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En Asunción, en un muro de la calle Juan de Salazar, hasta hace muy poco tiempo se podía leer de manera muy clara una pintada que decía: “ámame compañero”. Hoy, el tiempo y alguna mano desabrida han destruido parcialmente la integridad de la frase. Con esta mención di inicio a la segunda parte del seminario que impartí en mayo de este año, después del dedicado al Fervor de Buenos Aires, de Jorge Luis Borges. Luego de mostrar a los asistentes unas fotografías de la pintada, pregunté si alguien podía situar la frase. No teniendo respuesta, añadí que se trataba de la paráfrasis de un fragmento del vigésimo segundo verso del poema “Nº 5” de los Veinte poemas de amor y una canción desesperada (1924), de Pablo Neruda: “[...] /Ámame, compañera. No me abandones. Sígueme. / [...]”.
Borges funda la novedad del discurso poético de Fervor (1923) en el canon ultraísta del anticonfesionalismo, valiéndose principalmente de la hipálage para posponer el protagonismo del locutor lírico detrás del que se halla el propio poeta. Neruda hace todo lo contrario: el yo lírico se confiesa, desencadena sus sentimientos, monologando o dialogando con la amada. En los Veinte poemas, la novedad del discurso poético reside en la gran libertad en disponer estrofas, en distribuir rimas, en regalar audaces metáforas descomedidas y, en particular, en usar alejandrinos inusitados, volviendo plausible en ellos la impronta del Sistema musical de la lengua castellana (1852), de Sinibaldo de Mas, que pudo haber conocido a través de los ensayos sobre métrica del teórico chileno Julio Saavedra Molina. Lejos está del creacionismo de Vicente Huidobro la exaltación nerudiana de sus experiencias amorosas…
Las audacias poéticas y giros iconoclastas en los Veinte poemas se acercan de los poemas del uruguayo Julio Herrera y Reissig, poeta al que admiraba y cuyas obras completas poseía (Margarita Aguirre). Y también, de la riqueza rítmica y metafórica del Lunario sentimental (1909), de Leopoldo Lugones. Y de Francisco de Quevedo, cuya poesía se construye con “[...] de todas las substancias del ser, se levanta como árbol grandioso que la tempestad del tiempo no doblega y que, por el contrario, lo hace esparcir alrededor el tesoro de sus semillas insurgentes [...].”, dice Neruda, para quien Quevedo es todos en uno: Garcilaso de la Vega y San Juan de la Cruz; José Martí y Rubén Darío; Baudelaire y Rimbaud. Porque, añade, se nutre de “[...] la grandeza humana, no de la grandeza del sortilegio, ni de la magia, ni del mal, ni de la palabra; [...]”. Poeta de lo humano, Neruda vive la poesía de Quevedo en carne propia. Como quisiera él que se leyese los Veinte poemas: “[…] El tiempo cerró los ojos de mujer que en estas páginas se abrieron. Las manos, los labios que en este libro ardieron fueron consumidos por el fuego. Los cuerpos de trigo que se extendieron en sus versos, aquella vida, aquella verdad, aquellas aguas, todo cayó al gran río subterráneo, palpitante, nutrido de tantas vidas, de todas las vidas […].”, continúa. Sin embargo, Neruda tuvo que defender sus versos en 1924, y dijo: “[…] yo los he hecho y algo he sufrido haciéndolos”. Y, reivindicando la autenticidad de sentimientos, añadió: “[…] son el romance de Santiago [con Albertina Rosa Azócar, compañera en el Instituto de Pedagogía de la Lengua francesa], […] y el olor a madreselvas del buen amor compartido”. Y concluyó: “Los muelles de ’la canción desesperada’ son los viejos muelles de Carahue y de Bajo Imperial. Son los tablones rotos y los maderos como muñones golpeados por el ancho río. El aleteo de gaviotas que allí se siente y sigue sintiéndose en aquella desembocadura” —paisaje del Temuco, de Teresa Vásquez. No obstante, recordemos que en Neruda joven (Madrid, 1983), está el facsimilar de una postal enviada a Albertina Rosa Azócar y fechada el 5 de febrero de 1924, en la que figura “La Canción” (cf. N° 55). ¿Quién de las dos amadas habría sido la destinataria? Poco importa. Ambas son deseadas, objeto de todas las pasiones, de todas las paciencias y de todos los dolores; distante y cercana, sombría y luminosa; lunar y solar; flor y fruta; mariposa y abeja; carne y espíritu. Amor presente y ausente, recuerdo y actualidad, activa y pasiva, individual y universal, la mujer es Eva y Pandora, esperanza siempre.
