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William Seward Burroughs lleva el nombre de su abuelo paterno, hombre que un día, tras una jornada en su empleo bancario, calculó que, de sus próximos veinte años sumando filas de números, se pasaría la mitad tratando de no cometer errores y la otra mitad buscando los errores que inevitablemente habría cometido. Saberse destinado con tal precisión a consagrar su existencia a hacer cosas, a fin de cuentas, absolutamente inútiles quizá lo deprimió un poco, porque inventó a continuación la llamada Burroughs Adding Machine, máquina de sumar que, para suerte de sus descendientes, a los que aseguró una excelente posición económica, permitió fundar la American Arithmomether Company, después renombrada como la Burroughs Corporation.
De otra manera y con su propia herramienta, también su nieto el escritor midió su vida, la vida en general, buscando una salida, especie de sabueso del absurdo: «Me utilizo a mí mismo como punto referencial con el que medir tendencias presentes y futuras. No es megalomanía. Soy, simplemente, el único artefacto de medición del que dispongo» (W. S. Burroughs: My Education: A Book of Dreams, 1995).
Las matemáticas de William Seward Burroughs el escritor, el nieto de William Seward Burroughs el inventor, resuelven y formulan ecuaciones venenosas con términos, operadores, variables, constantes, incógnitas que son instintos y entidades espantosamente reales; descomponen y analizan peligros ubicuos, tangibles, peligros ciertos por mucho que la fealdad de la caricatura llegue a distorsionarlos, ciertos como el horror de ese vacío que nada llena y que crea legiones de esclavos, o como el apetito parásito que enajena y que pierde, o como el control y los virus de un infierno habitado por parientes de las demenciales figuras de la demonología tardomedieval.
Las novelas de Burroughs pueden leerse como investigaciones; su forma, que es literaria y no científica, que es la forma de la ficción, es la que cabe esperar, por mera lógica, si me permiten decirlo –más que la del discurso, ingenuo en este contexto, de la ciencia– para hablar de una realidad tan deformada que, para todos los efectos prácticos, se ha vuelto equivalente a una ficción. Que la literatura no distorsiona, que no «corre el pudoroso velo de la belleza» sobre esta realidad, sino que lo descorre, se pone de manifiesto en el sentido que da Burroughs al título de su, así considerada por consenso, opera magna, The Naked Lunch: el almuerzo desnudo, dice, es «el instante en el que todos ven lo que está en la punta de sus tenedores: lo que realmente están comiendo».
Lo que está «en la punta de los tenedores», lo que «realmente estamos (o nos está) comiendo» es la brutal y simple realidad del control, del dominio, del poder, inoculado en el cuerpo, en la mente, en lo que cada uno llama «yo». El poder del Estado, del consumo, del dinero es un poder virósico, es un poder biológico y, por eso, es un poder absoluto e invisible, es la realidad cotidiana del propio cuerpo sometido, de uno mismo como extraño, como algo ajeno y enemigo.
Con su álgebra, William Seward Burroughs el escritor descubre la fórmula del control, de la enajenación, de la posesión. Porque su álgebra es, como él la llama, «el álgebra de la necesidad»: el álgebra que gobierna el mundo. En primer término, desde luego, el mundo de la adicción, un mundo hecho de miedo, consumo y dependencia y cuyo símbolo supremo es, más aún que el dinero, la droga. Pero eso en primer término, no en todos sus alcances, pues el álgebra de la necesidad extiende sus mecanismos de sujeción y de control más allá de las fronteras de ese mundo de la droga, y el virus de la adicción puede crear dependencia también de miles de cosas consideradas «decentes» y «respetables».
Un virus, a diferencia de una bacteria u otros organismos, es algo no viviente que, al introducirse en un ser vivo, usurpa las características de la vida. Puede reproducir sus cadenas informativas dentro del organismo al que parasita. Puede infectar, y, de hecho, infecta, a otros organismos. Por supuesto, también puede matar.
La sociedad es un organismo infectado por un virus que nos controla a todos. El propio cuerpo se vuelve un enemigo, un extraño, algo autónomo y horrible, tan irreconocible como un monstruo, si a uno se le ocurre intentar sustraerse a ese control. Las propias palabras pueden desdecirte en vez de decirte: el lenguaje también es un virus. Y es que si he hablado antes de demonología no ha sido por azar, sino porque creo que la descodificación que Burroughs hace del mundo comunica su, como suele llamársela, posmodernidad con la veta teológica (o demonológica) del pensamiento tardomedieval a través de los conceptos de posesión (demonológico) y de virus (burroughsiano) como lo que toma posesión de un organismo, se vuelve un medio para controlarlo y se expresa a través de él, es decir, lo parasita virósicamente.
Pero si la apomorfina, que deriva de la morfina, libera de la dependencia de la droga, la escritura es la vacuna contra el virus del lenguaje. Toda la escritura de Burroughs, es decir, toda la vida de Burroughs, ha sido un testarudo y largo esfuerzo por señalar los rincones donde se agazapa el virus, por investigar el modo de desactivar el control: «Entender es liberarse», podría ser otra fórmula algebraica para descodificar el lenguaje matemático en que el libro del mundo ha sido escrito, solo que no sería la del álgebra de la necesidad sino la fórmula básica del duro álgebra de la lucidez.
William Seward Burroughs, el nieto, formula ecuaciones con las constantes del miedo, de la droga, del control: sus ecuaciones son figuras de la muerte. Figuras de la destrucción y de la autodestrucción. Tanto en las diversas figuras de la destrucción (la de una invasión de otro planeta, por ejemplo), como en las mil y una figuras de la autodestrucción (el consumo de «sustancias», por ejemplo: de heroína, de crucigramas, de racismo o de lo que sea), la muerte es lo que se teme con la piel, pero, he aquí lo trágico del ser humano, lo que oscuramente se busca con las tripas. Terror y deseo se mezclan en un viaje largo como la vida y en el que casi todos terminan extraviados. William Burroughs no se extravió. Se dio un baño y volvió a casa, solo y triste, pero limpio.
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