VIVA DADÁ

Mañana se cumple un siglo del primer balbuceo sin sentido de las sílabas idiotas de «Dadá» en torno a una sucia mesa del infame Cabaret Voltaire (abierto tres días antes por el poeta Hugo Ball en un barrio de mala reputación de Zürich –repleta de fugitivos de la guerra que ensangrentaba a Europa–) durante la legendaria tarde del 8 de febrero de 1916.

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«Dadá. Desde donde uno puede oír las marchas militares y descender cortando el aire como un serafín en un baño popular, para mear y comprender la parábola. Dadá no es locura, ni sabiduría, ni ironía, mírame, gentil burgués».

(Tristan Tzara: Manifiesto del señor Antipirina, 1918)

En febrero de 1916, mientras Europa, vuelta un enorme campo de batalla, era ensangrentada y sacudida por las explosiones de la entonces optimistamente llamada «Gran Guerra» –y después simplemente la «Primera»–, un siniestro grupo de exiliados de la conflagración y desertores de la paz burguesa –«tipos extraños, judíos de barba blanca, alemanes que trazan teorías elípticas, astrónomos, mujeres con trajes de noche como planetarios brillantes», diría en Ismos Ramón Gómez de la Serna– se confabuló para librar otro combate, lleno de nefando ardor bélico a favor de ningún país y contra toda irrisoria y antiestética idea de nación. Esta es la historia increíble y sobrecogedora del peor desacato jamás cometido contra el arte y la moral, la gramática y las leyes, contra los intereses del capital y los alfareros de la muerte, contra el sujeto, el verbo y el predicado, contra la estupidez y la mentira, contra las academias y los serviles canapés del conformismo, las políticas genocidas y el tedio de los domingos: hace cien años, cada costura de todo posible orden saltó, salvajemente rota desde dentro por la violenta explosión de una brutal carcajada de barbarie sin precedentes, de una vitalidad sin contemplaciones y de una poética circense, incontenible, atómica. Dadá no necesita ganar guerras pues con el mero hecho de existir ya ha triunfado. Dadá son solo dos sílabas que no significan nada. Dadá es todo. Invierta en Dadá.

Juguemos por un momento a poner en tan cruenta historia un poco de orden. Sin orden que desordenar, a fin de cuentas, no existiría Dadá.

«¡DADÁ, DADÁ, DADÁ!»

El primero que dijo «Dadá», sin saber por qué ni para qué –«Dadá no significa nada», anotará en el Manifiesto de 1918–, fue Tristan Tzara. Levantó acta del hecho Hans Arp, que en Dada au grand air, de 1921, escribió: «Declaro que Tristan Tzara encontró la palabra “Dadá” el 8 de febrero de 1916 a las seis de la tarde. Yo estaba presente con mis doce hijos cuando Tzara pronunció por primera vez esa palabra, que suscitó en nosotros un legítimo entusiasmo. Fue en el café Terrasse de Zürich, y yo me llevaba un bizcocho al orificio izquierdo de la nariz. Estoy convencido de que esa palabra no tiene importancia y de que solo los imbéciles y los profesores pueden sentir interés por las fechas. A nosotros nos interesa el espíritu Dadá y ya éramos Dadá antes de que Dadá naciera». Lo confirma, en una entrevista en la década de 1970, Marcel Janco: «El nombre “Dadá” lo encontró Tzara en el diccionario el 8 de febrero de 1916 a las seis de la tarde. Estaba hojeando el Larousse y apareció esa palabra, Dadá, que significa caballito». Fue en Zurich, ciudad marcada por el ardiente puritanismo del adalid de la Reforma Protestante suiza, Zwinglio. El poeta alemán Hugo Ball y su mujer, la bailarina Emmy Hennings, hicieron de una taberna del barrio de Niederdorf el Cabaret Voltaire, que abrió sus sucias puertas hace un siglo, en febrero de 1916. Al cabaret acudieron (además de los citados Tzara –nacido Samy Rosenstock en Rumania en 1896, muerto en París en la Navidad de 1963–, Janco –arquitecto y pintor– y Arp –pintor y poeta–), por citar algunos de los nombres que hoy se recuerdan, el escritor Walter Serner, el pintor y escritor Johannes Baargeld, el pintor y cineasta Hans Richter, los pintores Augusto Giacometti, Christian Schad y Sophie Taeuber, el pintor y cineasta sueco Viking Eggeling, el pintor, artista gráfico y escenógrafo polaco Marceli Slodki, el escritor y músico Richard Hülsenbeck y varios inadaptados más. En sus memorias, Die flucht aus der zeit, Ball cuenta que la intención fue reunir allí a «algunos jóvenes deseosos de afirmar su independencia, y demostrarla». Se exponían en las paredes obras de Picasso, Van Rees, Segal, Janco, Arp, una orquesta de balalaikas tocaba bailes rusos y música negra, Emmy Hennings bailaba y cantaba, se leían poemas de Laforgue, Jarry, Apollinaire, alguna vez Tzara cantó algo (¿?) mientras repartía pedazos de papel a los espectadores y luego dejaba en el escenario a un grupo de actores en zancos para volver vestido de payaso, y todas las expresiones y corrientes poéticas y artísticas cupieron sin orden ni programa en ese antro donde la palabra Dadá fue pronunciada por primera vez una tarde de cuyo centenario celebramos hoy, domingo 7 de febrero del 2016, la víspera, pero de cuyo origen, además de las mencionadas al inicio, hay incontables versiones cuya enumeración nunca termina –que Tzara acuchilló un Larousse abierto al azar y la punta de la navaja o lo que fuera se clavó en la palabra «Dadá», que los mozos del café Terrasse llamaron al grupo «Dadá» por la babel de lenguas de los exiliados, en la que solo reconocían la sílaba «da» («sí» en ruso, en rumano y en varias lenguas eslavas), etcétera, etcétera–. La leyenda sitúa, al lado de Tzara, Arp y Ball, entre los presentes aquella tarde de la fundación, a Janco, Hennings, Sophie Taeuber y Richard Huelsenbeck, que cerraron después la noche entre bailes caóticos al grito de «¡Dadá, dadá, dadá!».

