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En este volumen como en el anterior A sacudirse, que le valió el Premio Municipal de Literatura el pasado año el autor reflexiona con rigor y lucidez acerca de los problemas políticos. Del prólogo del libro, escrito por el ex presidente de la República de Bolivia, y también periodista y escritor, Carlos Mesa Gisbert, extraemos algunos párrafos que testimonian la importancia de la obra.Benjamín Fernández Bogado me hace un desafío extraordinario, escribir el prólogo de un libro provocador.
No pasaría de un ejercicio intelectual, si no fuera que lo pide además de al amigo, a un ex presidente latinoamericano, que bien puede y debe aceptar muchas de las críticas que estas páginas plantean, no como mea culpa, sino como lección aprendida.
¿Y ahora qué? La pregunta es a la vez una afirmación.
Hemos transitado por la democracia en este continente desde que la comenzamos a recuperar a finales de los años setenta del siglo pasado, hasta hoy. El resultado es en muchos sentidos desalentador. Diré a modo de interpretación benigna que el sólo hecho de que el libro salga publicado muestra que hemos construido un escenario de libertad que nos permite ser críticos sin temor, que es posible cuestionar el modelo, el sistema y a sus protagonistas y que eso es un salto extraordinario en comparación al pasado dictatorial. Pero podría ser un consuelo no sólo tonto, sino peligroso por insuficiente.
Democracia y política son instrumentos. Es un riesgo confundir medios con fines, pero lo sería sobre todo si no comprendiéramos que la construcción de esa democracia ayudó a la formación de estructuras cerradas de poder que supusieron que la representaban o que, para decirlo mejor, se apropiaron de modo arbitrario de esa representación. Fue un proceso en el que se pretendió que la democracia era de todos, cuando no era verdad. Eso dio lugar a una acción de uso utilitario y pernicioso las más de las veces.
¿Qué ocurrió? Nos tocó en el comienzo de los ochenta experimentar la desilusión del viejo modelo tercerista que se había intentado ensayar antes de las terribles dictaduras militares.
Nos tocó el éxito de la propuesta económica mundial de Reagan y Thatcher que coincidió con la caída del Muro en 1989 y dio lugar al fin del socialismo real. Entonces, se iluminaron codiciosamente los ojos de quienes habían pedido a gritos que el Estado no les diera una mano, sino que les quitara las dos de encima. Se produjo entonces la fetichización del mercado y de la economía abierta. Comenzó a planear sobre las cabezas de nuestras naciones la palabra globalización.
La fiebre duró buena parte de la década de los noventa y construyó dos realidades importantes; partidos convertidos en maquinas de fabricar votos, no en instrumentos de la política como arte mayor y la conciencia cada vez más creciente no por injusta menos verdadera de que la democracia era un grupo de elite controlándolo todo y beneficiándose de todo. La gente comenzó a cansarse. La teoría de que había que ajustarse los cinturones para cosechar en el futuro, se desvaneció. El futuro nunca llegaba...
...Pero detengámonos un momento en esta lectura que Benjamín hace con la precisión del microcirujano y reconozcamos que se hizo también Política con mayúsculas, se buscó fortalecer la institucionalidad, se intento construir mecanismos que trascendieran las personas, se ordenó el Estado y se lograron resultados importantes de reducción de la pobreza.
Más de un país del continente encaró una línea de racionalidad, continuidad y combinación importante entre economía abierta y política social adecuada... Cierro la digresión con la contra cara mencionada por el autor: Comparemos esos logros con los de Singapur o Corea del Sur en un periodo equivalente y volveremos muy pronto a la realidad.
El agotamiento del modelo del llamado consenso de Washington (una suma de recetas básicas de ajuste estructural, pero sobre todo una profesión de fe), comenzó a golpear severamente al continente. La privatización no era la panacea, la reducción del Estado no trajo necesariamente más eficiencia, la política no se hizo como un arte sino como un conjunto de triquiñuelas y la corrupción siguió campeando. Vale para los políticos, las elites y los medios de comunicación, (Benjamín se refiere con agudeza a esta última cuestión).
