Un viejo en tono lúgubre clamaba

El Tratado de 1750 entregó a Portugal territorios en América y dispuso el desalojo de siete pueblos de las misiones de la provincia del Paraguay. Quienes permanecieran en ellos se convertirían en esclavos.

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A pesar de las prisas que tenían los portugueses por ocupar los nuevos territorios que sumarían a sus posesiones en América, el desalojo de los indígenas que habitaban siete pueblos –San Luis Gonzaga, San Nicolás, San Francisco de Borja, San Miguel, San Lorenzo, San Juan Bautista y Santo Ángel– de los treinta que constituían las reducciones del Paraguay, se volvía cuesta arriba. Las indicaciones de Portugal eran muy claras: evacuar estos pueblos y tomar posesión de ellos sin indígenas, a quienes no querían. En caso de que permanecieran, dejarían de ser hombres libres para convertirse en esclavos sin ningún derecho, ni siquiera el de poseer una casa, algunos animales para su manutención o un pequeño sembradío.

La resistencia de los indígenas a dejar sus pueblos es comprensible, ya que ellos y sus antepasados los habían habitado por más de siglo y medio. Además, no se trataba de pequeños caseríos con construcciones precarias hechas de adobe y paja, sino de sitios bien urbanizados con miras a una existencia que giraba en torno a la vida religiosa, con construcciones de piedra de sillería y techos de tejas. Es decir, todo lo que no era piedra era material cocido.

No hay que extrañarse de que, ante la presión para que abandonaran esos sitios por parte de los portugueses y de los comisarios reales enviados por España, se registraran algunos hechos de violencia. Algunos muy graves, como el de un alcalde que estuvo a punto de ser muerto por su propio hijo por haberse manifestado públicamente en favor de la mudanza. El episodio no llegó a más porque la flecha disparada no dio en el blanco.

«Todo lo hasta aquí referido –escribe el padre Juan de Escandón en un relatorio dirigido al padre provincial– pasó en las misiones y provincia el año de 1752. En los principios del 53, estando aún los cuatro dichos pueblos en el tal cual propósito que hicieron de mudarse, ordenaron los de San Miguel una devotísima procesión de penitencia y disciplina de sangre que podía enternecer a las más duras penas, y a cualquier corazón humano que no fuese más duro que ella. En dicha procesión o rogativa pública que ellos allá a su modo y sin intervención ninguna de los padres, se idearon y formaron; iba todo el pueblo en un sumo silencio sin oír más ruido que el de los azotes y de cuando en cuando la voz de un venerable viejo, que en tono lúgubre clamaba al cielo que se compadeciese de la aflicción en que todos estaban, y allá en su lengua en composición y métrica suya cantaba varias sentencias, o lamentaciones muy semejantes a las que hacía le pueblo de Israel o por él sus profetas, cuando se hallaba oprimido de calamidades y enemigos; y luego que el buen viejo hacía pausa respondía todo el pueblo también en alta voz pidiéndole a Dios misericordia, ayuda, consuelo y acierto en lo que mejor les estuviese para su santo servicio y bien de sus almas en aquella su grande aflicción en que los viera. Así empezó y prosiguió y acabó su procesión o rogativa, sin que antes, ni después de ella se dejasen hacer aunque poco a poco a su modo las diligencias y prevenciones para su prometida mudanza, ni omitir ninguna de las que los padres les aconsejaban como más necesarias para el intento» (1).

«Este de San Miguel y el de San Juan eran los dos pueblos que habían prometido la mudanza, si se les daba tiempo cómodo y necesario para hacerla con racionabilidad, y sin tropelías e inmoderadas prisas. El de San Juan no señalaba el tiempo, que se había de dar; sino sólo pedía el que le fuese necesario. El de San Miguel pedía el tiempo de cinco años no para empezar sino para acabar de mudarse; lo que el padre comisario así como no lo podía conceder, ni lo esperaba conseguir de los comisarios reales, tampoco casi lo podía oír con paciencia. Aunque en realidad no era sobrado ni excesivo el tiempo de los cinco años que pedían, si se considera por una parte la innata lentitud de los indios, y por otra lo mucho que había que hace para que dicha mudanza se hiciese con la forma que convenía y con la comodidad y racionabilidad debida, fundando primero algún tal cual pueblo en el ya asignado paraje con su bien grande y capaz iglesia, aunque ínterin y de prestado, haciendo también sus tales cuales plantíos, abriendo de nuevo tierra y bastantes sementeras en ella para todo aquel grande pueblo, que si no pasaba llegaba por lo menos a 1.300 familias compuesta de seis a siete mil almas, que se habían de transportar allá con todos sus muebles y semovientes» (2).

«Allá, digo, cosa de 30 leguas de Buenos Aires que dista 200 leguas del primer pueblo de las misiones, que es el Yapeyú, y este del de San Miguel dista aún otras 61; de donde con evidencia se saca que el sitio a donde debían de ir a poblarse de nuevo por el camino ordinario dista más de 230 leguas; las que se habían de caminar todos con el embarazo de todos los muebles, que el pueblo había de llevar consigo por tanto o más trecho, que así en España hay, desde el mar Cantábrico al Mediterráneo, o estrecho de Gibraltar atravesando de parte a parte toda dicha España. Y aunque los otros bienes semovientes no todos distaban tanto, bien que algunos distaban lo mismo pero los que menos distaban no distaban menos que 140 leguas del paraje a que se había de trasladar o transmigrar. Y quien no vería todo esto no serían sobrados los dichos cinco años» (3).

«Después de todo esto que no se le podía esconder al padre comisario por las prisas que a su reverencia de Castillos se le daban, no cesaban sus instancias desde Santo Tomé sobre que cuanto antes y sin perder instantes (que solía ser su más común modo de explicarse en esta materia) saliesen de San Miguel 400 indios por lo menos al término de su transmigración, para ir disponiendo allí habitaciones para sí y para sus familias, y para todas las otras que les habían precisamente de seguir no con el moderado espacio y cómodo tiempo que dicho pueblo pedía, sino con las urgentes prisas que querían los comisarios reales de ambas coronas, cuyas voluntades el padre no podía impedir aunque quisiese» (4).

Notas 

(1) Legajo 120, 54, Archivo Histórico Nacional de España, Madrid.

(2) Ibid.

(3) Ibid.

(4) Ibid.

jesus.ruiznestosa@gmail.com

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