Una botellita de tierra roja (I)

Primera parte de una animada, vibrante y original semblanza de la vida y la obra de uno de los más importantes escritores paraguayos en lengua guaraní, el autor de «Minero Sapukái», de «Ha mboriahu», de «Ñande rekove» y de muchas más letras de otras tantas famosas canciones, muerto prematuramente y en el exilio pero recordado ya para siempre como el «Poeta de los Humildes»: Teodoro Salvador Mongelós (1914-2014), en este año de su centenario.

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TIEMPO DE PREMONICIONES

Noviembre de 1970, tiempo de premoniciones. Sobre todo, políticas. Sobre la calma chicha de la tarde-noche asuncena, se escuchaba a la distancia una canción que no se despegará de nuestra piel: Che Jazmín, de Epifanio Méndez Fleitas y Teodoro S. Mongelós, en la versión del cantor Oscar Escobar.

Estábamos en el viejo edificio del Teatro Municipal (con sus fantasmas, que vienen de la época de Molière, y sus brujas, una superstición de Shakespeare), ensayando, como extra, Doña Rosita la Soltera, de García Lorca, con el grupo Teatro Popular de Vanguardia, y esa voz –Nde poty morotîmíme che jazmínpe rohenóiva («Mi jazmín, así te llamo por tus blancas florecillas»)– se entrelazaba con las cosas desde algún tocadiscos que raspaba la púa sobre un crepitante disco de vinilo.

Ahí fue que Rudy Torga (Gabino Ruiz Díaz), que dirigía aquella superproducción teatral, me dijo: «Esa poesía, mitã’i, es de Teodoro Salvador Mongelós, de tu valle; escúchale atentamente, y lo que es más, seguile los pasos, que te va a abrir senderos insospechados».

Así supe de aquel hombre nacido en Ypacaraí el 9 de noviembre de 1914 y cuya obra me deparó tantas emociones en mi modesto trabajo de periodista –o, mejor dicho, de detective atolondrado que persigue mitos, o algo así–.

Escribió Che jazmín cuando, superados siete años de la implacable vigilancia de cancerbero de su suegra, al fin consiguió la más preciada flor de su novia virgen del barrio Vista Alegre, hoy inmediaciones de Rodríguez de Francia y Estados Unidos, muchacha cuyo nombre nunca reveló, por respeto y caballerosidad de los de antes. Algunos afirman que era una monja recluida en un convento, pero nadie lo sabe con precisión, o nadie quiere contarlo.

Dicen que ni Epifanio Méndez Fleitas (que era entonces jefe de Policía), su coautor, ni el músico y compositor César Medina, que aquel día estaban en el Lido Bar tomando soyo, podían creer lo que, en un estado casi etéreo, les pasó Teodoro, un arrugado manojo de versos sobre aquel frenesí de blancos muslos furtivos en la breve oscuridad del zaguán de jadeos de una modesta casa con aljibe. Que lo decía todo sin decir nada. Ndehegui ko che arekóma peteî mba’e hepýva, ha oje’ove’ÿva’erãma che py’águi marove («Yo de ti conservo intacta una prenda invalorable, de la cual ni la tumba me habrá de separar»). Aquel día de bruma, el poeta me habló al oído.

EN LA VIEJA TACUARAL

Es difícil, a estas alturas, pensar en Teodoro Salvador Mongelós de niño, en el humeante paisaje ferrocarrilero de la vieja Tacuaral. En la fiesta de la llegada de los trenes repletos de gente y mercancías que animaban las calurosas jornadas. En las filas de más de diez cuadras de vianderos que esperaban la señal del almuerzo en la fábrica de aceites Manuel Ferreira y La Fabril –eran tantos, que las comidas llegaban a destinatarios equivocados, motivando romances insólitos, cuentan los testigos de entonces, pues, en aquella confusión babélica, la vianda de uno la abría otro, iniciando incluso alguna relación sentimental con la mujer ajena–. En los adustos caudillos cabalgando por las calles polvorientas en enormes caballos, con pistolas al cinto. En el Fort T asmático de la familia Neumann. En las cabezas de tigres e hipopótamos traídas de sus cacerías africanas por el millonario Silvio Pedretti. En la protesta de la población por el precio de la energía eléctrica de los Vargas Peña, que tumbó columnas.