Llegó entonces el vendaval, un vendaval que dejó en la mitad del camino a quienes no entendieron al despuntar el siglo XXI que esa lógica no daba más de sí. Sigo pensando que el desastre con el que se cerró el ejercicio de los noventa fue una combinación de dogmatismo liberal y uso descarnado de los beneficios para unos pocos.
Desde fuera de las atalayas de esa fortaleza debilitada, empezó la violencia. La política en las calles, se llamó, y lo fue de hecho. Decenas de gobiernos sucumbieron frente a quienes desde fuera del sistema lo atacaron y derribaron hartos ya de estar hartos. La palabra neoliberalismo se convirtió, como en el pasado las palabras imperialismo o fondomonetarismo, en el sinónimo de todos los males de este mundo y los por venir. ¡Neoliberales! fue el estandarte sonoro de guerra que quería decir: ¡ladrones, asesinos, desalmados, vendepatrias!, etcétera, etcétera. Otra vez nuestro tan socorrido mecanismo de los gritos sustituyendo a las razones.
Populismo es la otra palabra que surge rápidamente, no sólo desde quienes desbancados del poder miran esta nueva marabunta, sino que es una forma de responder las insuficiencias anteriores con recetas ya conocidas y probablemente peores que lo que se pretende cambiar. Finalmente, los ciclos de la historia son eso, ciclos, cambian las circunstancias, pero no la naturaleza de las cosas ni de los seres humanos. La película de liberalismo-estatismo-economía mixta-utopía socialista- socialismo real-capitalismo salvaje-neo capitalismo, etcétera, ya la vivimos en América Latina. En realidad la seguimos viviendo.
Benjamín Fernández Bogado reflexiona sobre cuestiones de fondo, a propósito de las respuestas necesarias más allá de esta rueda de la fortuna. ¿Qué es gobernar? ¿Por qué nos gobernamos mal? No basta con mirar al pasado, sino, como él hace, hay que diseccionar el presente. Gobernar es un arte, como lo es la política. Después del concurso de popularidad en el que se enfrascan muchos de nuestros mandatarios, después de la venta de ilusiones, después de la retórica más o menos bien pergeñada, dependiendo de quien la usa, después de ese mesianismo que ofende, viene el desafío real; la gestión de gobierno y allí detrás de las máscaras de los "grandes líderes" que se pasean por los balcones mediáticos pontificando sobre todo y sobre nada, aparece un autismo que Benjamín Fernández Bogado retrata de modo certero y válido para buena parte de nuestras naciones. Se debe gobernar, gestionar, saber lo que es el trabajo de gabinete. Gobernar no es volar en helicóptero, asistir al inicio de inciertas obras más o menos imponentes, desarrollar astutas acciones para destruir al adversario o manipular a las bases cooptadas de la sociedad enamorada gracias a la efímera bonanza de precios de nuestras materias primas. Más allá de esos juegos de abalorios, hay que saber o aprender, hay que conducir, escoger bien a los colaboradores, gestionar, entender que la política no es sólo la maniobra, es abrir con buen espíritu espacios para el diálogo y el debate democrático, hacer funcionar los poderes del Estado como debe ser. Superar en suma el complejo de Adán, "soy el primero, soy el único, antes de mi nada, después de mí, el diluvio".
¿Es eso el populismo? Aceptemos provisionalmente la palabra aunque a estas alturas parece insuficiente para clasificar a estos nuevos emperadores o nuevos incas que surgen en América Latina, que creen que lo tienen todo y lo son todo y que piensan de verdad que sin ellos nos hundiremos en la niebla de la incertidumbre, cuando en realidad no hacen otra cosa que confirmar que la crisis y la incertidumbre se han afincado en nuestros corazones a golpe de cambios, vaivenes, líneas erráticas, y esa curiosa mezcla oximorón lo llama Benjamín de capacidad de seducción a las masas y oscuridad interior en la que se debaten algunos de los gobernantes de la región.
