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Cree que tiene tan solo un ligero hilo de vida que se romperá y lo dejará inerte y vacío en cuanto logre limpiarse al fin todas esas ínfimas, condenadas, pringosas gotas de sangre que le salpicaron las manos cuando estalló el cráneo de su compañera de juegos y de juergas, pero cuando haya vivido otras mil veces descubrirá que hay manchas que no se limpian.
Sus manos seguirán manchadas y sangrantes, y sus ojos también. Y en su mente seguirán sonando unos versitos tontos, bailables, triviales, con el ritmo y la melodía baratos de la canción que sonaba como fondo la noche de la muerte en aquel bar mejicano.
Con una sonrisa yerta, divertida, sin sentido, deambula por las calles ruidosas, desoladoras del extinto, embrutecido, fallido planeta Tierra mientras tararea o masculla o mastica esa gastada cancioncita suya, alegre, vulgar, triste, banal. Sí, parece que se ha vuelto un viejo disco rayado ambulante, que ya no es más que un maldito disco rayado que no se apaga con nada:
Una noche, en un bar de Méjico,
para jugar a «Guillermo Tell»,
algo puso sobre su cabeza
la encantadora Joan Vollmer,
y William Burroughs, con presteza,
le disparó y no la volvió a ver
¡Pum! Y no la volvió a ver
¡Pum! Y no la volvió a ver…
Un solo minuto es más precioso que toda la eternidad cuando sabes que estás condenado; sí, es mucho más precioso que toda la eternidad. Un segundo robado a la muerte es el cielo, y casi siempre es también el infierno, pero el infierno no importa, porque nada importa cuando una inhalación más de aire vale por el universo y un latido más de la sangre puede ser el infinito.
Y estallará en sus ojos la ginebra
Oso Negro al amanecer
Oso Negro al amanecer
¡Pum! Oso Negro al amanecer
¡Pum! Oso Negro al amanecer…