Un nuevo y lúcido ensayo de Benjamín Fernández

Y ahora qué es el nuevo libro del periodista, escritor y abogado compatriota, Benjamín Fernández Bogado. En nuestro país se presentó en la última feria del libro; en México, el pasado 11 de junio, y en Nueva York, el 13 de setiembre.

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En este volumen —como en el anterior A sacudirse, que le valió el Premio Municipal de Literatura el pasado año— el autor reflexiona con rigor y lucidez acerca de los problemas políticos. Del prólogo del libro, escrito por el ex presidente de la República de Bolivia, y también periodista y escritor, Carlos Mesa Gisbert, extraemos algunos párrafos que testimonian la importancia de la obra.Benjamín Fernández Bogado me hace un desafío    extraordinario, escribir el prólogo de un libro provocador.   

No pasaría de un ejercicio intelectual, si    no fuera que lo pide además de al amigo, a un ex presidente    latinoamericano, que bien puede y debe aceptar muchas de    las críticas que estas páginas plantean, no como mea culpa,    sino como lección aprendida.   

¿Y ahora qué? La pregunta es a la vez una afirmación.   

Hemos transitado por la democracia en este continente desde    que la comenzamos a recuperar a finales de los años setenta    del siglo pasado, hasta hoy. El resultado es en muchos sentidos    desalentador. Diré a modo de interpretación benigna que    el sólo hecho de que el libro salga publicado muestra que hemos    construido un escenario de libertad que nos permite ser    críticos sin temor, que es posible cuestionar el modelo, el sistema    y a sus protagonistas y que eso es un salto extraordinario    en comparación al pasado dictatorial. Pero podría ser un    consuelo no sólo tonto, sino peligroso por insuficiente.   

Democracia y política son instrumentos. Es un riesgo    confundir medios con fines, pero lo sería sobre todo si no comprendiéramos    que la construcción de esa democracia ayudó a    la formación de estructuras cerradas de poder que supusieron    que la representaban o que, para decirlo mejor, se apropiaron    de modo arbitrario de esa representación. Fue un proceso    en el que se pretendió que la democracia era de todos, cuando    no era verdad. Eso dio lugar a una acción de uso utilitario    y pernicioso las más de las veces.   

¿Qué ocurrió? Nos tocó en el comienzo de los ochenta    experimentar la desilusión del viejo modelo tercerista que se    había intentado ensayar antes de las terribles dictaduras militares.   

Nos tocó el éxito de la propuesta económica mundial    de Reagan y Thatcher que coincidió con la caída del Muro en    1989 y dio lugar al fin del socialismo real. Entonces, se iluminaron codiciosamente los ojos de quienes habían pedido a    gritos que el Estado no les diera una mano, sino que les quitara    las dos de encima. Se produjo entonces la fetichización    del mercado y de la economía abierta. Comenzó a planear    sobre las cabezas de nuestras naciones la palabra globalización.   

La fiebre duró buena parte de la década de los noventa    y construyó dos realidades importantes; partidos convertidos    en maquinas de fabricar votos, no en instrumentos de la política    como arte mayor y la conciencia cada vez más creciente    –no por injusta menos verdadera– de que la democracia era    un grupo de elite controlándolo todo y beneficiándose de    todo. La gente comenzó a cansarse. La teoría de que había    que ajustarse los cinturones para cosechar en el futuro, se    desvaneció. El futuro nunca llegaba...   

...Pero detengámonos un momento en esta lectura que    Benjamín hace con la precisión del microcirujano y reconozcamos    que se hizo también Política con mayúsculas, se buscó    fortalecer la institucionalidad, se intento construir mecanismos    que trascendieran las personas, se ordenó el Estado y se    lograron resultados importantes de reducción de la pobreza.   

Más de un país del continente encaró una línea de racionalidad,    continuidad y combinación importante entre economía    abierta y política social adecuada... Cierro la digresión con    la contra cara mencionada por el autor: Comparemos esos    logros con los de Singapur o Corea del Sur en un periodo    equivalente y volveremos muy pronto a la realidad.   

El agotamiento del modelo del llamado consenso de    Washington (una suma de recetas básicas de ajuste estructural,    pero sobre todo una profesión de fe), comenzó a golpear    severamente al continente. La privatización no era la panacea,    la reducción del Estado no trajo necesariamente más eficiencia,    la política no se hizo como un arte sino como un conjunto    de triquiñuelas y la corrupción siguió campeando. Vale para    los políticos, las elites y los medios de comunicación, (Benjamín    se refiere con agudeza a esta última cuestión).   
   
Llegó entonces el vendaval, un vendaval que dejó en la    mitad del camino a quienes no entendieron al despuntar el    siglo XXI que esa lógica no daba más de sí. Sigo pensando que    el desastre con el que se cerró el ejercicio de los noventa fue    una combinación de dogmatismo liberal y uso descarnado de    los beneficios para unos pocos.   