¿Dónde está el error? El error está en jugar con la gente, en creer y hacer creer lo que no se podrá lograr. No se puede lograr democracia con elección indefinida de un presidente, no se puede lograr democracia con el maquillaje de los bonos (transferencias condicionadas) como único mecanismo de inversión social, no se puede lograr democracia sin alentar la capacidad productiva, sin ahorro, sin responsabilidad entre ciudadano y Estado a través del tributo, sin resolver las razones de la informalidad estructural de nuestras economías, no se puede hacerlo destruyendo las instituciones esenciales de la democracia, no se puede lograrlo personalizándolo todo. La persona por encima de la estructura social no hará que la estructura se sostenga. No se puede hacer democracia inventando el mundo cada pocos años en forma de nuevas constituciones. No se puede lograr con la violencia la exclusión del adversario y no se puede construir ciudadanía con el uso descarnado de las multitudes, convertidas en "movimientos sociales" dispuestas a destruir todo aquello que se oponga a lo que el líder quiere.
Otra digresión. El escenario latinoamericano no es uniforme.
No pasaría de un ejercicio intelectual, si no fuera que lo pide además de al amigo, a un ex presidente latinoamericano, que bien puede y debe aceptar muchas de las críticas que estas páginas plantean, no como mea culpa, sino como lección aprendida.
¿Y ahora qué? La pregunta es a la vez una afirmación.
Hemos transitado por la democracia en este continente desde que la comenzamos a recuperar a finales de los años setenta del siglo pasado, hasta hoy. El resultado es en muchos sentidos desalentador. Diré a modo de interpretación benigna que el sólo hecho de que el libro salga publicado muestra que hemos construido un escenario de libertad que nos permite ser críticos sin temor, que es posible cuestionar el modelo, el sistema y a sus protagonistas y que eso es un salto extraordinario en comparación al pasado dictatorial. Pero podría ser un consuelo no sólo tonto, sino peligroso por insuficiente.
Democracia y política son instrumentos. Es un riesgo confundir medios con fines, pero lo sería sobre todo si no comprendiéramos que la construcción de esa democracia ayudó a la formación de estructuras cerradas de poder que supusieron que la representaban o que, para decirlo mejor, se apropiaron de modo arbitrario de esa representación. Fue un proceso en el que se pretendió que la democracia era de todos, cuando no era verdad. Eso dio lugar a una acción de uso utilitario y pernicioso las más de las veces.
¿Qué ocurrió? Nos tocó en el comienzo de los ochenta experimentar la desilusión del viejo modelo tercerista que se había intentado ensayar antes de las terribles dictaduras militares.
Nos tocó el éxito de la propuesta económica mundial de Reagan y Thatcher que coincidió con la caída del Muro en 1989 y dio lugar al fin del socialismo real. Entonces, se iluminaron codiciosamente los ojos de quienes habían pedido a gritos que el Estado no les diera una mano, sino que les quitara las dos de encima. Se produjo entonces la fetichización del mercado y de la economía abierta. Comenzó a planear sobre las cabezas de nuestras naciones la palabra globalización.
La fiebre duró buena parte de la década de los noventa y construyó dos realidades importantes; partidos convertidos en maquinas de fabricar votos, no en instrumentos de la política como arte mayor y la conciencia cada vez más creciente no por injusta menos verdadera de que la democracia era un grupo de elite controlándolo todo y beneficiándose de todo. La gente comenzó a cansarse. La teoría de que había que ajustarse los cinturones para cosechar en el futuro, se desvaneció. El futuro nunca llegaba...