TODA LA RAZÓN

Sin Dadá, suele decirse, no hubieran existido fotomontajes, performances, happenings, pop art, surrealismo, punk ni prácticamente nada de la cultura del siglo XX y de la actual. Pero, pese a tal deriva histórica, creo que lo nuclear de Dadá es el no haber concluido, ni en eso ni en nada. Por fortuna. Sin agotar, ni mucho menos, el tema, de la blasfemia de Dadá son cómplices las máquinas con las que Francis Picabia se burló de la ciencia, los ready-made con los que Marcel Duchamp destruyó el concepto de arte, el Manifiesto inaugural de la primera velada Dadá con el que Hugo Ball abofeteó a la Europa de los nacionalismos y las ideologías, y de cuya racionalidad renegó una noche en el Cabaret Voltaire con el montón de interjecciones sin sentido que tituló «Karawane». En medio de todo, lo importante es que Dadá no se quedó en la broma de una noche de juerga. Dadá sigue, latente, y eso no es garantía de seguridad para nadie ni para nada. Por fortuna.

Dadá no es aventura de una noche en el Cabaret Voltaire. ¡Cómo envidia Dadá a los niños que juegan! Ah, pero esos pobres niños no beben. Abajo los niños. Abajo Dadá. Dadá no puede morir, porque jamás ha nacido, Dadá es un «no» al nacer y por eso es lo siempre-por-nacer, Dadá es futuro, ya no hay futuro, Dadá no es nada, Dadá es tatú, Dadá es idiota, Dadá está muerto, viva Dadá. Viva Dadá. Viva Dadá. Repita Viva Dadá hasta que se convierta en un poeta o en una cucaracha. Sáquese el uniforme de usted mismo, desnude los sonidos de sus significados, libere los espacios de los tictac del tiempo, pierda el reloj y la cabeza, Dadá es eterno, Dadá es zombi, Dadá no muere. Desde su balcón-precipicio Dadá saluda a los uniformes sin rostro y con máscaras de gas llevados al colosal matadero de la guerra y avizora el gran degüello en el altar de la Banca y del Estado: ¡salud! Dadá ya no cree en el genio ni en ninguna jerarquía, Dadá es su peor enemigo, Dadá destruye lo dado para crear lo posible, Dadá está en contra de Dadá.

Las autoridades clausuraron el cabaret, dice Ball en sus memorias, «a petición de los burgueses»: Dadá había inquietado más que su vecino, Vladimir Ilich Ulianov, más conocido como Lenin, que al año siguiente encabezó la Revolución Rusa y que vivía en el número 9 de la Spiegelgasse (el Cabaret Voltaire estaba en el número 1). Los conocedores y los eruditos suelen señalar, con su sagacidad característica, que siempre he deseado y envidiado en vano, a sus lectores y contertulios la ironía de que la policía zuriquesa –«¡ah, la lógica policiaca!» (pausa para risas y aplausos)– no persiguiese al peligroso político sino a una turba sin rumbo. Pero Dadá no significa nada, significa que todo se puede decir por vez primera; y yo, que –como reconoció el gobernador de Barataria a su señor Quijote–, todo lo que sé y lo que soy se lo debo a Dadá, creo, modestamente, que esa ironía es, sin duda, exquisita, pero desacertada, porque en el fondo la policía de Zürich tenía toda la razón.

montserrat.alvarez@abc.com.py

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