Una mancha en la nieve La última Navidad de Robert Walser

La noche en que nos encontramos, yo tenía quince y él llevaba muerto el doble, no había ningún amigo común y nadie nos había presentado. Lo abrí por azar («¿Crees en el azar?», le pregunté un día, cuando nos conocimos, a Darío Lancini (1932-2010), y él me respondió, sonriente, «¡Sí! Pero en el Padre Azar») y leí, con enorme sorpresa: «Aquí se aprende poco, faltan profesores y nosotros, los muchachos del Instituto Benjamenta, jamás seremos nada». Seguí hasta acabar la página, que calculé el límite decoroso para leer algo gratis en un quiosco, pregunté el precio, que, por otro azar, era, incluyendo mi pasaje, justo todo lo que llevaba, lo compré enseguida, sin poder creer en mi suerte, y volví caminando a casa, que, a buen paso –yo camino muy rápido, piso con dureza y doy largas zancadas– estaba a unas tres horas de marcha.

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Robert Walser nació en Suiza, en Biel, en 1878, murió también en Suiza, en Herisau, en 1956, fue escritor y vagabundo y se ganó la vida con oficios menores –logró escribir por un tiempo para diarios y revistas, pero por desgracia un necio sector de los lectores no tuvo escrúpulos en perseguirlo y amenazar «con suspender la suscripción si continuaban publicando esas tonterías»–. No tuvo hijos, no se casó, no tuvo jubilación, bienes ni esas cosas que la gente, mal que bien, suele tener, o, si no tiene, desea. Mejor no tener que cargar nada al caminar. Walser vivió solo y caminando, y caminando solo se encontró con la muerte, bajo la nieve de los bosques que rodeaban el asilo. Desde 1913 bebía en exceso y sufría trastornos nerviosos, en 1929 se internó en el manicomio de Waldau, en 1933 pasó al de Herisau y allí vivió hasta su última Navidad, la de su muerte.

El libro con el que esa noche me encontré yo y que hice mío era el Jakob Von Gunten; lo abrí (en el quiosco) y lo concluí (en mi alcoba) en la misma jornada, pero nada olvidé. Puedo citar pasajes enteros de memoria; no he sentido nunca –lo hago solo por vicio– la necesidad de releerlo; se hizo parte de lo más profundo de mí en un solo instante; un instante de varias horas, visto «desde afuera»; un instante que no termina: se quedó conmigo, al lado del camino lineal del tiempo sucesivo, hasta siempre. No había leído antes, ni he vuelto a leer después, nada como eso.

Ese instante no termina porque no es parte de un tiempo con inicio y con final, no es una historia. Una historia no es una serie de instantes sucesivos. Los instantes están fuera de la historia: son eternos. Recuerden la aporía de Zenón de Elea: Aquiles y la tortuga compiten en una carrera. Compasivo, Aquiles le da varios metros de ventaja a su rival. Y luego echa a correr, raudo cual saeta. ¿Quién gana?

Homero llama a Aquiles «el de los pies veloces», y la tortuga es uno de los animales más lentos que existen. ¿Gana Aquiles? No. Aquiles sigue corriendo eternamente, hasta hoy, sin poder alcanzar jamás a la tortuga.

El espacio es limitado e ilimitado a la vez. En un área de «n» (número limitado) metros, el espacio es ilimitado entre metro y metro. Por eso, ir del uno al dos es imposible, ya que hay que atravesar el infinito; solo se puede seguir en el nulo, ilimitado, eterno uno. Eterno, pues la paradoja del espacio es la del tiempo: el tiempo de la vida es limitado, pero el tiempo del instante es infinito.

La Navidad es, al menos para los mitos masificados de la Modernidad, el día por excelencia de la infancia, que, a su vez, es el tiempo simbólico de la potencialidad, de lo posible, de todo lo que no es, o está por ser.

