Un siglo con Jack Wilson (1917-2017)

Lo bautizaron como John Burgess Wilson, recibió en su ceremonia de confirmación católica su segundo nombre, Anthony, de niño lo llamaban Johnny Eagle y Little Jack, sus libros los firmó como Anthony Burgess y Joseph Kell y todos lo recordamos como Anthony Burgess. Por proliferar tanto en sus otros personajes y por tanto jugar con sus otras personalidades lo despidieron del diario en el que trabajaba, el Yorkshire Post, cuando se descubrió que había reseñado un libro suyo aunque firmado por Joseph Kell, uno de sus seudónimos de entonces. Y eso a pesar de que su crítica del libro había sido demoledora.

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Cuando le diagnosticaron un tumor cerebral a los cuarenta y pocos tacos y le dieron un año de vida, se sentó a escribir para que al cabo de los 365 días que le quedaban tuviera algo que editar de modo que su inminente viuda pudiera vivir de los derechos de autor de su obra.

Pero el viudo fue él, porque a Lynne, luego de mucho vivir y de más beber, se la llevó la cirrosis.

Burgess se volvió a casar y no dejo de escribir tras la partida de su amor galés, cuya trágica historia, convertida en pesadillesca carcajada loca, en La naranja mecánica es relatada por su verdugo, el psicópata simpático y elocuente, amado y odiado en cuyo pellejo, por gracia de la locura, supo Burgess entrar.

Y con el cual compartía apetitos esenciales, «el amor a la música, el amor al lenguaje, el amor a la violencia». Amor uno y trino en su escritura pues su melomanía no está tanto en las –explícitas, cuantiosas– referencias musicales que la pueblan cuanto en la potente estructura.

La versión clásica en español (me refiero a la del sello Minotauro; no tengo el nombre del traductor, pues un día de triste memoria perdí en ilusa y vana empresa mi ejemplar) se ha prestado a algún equívoco encantador, y a más de un feliz desliz en gran medida ha contribuido el anónimo autor de los subtítulos en castellano de la adaptación al cine dirigida por Stanley Kubrick. Así, en el relato que hace en primera persona de Alexander de Large, con frecuencia un «bolche veco» es tomado por un «bolchevique» (y no por lo que es, un tipo –un «veco»– grandote –«bolche»–).

«Bajo la prosa de Nabokov, la de Burgess o la de mi padre», escribió Martin Amis, «la frase inglesa se descubre como un metro poético». De su padre, pianista de taberna, y de su madre y su madrastra irlandesa, bailarinas de music-hall, aprendió quizás Burgess a respirar el humo de los pubs. «Un pub», decía él, «es un lugar donde todas las barreras sociales se vienen abajo».

Y de un pub tomó el título de La naranja mecánica (A Clockwork Orange), o más bien de la expresión «cockney» que escuchó en un pub: «Tan raro como una naranja mecánica», «As queer as a clockwork orange», imagen de una perversión tan extrema, recordaba él, que llega a «subvertir la naturaleza» y convertir una fruta en un robot.

Tal vez también de su familia de artistas de taberna aprendió a vivir rodeado de música, y quiso ser ante todo, y fue –tengo entendido que con poca fortuna– compositor. Mas si destaca como traductor y tiene momentos felices como crítico, es como escritor que Burgess resulta fundamental. Hay un antes y un después de su virtuosa literatura irreverente, de su emocionante acrobacia verbal, que hizo del lenguaje teatro de sus pasiones, arriesgado espectáculo y, aquí sí, rotunda canción; napoleónica o no, gran sinfonía.

Esa literatura, uno de cuyos títulos, la citada –bellísima– novela La naranja mecánica ha pasado a ser parte de la cultura de masas y banco de imágenes para la iconografía pop desde su adaptación cinematográfica. Pero Anthony Burgess dejó treinta y tres novelas, más de veinte libros de diversos temas, no de ficción, tres sinfonías –la última concluida diez días antes de morir– y más de doscientas piezas musicales y cientos de ensayos, libretos, guiones y artículos.

En Novelas y novelistas: el canon de la novela, Harold Bloom lo llamó uno de los escritores británicos más subestimados de la historia de la literatura y apuntó que tendría que ser recordado por el cuarteto de Enderby ante todo, pero cuesta llegar a un acuerdo sobre lo mejor o lo más importante de tan diversa cuan rica producción –el poco visitado inicio con la llamada Trilogía Malaya (publicada entre 1956 y 1959), el paso por el bestseller (o lo más próximo a un bestseller, presumo, que publicó) con La naranja mecánica (1962), la desconcertante sutileza escatológica, la exquisita poesía obscena de la serie de Enderby, las histéricas novelas históricas sobre Cristo, Christopher Marlowe, Napoleón, etcétera, etcétera.

Políglota –hablaba chino, sueco, persa y varios idiomas más–, creó dos lenguas, futura (o distópica) la una, el nadsat, de bárbaros ritmos, prehistórica la otra, el ulam –esta para la película En busca del fuego (1981)–. Juego lingüístico, erudición, vena de sátira y de sátiro, ingenio y salvaje elegancia distinguen una de las obras más inteligentes de los últimos siglos, vibrante de música, ferocidad y arrojo. Este es el año de su centenario. Sin desdén ni piedad, lamento ni panfleto, chapoteó en los charcos de la calle y recogió la voz tonante y viva del idioma y la ruda canción tabernaria del sufrimiento y la miseria de modo tan real que sus libros permiten reír de todo ello tanto como la vida (ah, esa escena de El doctor está enfermo en la que los amigos cruzan el barrio londinense de jamaiquinos buscando a su perro, Nigger, al que llaman a gritos por su nombre mientras los inmigrantes van saliendo uno a uno con la didáctica intención de enseñarles cortesía a palos). Tocó los límites del mal y de la libertad en La naranja mecánica sumiéndose en el trágico ataque sufrido por su amada a manos de cuatro bestias en la calle. ¿Quién podría hacer algo como eso? «Gracias» es pobre palabra para tan grande locura. Pero gracias.

montserrat.alvarez@abc.com.py

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