Se han visto tres figuras femeninas canónicas en los Veinte poemas: “la mujer interior”, “la enamorada juvenil” y “la mujer poseída” (Jaime Concha). La primera, es pura imagen subjetiva, espejismo creado por la fuerza del deseo y de la fantasía del poeta. La segunda nace de la interioridad del poeta, de los sueños más secretos: es la que más provoca la relatividad en las relaciones amorosas, la que pone un velo al tiempo real y lleva al locutor lírico a los abismos de la desesperación. La tercera pertenece al mero ámbito de los poemas, cuya realidad dura el tiempo del escribir y el de leer. Lo que reúne a las tres es “el vínculo concreto del deseo” (Neruda), que nace de la carnalidad en la subjetividad del poeta, en la conciencia de su identidad viril. De ahí la fuerza paradígmica de los Veinte, que impele a pintar paredes… La desesperación, el deseo no saciado, la pérdida vivida, su perennidad, y la soledad y el amor más profundo son así de todos los enamorados. Y ello facilita la identificación del lector con las cuitas del yo lírico (cf. Nos. 2, 4, 5). Amada crepuscular, campana y caracola, sonido de la lluvia y del temporal, la mujer de los poemas posee igual intermitencia que los colores de la puesta del sol y que el sonido que tañe y que el eco que suena a lo lejos, reiterando su presencia inconsistente. Siendo ella la voz de los sentimientos, la naturaleza del locutor es la de la poesía misma. Y ella es como el agua que se escurre entre los dedos, y como el fuego que incendia versos. Ambos, agua y fuego, le dan alas al ritmo métrico hasta extremos tales que la libertad deja perplejo a quien intenta entrar en él: por la libertad los metros respiran y exalan paradoja amatoria.
Se ha visto en esta conjunción de agua y fuego las condiciones de un “estado sentimental de ensimismamiento”, estado que nace de y por la amada (Franck Caucci). Sumido como está el locutor en su propia interioridad y en la de ella, él desdeña y aprisiona todo lo que lo rodea (Amado Alonso). Ahora bien, impelido a deletrear el fracaso en los dísticos de la “canción desesperada”, el locutor ensimismado, ante la figura de la amada deseada y perdida, revela su confusión en la metáfora del naufragio —la pérdida del amor— y en la metáfora de la sentina —el corazón vacío de soledad y “escombros” (de un amor perdido).
“El lirismo no expresa sentimientos personales. No reemplaza la voz del sujeto lírico plenamente, sino que encarna su devastación”. (Jean-Michel Maulpoix). Como en la vanguardia poética del alba del siglo XX, en el centro de la dinámica poética de los Veinte poemas —transcendente, individual y universal— “el sujeto aspira a ser y a decirse como ente singular y de manera total en un mundo que sólo existe a través del verbo poético”. Puesto que: “El hombre fuerte no es aquel que resiste a la pasión por el esfuerzo violento en contra, sino por la dulzura y la razón”. (Maulpoix). Dicho de otra manera: el hombre fuerte resiste por “renaturalización” del mensaje lírico (Gaston Bachelard). La “renaturalización” está en eco con lo que Platón y Aristóteles entendían por mimesis: para el uno, es acto de técnica y de estética reunidos por la Idea (esencia y pureza en la inspiración y en la creación a partir del objeto o sentimiento poetizados). Para el otro, crear es mostrar, y la totalidad así lograda es un acto eminentemente intelectual. En Neruda, la poetización de la experiencia y la transcendencia lírica de su autenticidad le dan todo el ímpetu a los dísticos de “la canción desesperada”. Ellos sirven de cáliz para la tremenda metáfora de la sentina derruida y desolada, la “feroz cueva de naúfragos”, que transporta el dolor del corazón del locutor amante al abismo de la pérdida; corazón cuyas intermitencias punzantes, en la obscuridad de una temporalidad poscrepuscular solitaria, constituyen el umbral de la noche de “frías estrellas” y de “pájaros ciegos”. Noche de la “hora de partir”, “dura y fría”, y de lluvia de “frías corolas”: catacresis y metáforas por la belleza lejana de ella. Ceñido por el dolor, el deseo y la tristeza, queda el amante “abandonado como los muelles en el alba”, en “la negra, negra soledad de las islas”. Mientras, al locutor lo destrozan recuerdos: “oh boca mordida”, “oh los besados miembros”, “oh los hambrientos dientes”, “oh los cuerpos trenzados”, “oh la cópula loca de esperanza y esfuerzo”. Y, en su desazón, sólo alcanza a clamar: “Ah mujer”, “mujer de amor”, “mujer que amé y perdí”. Para el futuro, resta “ese cementerio de besos” que ponía “fuego en sus sombras”. El mar que fue vida y el abrazo que fue amor, hoy son una sola alegoría de la vida que pasa y que, pasando, elige a su víctima predilecta: al amante, y proclama la victoria asoladora del mar de fuego: “Abandonado como los muelles en el alba. / […] // Ah más allá de todo. Ah más allá de todo. // Es la hora de partir. Oh abandonado!”
En Confieso que he vivido, Pablo Neruda se refiere a los Veinte poemas de amor y una canción desesperada y dice: “[...] es un libro que amo porque a pesar de su melancolía está en él el goce de la existencia. [...]. [ Son versos] dispersos como el pensamiento en su inasible variación, alegres y amargos, yo los he hecho y algo he sufrido haciéndolos”. Versos que reiteran la voluntad del poeta de ser voz y reflejo del vivir del hombre. Quizá sea menester amar para decirlo.