que muchos lo hagan. Porque, pese a que, por lo general (tal como, por no ir más lejos, hemos hecho nosotros expresamente al empezar este mismo artículo), asociamos el nombre de William Seward Burroughs a las drogas duras, y en especial, obviamente, a la heroína, el prólogo que escribió para su gran novela The Naked Lunch, de 1959, marca una postura extraña en relación a esa imagen oficial de yonqui: «Los hombres se separan de los pendejitos de la droga», dice Burroughs en ese prólogo. Mientras tantos han visto y ven en las drogas un medio de liberación, un camino a la experiencia real, una puerta al infinito, o, si se quiere, en suma, the doors of perception, como sabemos de sobra, lo que Burroughs dijo, hizo y escribió fue bastante menos unívoco, bastante más conflictivo, bastante alejado de las creencias al uso. Por traer otra cita suya, dice también: «La droga es la mercancía definitiva. No hace falta hablar para vender. El cliente se arrastrará por una alcantarilla para que le vendan. El comerciante no vende su producto al consumidor, vende el consumidor al producto. No mejora ni simplifica su mercancía. Degrada y simplifica al cliente».
Siempre fue un tipo difícil.