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José María Valverde (aquel que magistralmente tradujera el Ulises de Joyce) no solo realizó una traducción encomiable de ese monstruo de la literatura estadounidense titulado Moby Dick, sino que además, en medio de dicha labor, se encargó de escribir una interesantísima introducción a la imponente novela de Melville.
Leyendo los primero párrafos del escrito de Valverde, encontramos una llamativa mención a la labor del siglo XIX de acuñar la imagen del genio clásico o de la obra monumental de cada nación. La operación se habría iniciado primero en Inglaterra, señalando a Shakespeare como elegido. España, justificadamente, designó a Cervantes. Italia se debatió entre el Dante y Manzoni. Francia, según Valverde, habría fracasado en el intento de señalar a Voltaire como estandarte. Por último, Estados Unidos, tardía y ocurrentemente, tuvo que esperar hasta los inicios del siglo XX, hasta la posguerra de la Primera Guerra Mundial, para otorgar a la novela del leviatán blanco el título de obra suprema estadounidense.
La postulación de Roa Bastos como hombre clásico de la literatura paraguaya podría ser materia de otro artículo. No obstante, en este escrito, sin pestañeo alguno, me gustaría comentar que cada vez que me ha tocado participar en una conferencia, en una feria del libro, en algún encuentro de escritores que se celebrase fuera del país, el nombre de Augusto Roa Bastos es el primero que se pronuncia al hablar de literatura paraguaya, y Yo El Supremo, el libro de referencia obligatoria.
¿Es merecida esta mención ineludible? Pienso que sí, sobre todo por razones estéticas que van más allá de la publicación y lectura de un libro. No son pocos los que afirman que, entre los escasos intentos joyceanos en lengua española (Gran Sertón: Veredas, Rayuela, Paradiso, Los pasos perdidos, De dónde son los cantantes y alguno más), Yo El Supremo ocupa un lugar primordial. Así como el Ulises procuró trasladar la maquinaria y los laberintos de la mente a la palabra escrita, valerse de la música, de los contrapuntos, de las aliteraciones, de los retruécanos, de los neologismos, de la construcción de palabras telegráficas, del agotamiento de los recursos para fundar una prosa viva y orgánica que se desprendiera y se elevara del resto de las de su época, Roa Bastos optó por destruir con éxito los presupuestos de un discurso narrativo convencional, para crear la identidad de su obra. Roa eligió violar la integridad de las palabras, aglutinándolas y desbastándolas con objetivos impredecibles. Roa Bastos atacó sin piedad los pensamientos del personaje central de su novela, incluso tomó la decisión de demoler la unidad emocional del libro, en el que palpitan las inquietudes tanto de un Paraguay del siglo XIX como de aquel país nuestro de hace cuatro décadas. Roa extrae y utiliza la savia de los historiadores (como Rengger, Robertson, Chávez), e igualmente la de poetas (Baudelaire, Conde de Lautréamont). Roa se vale de voces invisibles, de pensamientos entrecruzados, de hechos irrebatibles para discutir la manera de entender el nacimiento de una nación, de un pueblo, para intentar descifrar las ansias de un Dictador impenetrable, inolvidable.
Se habla de la novela del Poder, de la concepción misma del Poder. Podrían darse innumerables motes al Yo El Supremo.
Considero que su valor estético fue el que convirtió a esta novela en una cumbre de la literatura mundial. Y como todo ascenso a una cumbre altísima, el acceso al libro es arduo, complejo y fascinante. Y como toda cumbre altísima, esta novela se ganó la virtud de ser vista desde lejos, desde todas partes del mundo.
Esa virtud, ese mérito, ese aporte a la literatura paraguaya, convierte a esta cumbre en algo inmortal, y a la vez supremo.
jrbiedermann@gmail.com