Una botellita de tierra roja (II)

Hoy, domingo 9 de noviembre, es el centenario de uno de los más importantes escritores paraguayos en lengua guaraní. Aquí, la continuación de la semblanza, cuya primera parte publicamos el domingo pasado, de la vida y la obra del autor de «Minero Sapukái», de «Che Mbo’eharépe», de «Che jazmín», de «Ha Che Retã Paraguay», de «Ñande rekove» y de muchas más letras de otras tantas célebres canciones: Teodoro Salvador Mongelós, el «Poeta de los Humildes» (1914-2014).

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EN LA GRANJA

Antes de cumplir diecisiete años, Teodoro se alistó como telegrafista del tercer cuerpo del ejército, Nanawa, y fue a la guerra, en el Chaco. Al terminar el conflicto, fue desmovilizado con el grado de sargento primero. De esto supimos en un encuentro de músicos, poetas y personas con ganas de desentrañar incógnitas de los referentes de la cultura popular de nuestro país, en un lugar paradisiaco conocido como «La granja», en el kilómetro 35 de la Ruta II, donde dicen que vivió muchos años oculto uno de los doce tripulantes del avión bombardero Boeing B-29 que lanzó la primera bomba atómica (que mató a más de ciento cuarenta mil personas) sobre Hiroshima, el Enola Gay.

El encuentro era parte de los paneles y debates del Festival del lago Ypacaraí. Y Teodoro era un misterio, una pasión, pero también una fuente de posiciones encontradas y de anécdotas llamativas. Entre estas, dicen que en 1940 Emiliano R. Fernández, tomando, acodado en un mostrador, una cañita en un bar de las orillas asuncenas, le cuestionó la figura literaria Nde resa kuarahyãme: son las pestañas, le dijo, las que dan sombra a los ojos. A lo que el joven Teodoro respondió que le extrañaba que un maestro no supiera que eso era lenguaje poético. El «Tirteo verde olivo» le dio a entender que solo estaba probando su dominio del oficio. Luego hablaron de poesía, de mujeres y de la guerra y salieron desafiantes al amanecer, abrazados, algo tambaleantes, eufóricos y liberados por el alcohol y los cigarros, como todos los que los que tienen vocación de horizonte.

«Emilianore» y Teodoro volvieron a enfrentarse por la publicación del furibundo poema social Ñande rekove (que después tuvo música de César Medina y Virgilio Centurión), que el ypacaraiense publicó en la revista musical Ysyry, pero pronto olvidaron este altercado, como dice Roberto Romero en Emiliano R. Fernández. Mito y realidad (Asunción, Ed. Kallsen, 1988), por la mutua simpatía y «la admiración que se profesaban».

También se habló de su fascinación por el universo mágico de las veladas, los actores populares como José L. Melgarejo, los carros semejantes a los del teatro griego de la Antigüedad, los caminos y la felicidad infinita de tener un escenario con la amplitud del universo. Y también se trató en aquel encuentro de Teodoro como una de las voces de aquellos que hablan por los que no tienen voz –como Rafael Barret, de la «prosa centelleante y cargada de ideas», Delfín Chamorro, que pregonó «la feliz redención, adoptando por patria la tierra», Julio Correa, Félix Fernández, Campos Cervera, Ortiz Guerrero, Víctor Montórfano o el mismo Emiliano, por recordar a algunos que fueron tema de debate, o como Brecht, Guillén, Eluard, Lorca, Ho Chi Minh, Neruda, Pavese, Vallejo, Bandeira o Gabriel Celaya, que decía que «nuestro cantar no puede ser sin pecado adorno», por nombrar unos cuantos que demuestran que no estaba solo en la batalla–.

Fue motorman: condujo nuestros hoy ausentes tranvías asuncenos. Fue libretista de radio Teleco. De esa jornada salí obnubilado y contento de haber descubierto a alguien que había seguido escribiendo, insobornable, sus poemas testimoniales. En el gobierno de Federico Chávez alcanzó el Parlamento, como representante nacional, pero sus ideas le valieron el exilio, y en San Pablo, Brasil, se le derrumbó toda la vida, la sentimental, la política y la económica. Habrá dormido bajo los puentes con otros menesterosos de esos que escupen las grandes urbes, mirando las luces de las ventanas de los edificios de departamentos donde se supone que hay confort, calor y familia, y aun así, dicen los que lo vieron, no claudicó. Aferrado al tabaco y a su botellita de tierra, se mantuvo acurrucado, temblando, en la soledad, pero con esperanzas.

EL 9 DE NOVIEMBRE

Casualmente, una fotografía de Mirna Veneroso, la actriz de la compañía de teatro de Julio Correa, dueña de los ojos que deslumbraron a Teodoro y cuya belleza «tentaba a descansar bajo sus sombras en la eternidad», según decía el vate enamorado, fue motivo de una inusual comparación cuando fuimos invitados por Ismael Ledesma a una función en La Maison de L’Amerique Latine, en el 217 del boulevard de Saint-Germain, en París. Un trío de jazz, del que era parte el arpista compatriota, interpretó Ne me quitte pas («No me dejes»), la bella y desesperada canción de amor del belga Jacques Brel inspirada por su amante, la artista Suzanne Gabriello, «Zizou», cuyo retrato sepia, de los años 50, estaba en el cartel de anuncios del local. Nos dio un no sé qué en la piel la semejanza entre ambas musas, la francesa y la paraguaya. Comprendimos perfectamente los efectos de los amores prohibidos que enloquecen a cualquier hombre.

Las semejanzas están en todas partes y uno las encuentra en cualquier lugar del mundo. El 9 de noviembre, día del nacimiento de Teodoro, pero el 9 de noviembre de 1989, con otros dos compatriotas becados por el Gobierno alemán, presenciamos la histórica caída del terrorífico muro de Berlín entre una jubilosa multitud. Y en ese momento escuchamos en nuestro interior aquella parte de The wall, de Pink Floyd: All in all it’s just another brick in the wall / All in all you’re just another brick in the wall («A fin de cuentas, es solo otro ladrillo en la pared /A fin de cuentas, solo eres otro ladrillo en la pared»), y aquellos versos: Repo rejetyvyro, ha upévo tove toso, hasy peve pe ne sa («Saltar y sacudirse, para soltar al fin, después de mucho, tus cadenas»), de Ha che retã Paraguay, de Teodoro. De Teodoro, que se deshizo en humo a los 51 años, el 20 de mayo del invierno de 1966, en San Pablo. Cuyos restos no pudieron ser repatriados durante mucho tiempo, porque las dictaduras tienen miedo de los poetas muertos, y que se quedó en Foz de Yguazú hasta setiembre de 1994. Pero ni siquiera después de haber pasado a otra dimensión pudieron quitarle la botellita de tierra roja.

jpastoriza.2008@gmail.com

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