Busqué en vano el sitio donde germinó el arandu ka’aty de Tacuaral. Nadie puede explicar en qué punto –quizá ahí donde se fueron apagando de a poco las luces de los últimos almacenes de ramos generales– de ese paisaje estaba el rancho «de paja y adobe que le vio nacer». Ni siquiera Yoli Morínigo, juglar contemporáneo y estudioso que conoce toda su obra, ni Ramonchí Rembevo, sabio habitante de las casas de cartón y chapa de zinc de la Chacarita y entendido, por ejemplo, en la poesía del andaluz Luis Cernuda y en la estética del guaraní de Epifanio. Como seguramente nadie lo sabe, pongamos que nació en todos los barrios y compañías de la vieja Tacuaral, porque así son estos seres luminosos.

Teodoro quedó huérfano a temprana edad (su madre fue Catalina Mongelós). Eso sí, que fue bautizado el mismo año de su nacimiento está anotado en el libro 6 del folio 45 en el juzgado de paz local. A partir de ahí, soportó los rigores de la pobreza, que más tarde expuso en los versos sobre los olvidados de la patria que le valieron el título de «Poeta de los humildes». Era observador de penurias y protagonista de situaciones que orillaban la humillación y el hambre. Le marcó la muerte de la niñita de la calle arrollada delante de él por un camión tumba manejado por un desquiciado, y que, tratando de salvar a su muñeca de trapo, quedó aplastada pero con una sonrisa en los labios.

POLÉMICAS Y CONCILIÁBULOS

Su maestra de la escuela República de Honduras (en la que estudiaría más tarde Luis Osmer Meza, o Paraná, a secas) decía que solo le interesaba contar cuántos versos tenía un poema, por lo que sus compañeritos lo llamaban tavyrón (bobo). Después entró en la escuela República de Costa Rica, de Itá, le regaló a su maestra flores de la humilde planta de typycha hû y le prometió que le dedicaría un poema cuando fuera grande. Así lo hizo: Che mbo’eharépe, para la señorita Eloísa Galeano, profesora de cuarto grado en 1928. Al menos eso refiere Sabino Delvalle, uno de los hijos de la musa iteña. Pero sobre la identidad de la persona a la cual Teodoro dedicó este poema existe una polémica de la cual me habló Rudi Torga y que merece un párrafo aparte.

Algunos sostienen que fue escrito a pedido de Epifanio Méndez Fleitas, que una tarde de verano de 1950 se reencontró con su maestra de la escuela San Solano, compañía de San Pedro del Paraná, Selmira Chamorro de Chilavert, que Teodoro concluyó la copla en menos de una hora y que «Epí», como se conoce al caudillo y músico, le puso música enseguida ensayando los acordes primeros en su guitarra. Esto afirma, por ejemplo, el cantante y compositor José Magno Soler, que cita como fuente a César Medina y a otros integrantes del legendario conjunto San Solano, que fueron testigos del hecho. Sin embargo, Teodoro aseguró después que era un homenaje a sus maestras.

En los años 70 hubo en Tacuaral una quema de libros. Fue en un asalto de pyrague y garroteros alcoholizados y pichicateados hasta la demencia, que, rompiendo y secuestrando todo, hasta las rosas de plástico de un jarrón, y, lo que es peor, defecando en el piso y escribiendo «Putos» en las paredes, una madrugada irrumpieron en la biblioteca popular fundada por estudiantes y librepensadores de Tacuaral, que tenía lecturas consideradas «subversivas» por el régimen (como, increíblemente, El principito, de Antoine de Saint-Exupéry, o la Introducción a la mediología, de Régis Debray, el filósofo francés famoso porque siguió al Che Guevara hacia las sierras bolivianas) y valiosos manuscritos inéditos, de puño y letra de Teodoro. Aquel hecho, del que casi nadie habla, me dio una cabal idea de la potencia de la poesía de este hombre que fumaba interminablemente y que escribió Ha mboriahu, reisu’úva anga opaite mba’e, hipa Tupã, peichaite ra’e orembojuavy («Oh pobre, que lo soportas todo, ¿cómo es posible que Dios nos haya hecho tan desiguales?»).

Teodoro, llevando consigo una botellita llena de tierra roja paraguaya, sobrevivió a los sufrimientos, naufragios y estragos de la dictadura y siguió de pie en medio de la tempestad de su espíritu sin raíz en Argentina, Brasil, Alemania y Venezuela. «Absolutamente solo y con precarios recursos, pero nunca mendicante, y de rodillas jamás», dijo Óscar Mendoza, cantante de José Asunción Flores, en un conciliábulo en el desaparecido bar Tokio, sobre la avenida Eusebio Ayala, en los alrededores del Mercado 4, cierta noche en la que varios apasionados contertulios versados en Teodoro, Emiliano y Carlos Miguel batimos el récord Guinnes de la fila de envases vacíos de cerveza más larga del mundo.

(El final de esta historia llega el próximo domingo)

jpastoriza.2008@gmail.com

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