Un poema premonitorio y un pasillo de hospital

El escritor paraguayo Ramiro Domínguez, nacido en Villarrica en 1930 y miembro de la llamada «Generación del 50», falleció durante la madrugada de este miércoles 31 de enero en Asunción a los 87 años de edad.

/pf/resources/images/abc-placeholder.png?d=2059

Cargando...

Hoy, más que nunca, la medicina es política. En las sociedades contemporáneas, cuyas elites parecen haber decidido abandonar al grueso de la población del planeta (y al planeta) a su suerte, en general, y en Paraguay, cuyo Estado hace otro tanto con la suya, en particular. Son dos aspectos del mismo fenómeno: la expansión del capital, al fin postulada como un fin absoluto, por encima de todo, y en nombre de la cual un poder no exclusivamente estatal decide quién vive y quién muere, y cómo. Economía de la muerte que regula las relaciones de producción y por la cual empresas y Estados toman el control de la vida como recurso. Control, en última instancia, también y ante todo del cuerpo, que, tasado en tanto mercancía y en términos de fuerza de trabajo, queda tácitamente definido como intercambiable y como desechable, definición que aniquila la integridad de la persona, que alguna vez se pensó –así, Boecio– única.

En este proceso, la privatización de lo público, por la cual funciones en principio estatales van siendo delegadas en particulares y entidades privadas con fines de lucro, supone, de parte del Estado, desentenderse en la práctica de los derechos de los cuales es garante en teoría. El viejo Estado-nación, con su territorialidad y su soberanía, declina: el capital no tiene banderas –algo coherentemente expresado en la frase «usen y abusen» por el actual presidente de este país–, y la democracia fraudulenta sucede al modelo estronista en un siniestro escenario, el de hoy, el nuestro, donde la aniquilación económica es literalmente aniquilación vital.

El año antepasado, el actual gobierno paraguayo promulgó una ley que permite el uso de fondos del Instituto de Previsión Social (IPS) para obras públicas. Este instituto debe ser un banquete: cada mes, desde la década de 1960, cada trabajador asalariado aporta la cuarta parte de su sueldo a sus fondos –medida legal cuyo declarado propósito es proteger la salud de la población, y asegurar su retiro–. Pronto se hizo evidente que esta modificación de la carta orgánica del instituto –que incorporó, además, al Código Penal la evasión de los aportes– permitió entregar el manejo de los fondos de jubilaciones al sector privado. Así, mientras por un lado el instituto otorgaba préstamos de millones de dólares a la empresa de telefonía celular Tigo o al Banco Familiar, por otro lado su director anunciaba que no se admitirían nuevos asegurados que padecieran cáncer o diabetes, y al tiempo que sus fondos financiaban obras colosales, sus pacientes carecían de medicamentos.

Los fondos de jubilación, en suma, ya no están protegidos, y eso arriesga el futuro de miles de trabajadores. Y su presente. Por ejemplo, meses antes de la promulgación de esa ley, el instituto dejó a sus asegurados sin una pastilla, erlotinib, crucial en el tratamiento del cáncer de pulmón. Es cara; muchos no pudieron comprarla. Yo conocí a uno. Que ese mismo año de 2016, en octubre, murió, entre otros motivos, por ese: el periodista Vicente Páez. Su caso tuvo alguna repercusión porque el Sindicato de Periodistas de Paraguay presentó una denuncia contra el instituto. Alguna repercusión, no demasiada.

Quizá sea más amplia la repercusión del caso del profesor Ramiro Domínguez, antropólogo y escritor nacido en Villarrica en 1930, que durante la madrugada de este miércoles falleció a los 87 años después de esperar, sentado en una silla y sin aparato de oxígeno, desde las once de la mañana hasta las cuatro de la tarde del martes, una cama en el Instituto de Previsión Social, ser trasladado, por sugerencia de un médico, a una clínica privada, y volver después de medianoche, de emergencia, al IPS en una ambulancia. El Premio Nacional de Literatura 2009 y fundador del Centro de Estudios Antropológicos terminó sus días como muchos otros paraguayos cuyas muertes no son noticia: esperando un auxilio que no llegó, porque el aporte de los trabajadores no está bajo el control de los trabajadores, porque dejar morir a los ancianos, o a los enfermos de cáncer, o a los pobres, parece, desde cierto punto de vista –el que describíamos al inicio de estas líneas, y que forma parte de un proceso global–, más sensato que pagar jubilaciones y brindar atención médica y fármacos. Duro es decirlo, pero Paraguay se diría a veces triste, sordamente escalofriante, como una pesadilla, cuando se lo mira desde este ángulo. El barco que se hunde, las ratas que saltan, los que no pueden escapar, la muerte.

«Abel se hizo hacendado, 

y puso su establecimiento 

de Doña Juana hasta Rincón», 

escribió el profesor Domínguez en un poema que parece, retrospectivamente, ponerlo bajo el signo de Caín. Ese que «venía del hospital…»: 

«Caín, con cupos y créditos, 

iba siempre de mal en peor.

Si escapaba a la sequía, 

con la helada su cosecha 

se quemaba por la leña en el fogón.

Cuando volvía de la fábrica 

tenía a su puerta el arrendador.

Un buen día 

le trajo Abel sus abogados 

con títulos y una orden de expulsión.

Caín venía del hospital 

con un hijo muerto de larga tos.

No quiso entender de desahucios; 

ni estaba para argumento 

más largo que su facón.

A Abel se lo llevaron sangrando 

en el carro de su heridor. 

Caín escapó hacia Perulero, 

y lo anda buscando una comisión».

montserrat.alvarez@abc.com.py

Enlance copiado
Content ...
Cargando...Cargando ...