Un día de Navidad, eso imagino, en su camino interior, el de su mente, un niño se extravió y no lo encontraron nunca. Pero sí encontraron, sesenta o setenta años después, un indicio, la pista de una fuga, el cadáver de un anciano interno del asilo de Herisau, un disfraz abandonado como una mancha negra sobre el inmenso paisaje de la nieve de otra Navidad.

Mancha ya indeleble sobre el mundo y todas sus navidades, mancha de tinta con la palabra justa sobre la hoja blanca para cerrar el poema.

En el exterior, el andar es metáfora del andar interior. En ese camino exterior hay imágenes que concretan las ideas; verlas detiene el tiempo y llena el espacio, y no se está ya en el espacio ni en el tiempo: es el éxtasis, instante absoluto (en sí) y fugaz (visto «desde afuera»). Se anda y se piensa con las piernas en el piso y la tinta en el papel, la escritura anda lo que el cuerpo escribe y uno se encuentra un instante en el encuentro fugaz con el instante del mundo. Esto no cabe en la biografía ordenada conforme a los ritmos de la sociedad humana: las estructuras cronológicas del instante y del tiempo sucesivo son disímiles; por eso el vagabundo Walser y su escritura caben solo en los márgenes de esa sociedad y sus ritmos. Walser fue un marginal. Y un escritor. Incluso cuando dejó de escribir. (O de publicar, mejor dicho.) Tal como doctorarse en filosofía no hace a nadie filósofo, tampoco un escritor es tal porque lo premien, sea amigo de críticos o (risa walseriana) se afilie a las sociedades de escritores de su provincia o su país (disyunción inclusiva: hay países peores que provincias). Es imposible imaginar a un genio como Walser entre las medianías que suelen integrar esas sociedades, y, de hecho, Walser se mantuvo siempre al margen de ellas. Así pues, de nuevo, en los márgenes.

En el éxtasis hay algo inenarrable, que no se deja escribir, que no se deja atrapar, sino que atrapa. Para el tiempo de la historia, no es tiempo el tiempo del éxtasis: parece la eternidad. El paseo de Walser no es da una historia: conjunto de instantes, el éxtasis llena el tiempo y lo disuelve, luz tan potente que lo baña todo y lo revela indistinto.

El recuerdo del instante del éxtasis niega el éxtasis al insertarlo en el tiempo de la historia: ya no es inenarrable –historia es narración–. (Digresión interparentética: Por eso, dicho sea de paso, la anamnesis en Platón –y esto no te lo dirá ningún «filósofo» que puedas conocer, ¡oh inocente, crédulo lector!, pues solamente es algo que pienso yo, que no merezco llamarme filósofa– no es un proceso mnémico, sino un fenómeno «místico». Cierro paréntesis.) Exiliado del tiempo, anamnésico, extático, desgarrado en instantes, Walser narra lo inenarrable. Su escritura anda un camino que la nieve va borrando. Para el mundo, Walser se ha extraviado: llevando en sí su propio tiempo, ha quedado afuera de la historia, solo en los bosques del éxtasis, como Hansel y Gretel, que, una vez en el bosque, extravían el camino de regreso. Y, al cabo del tiempo, después de ser internado, a los cincuenta y un años, en los hospicios de Waldau y Herisau, escribe sus microgramas, con letra cada vez más pequeña, que traza cada vez más despacio. Libre en su exilio social, vive un presente sin historia.

«El día de Navidad de 1956», escribe J. M. Coetzee, «la policía de la ciudad de Herisau, al este de Suiza, recibió una llamada: unos niños se habían tropezado con el cuerpo de un hombre muerto por congelación en un campo nevado. Cuando llegó a la escena, la policía primero tomó fotografías, luego retiró el cuerpo. El difunto no tardó en ser identificado: era Robert Walser, de setenta y ocho años de edad, interno desaparecido de un hospital mental de la zona. Las fotografías de la policía mostraban a un anciano con abrigo largo y botas, despatarrado sobre la nieve, los ojos totalmente abiertos, la mandíbula floja».

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