Una vida de grabadora

Desde hace cuarenta y cuatro años doña Miguela Vera viene registrando, en xilografías sabias y pacientemente trabajadas, un mundo que se está perdiendo, pero que, gracias a su obra, quedará para siempre en la memoria de los paraguayos. No es poco: el arte al servicio de lo que hemos convenido en llamar, aunque quizá no sea el nombre que le corresponda, memoria colectiva. Así se construyen las que hoy denominamos de manera asaz caprichosa identidades y que antaño eran conocidas, siguiendo a Herder y a los románticos alemanes, como “volksgeits”, el espíritu del pueblo.

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Vicky Torres


Escribir sobre doña Miguela Vera es un privilegio; arriesgar opinión sobre su obra, una osadía. Mas el arte exige de quien lo observa con sentido crítico dos cosas fundamentales: capacidad para percibir lo que se presenta a sus ojos como único, diferente y valioso y decisión para presentarlo como tal a quienes no siempre están dispuestos a aceptar las diferencias.
La obra de doña Miguela Vera es, en efecto, diferente. Lo es por dos razones que merece la pena que destaquemos: un saber hacer muy particular que imprime a su obra carácter y estilo diferenciados y la pertinaz persecución de sus recuerdos para utilizarlos como materia prima de la obra que nos ofrece.

Ya en 1984, el maestro Livio Abramo señalaba, a propósito de una exposición que hiciera doña Miguela en la Embajada de Brasil, este último aspecto y aseguraba que “la reminiscencia es el 'leit motiv' del arte de Miguela Vera”. A renglón seguido añadía refiriéndose a los xilograbados que presentara en aquella ocasión: “El recuerdo de su visión paraguaya interior tiene que ser expresado de forma inmediata, así como es captado por la sensibilidad de la artista, y de ahí el estilo sumario, podríamos decir 'cortante', sumamente evocativo y formalmente eficaz de estas series de xilograbados que renuevan el recuerdo de historias, leyendas, mitos nativos y populares paraguayos”.

Los recuerdos de la artista son interpretados por ella como vivencias y visiones de su pueblo, como modos de entender el mundo y de interpretarlo en el quehacer cotidiano de mujeres y de hombres sencillos y cercanos a su sensibilidad. Doña Miguela ha permanecido fiel a la memoria de sus vivencias paraguayas y la ido enriqueciendo a través de los años con la nostalgia alimentada en el exilio.

Hasta la década del noventa, Miguela Vera, que se había formado y realizado su obra en Santa Fe, Argentina, no regresó al Paraguay para residir en su país natal, pero Paraguay siempre había estado presente en el recuerdo y en la sensibilidad de esta grabadora y artista excepcional. Paraguay estaba en cada una de sus obras. Puede decirse que Paraguay era protagonista de todos y de cada uno de sus grabados. En sus grabados permanece la memoria del Paraguay.

El gran maestro brasileño califica el estilo de doña Miguela de “sumario”. Extraño adjetivo que, no obstante, dice mucho no solo del estilo, sino del espíritu que anima a la artista. Sumario es, en efecto, breve, sucinto, reducido a formas precisas e imprescindibles. Nada hay de más en lo que presenta; nada de menos. Hay en la grabadora paraguaya, en efecto, una necesidad de decir lo que debe decir y nada más sin retóricas innecesarias, sin adornos, ni florituras. Necesidad y urgencia, como sugiere Abramo. Diríamos que es un estilo esencial, puesto que busca las esencias, y puro, ya que toda la obra de Miguela Vera no es sino una interminable carrera por alcanzar la pureza, pureza que es, sobre todo, fuerza, intensidad de sentimientos que ella presenta como son, sin veladuras de ninguna especie. En los grabados de Miguela Vera podemos percibir un descubrimiento de la pureza como valor agregado.

Refiriéndose al exilio de doña Miguela, Josefina Plá comentaba en 1980 que “por donde va, la magia de su tierra la acompaña irremediable, encarnada en imágenes que revierten distancia en intensidad”. Veinticuatro años después de la exposición que hiciera Miguela Vera en la casa taller de Oscar Centurión Frontanilla a propósito de sus veinte años de labor artística y que diera lugar al comentario de Josefina Plá, creo que podemos decir con toda justicia que la “magia de su tierra” la sigue acompañando. La trajo consigo al volver al Paraguay porque la había conservado intacta viviendo fuera de él. He aquí el milagro que puede producir el exilio cuando, desde el exilio, el artista vive intensamente y de manera auténtica sus emociones y las registra en la memoria. La memoria artística de Miguela Vera es, sobre todo, memoria emotiva, recuerdos de amor y de dolor que se hacen universales cuando los reconocemos; recuerdos de la artista -qué duda cabe-, pero recuerdos que nos traslada a nosotros para que los hagamos nuestros al reinterpretarlos.
Pueden percibirse en este caleidoscopio de memoria y emociones con que nos regala Miguela Vera en fortísimos y estudiados contrastes de blanco y negro hasta tres niveles diferentes de registro de cualquier tema paraguayo que ella haya tratado: el primero es el recuerdo de algún hecho o costumbre que la artista utiliza como materia primera para expresarse; el segundo, el resultado de su trabajo como producto acabado, como grabado expuesto a nuestra mirada y a nuestro juicio, y, finalmente, el último es una imagen que afecta nuestra sensibilidad y que hacemos nuestra.

Esta última imagen, que ya es nuestra y no de la artista, es siempre un regalo para el espíritu, pero sería imposible como efecto sin la calidad extraordinaria del grabado que sale de sus manos. Lo que ella produce nos produce emociones que, tal vez, sean las que la motivan a crear sin pausa a lo largo de los años o, quizá, emociones que surgen en nosotros al simple contacto con su obra y que no necesariamente coinciden con las emociones de la artista. La “dynamis”, la potencia con que carga de sentido sus obras, es la que hace posible el milagro de que cada imagen que nos presenta nos remueva y no podamos permanecer ante ella indiferentes. Este es el milagro del arte con el que doña Miguela Vera nos regala. Sólo nos queda agradecérselo.
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