Desde fuera de las atalayas de esa fortaleza debilitada,    empezó la violencia. La política en las calles, se llamó, y lo    fue de hecho. Decenas de gobiernos sucumbieron frente a    quienes desde fuera del sistema lo atacaron y derribaron hartos    ya de estar hartos. La palabra neoliberalismo se convirtió,    como en el pasado las palabras imperialismo o fondomonetarismo,    en el sinónimo de todos los males de este mundo y los    por venir. ¡Neoliberales! fue el estandarte sonoro de guerra que quería decir: ¡ladrones, asesinos, desalmados, vendepatrias!,    etcétera, etcétera. Otra vez nuestro tan socorrido mecanismo    de los gritos sustituyendo a las razones.   

Populismo es la otra palabra que surge rápidamente, no    sólo desde quienes desbancados del poder miran esta nueva    marabunta, sino que es una forma de responder las insuficiencias    anteriores con recetas ya conocidas y probablemente    peores que lo que se pretende cambiar. Finalmente, los ciclos    de la historia son eso, ciclos, cambian las circunstancias, pero    no la naturaleza de las cosas ni de los seres humanos. La película    de liberalismo-estatismo-economía mixta-utopía socialista-    socialismo real-capitalismo salvaje-neo capitalismo, etcétera,    ya la vivimos en América Latina. En realidad la seguimos    viviendo.   

Benjamín Fernández Bogado reflexiona sobre cuestiones    de fondo, a propósito de las respuestas necesarias más allá de    esta rueda de la fortuna. ¿Qué es gobernar? ¿Por qué nos gobernamos    mal? No basta con mirar al pasado, sino, como él    hace, hay que diseccionar el presente. Gobernar es un arte,    como lo es la política. Después del concurso de popularidad    en el que se enfrascan muchos de nuestros mandatarios, después    de la venta de ilusiones, después de la retórica más o    menos bien pergeñada, dependiendo de quien la usa, después    de ese mesianismo que ofende, viene el desafío real; la gestión    de gobierno y allí detrás de las máscaras de los "grandes    líderes" que se pasean por los balcones mediáticos pontificando    sobre todo y sobre nada, aparece un autismo que    Benjamín Fernández Bogado retrata de modo certero y válido    para buena parte de nuestras naciones. Se debe gobernar, gestionar,    saber lo que es el trabajo de gabinete. Gobernar no es    volar en helicóptero, asistir al inicio de inciertas obras más o    menos imponentes, desarrollar astutas acciones para destruir    al adversario o manipular a las bases cooptadas de la sociedad    enamorada gracias a la efímera bonanza de precios de nuestras    materias primas. Más allá de esos juegos de abalorios, hay    que saber o aprender, hay que conducir, escoger bien a los colaboradores,    gestionar, entender que la política no es sólo la    maniobra, es abrir con buen espíritu espacios para el diálogo    y el debate democrático, hacer funcionar los poderes del Estado    como debe ser. Superar en suma el complejo de Adán,    "soy el primero, soy el único, antes de mi nada, después de mí,    el diluvio".   

¿Es eso el populismo? Aceptemos provisionalmente la    palabra aunque a estas alturas parece insuficiente para clasificar    a estos nuevos emperadores o nuevos incas que surgen en    América Latina, que creen que lo tienen todo y lo son todo y    que piensan de verdad que sin ellos nos hundiremos en la niebla    de la incertidumbre, cuando en realidad no hacen otra    cosa que confirmar que la crisis y la incertidumbre se han afincado    en nuestros corazones a golpe de cambios, vaivenes,    líneas erráticas, y esa curiosa mezcla –oximorón lo llama Benjamín–  de capacidad de seducción a las masas y oscuridad    interior en la que se debaten algunos de los gobernantes de la    región.   

¿Dónde está el error? El error está en jugar con la gente,    en creer y hacer creer lo que no se podrá lograr. No se puede    lograr democracia con elección indefinida de un presidente,    no se puede lograr democracia con el maquillaje de los bonos    (transferencias condicionadas) como único mecanismo de inversión    social, no se puede lograr democracia sin alentar la    capacidad productiva, sin ahorro, sin responsabilidad entre    ciudadano y Estado a través del tributo, sin resolver las razones    de la informalidad estructural de nuestras economías, no se    puede hacerlo destruyendo las instituciones esenciales de    la democracia, no se puede lograrlo personalizándolo todo. La    persona por encima de la estructura social no hará que    la estructura se sostenga. No se puede hacer democracia    inventando el mundo cada pocos años en forma de nuevas    constituciones. No se puede lograr con la violencia la exclusión    del adversario y no se puede construir ciudadanía con el    uso descarnado de las multitudes, convertidas en "movimientos    sociales" dispuestas a destruir todo aquello que se oponga    a lo que el líder quiere.   
   
Otra digresión. El escenario latinoamericano no es uniforme.
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