...Pero detengámonos un momento en esta lectura que Benjamín hace con la precisión del microcirujano y reconozcamos que se hizo también Política con mayúsculas, se buscó fortalecer la institucionalidad, se intento construir mecanismos que trascendieran las personas, se ordenó el Estado y se lograron resultados importantes de reducción de la pobreza.
Más de un país del continente encaró una línea de racionalidad, continuidad y combinación importante entre economía abierta y política social adecuada... Cierro la digresión con la contra cara mencionada por el autor: Comparemos esos logros con los de Singapur o Corea del Sur en un periodo equivalente y volveremos muy pronto a la realidad.
El agotamiento del modelo del llamado consenso de Washington (una suma de recetas básicas de ajuste estructural, pero sobre todo una profesión de fe), comenzó a golpear severamente al continente. La privatización no era la panacea, la reducción del Estado no trajo necesariamente más eficiencia, la política no se hizo como un arte sino como un conjunto de triquiñuelas y la corrupción siguió campeando. Vale para los políticos, las elites y los medios de comunicación, (Benjamín se refiere con agudeza a esta última cuestión).
Llegó entonces el vendaval, un vendaval que dejó en la mitad del camino a quienes no entendieron al despuntar el siglo XXI que esa lógica no daba más de sí. Sigo pensando que el desastre con el que se cerró el ejercicio de los noventa fue una combinación de dogmatismo liberal y uso descarnado de los beneficios para unos pocos.
Desde fuera de las atalayas de esa fortaleza debilitada, empezó la violencia. La política en las calles, se llamó, y lo fue de hecho. Decenas de gobiernos sucumbieron frente a quienes desde fuera del sistema lo atacaron y derribaron hartos ya de estar hartos. La palabra neoliberalismo se convirtió, como en el pasado las palabras imperialismo o fondomonetarismo, en el sinónimo de todos los males de este mundo y los por venir. ¡Neoliberales! fue el estandarte sonoro de guerra que quería decir: ¡ladrones, asesinos, desalmados, vendepatrias!, etcétera, etcétera. Otra vez nuestro tan socorrido mecanismo de los gritos sustituyendo a las razones.
Populismo es la otra palabra que surge rápidamente, no sólo desde quienes desbancados del poder miran esta nueva marabunta, sino que es una forma de responder las insuficiencias anteriores con recetas ya conocidas y probablemente peores que lo que se pretende cambiar. Finalmente, los ciclos de la historia son eso, ciclos, cambian las circunstancias, pero no la naturaleza de las cosas ni de los seres humanos. La película de liberalismo-estatismo-economía mixta-utopía socialista- socialismo real-capitalismo salvaje-neo capitalismo, etcétera, ya la vivimos en América Latina. En realidad la seguimos viviendo.
Benjamín Fernández Bogado reflexiona sobre cuestiones de fondo, a propósito de las respuestas necesarias más allá de esta rueda de la fortuna. ¿Qué es gobernar? ¿Por qué nos gobernamos mal? No basta con mirar al pasado, sino, como él hace, hay que diseccionar el presente. Gobernar es un arte, como lo es la política. Después del concurso de popularidad en el que se enfrascan muchos de nuestros mandatarios, después de la venta de ilusiones, después de la retórica más o menos bien pergeñada, dependiendo de quien la usa, después de ese mesianismo que ofende, viene el desafío real; la gestión de gobierno y allí detrás de las máscaras de los "grandes líderes" que se pasean por los balcones mediáticos pontificando sobre todo y sobre nada, aparece un autismo que Benjamín Fernández Bogado retrata de modo certero y válido para buena parte de nuestras naciones. Se debe gobernar, gestionar, saber lo que es el trabajo de gabinete. Gobernar no es volar en helicóptero, asistir al inicio de inciertas obras más o menos imponentes, desarrollar astutas acciones para destruir al adversario o manipular a las bases cooptadas de la sociedad enamorada gracias a la efímera bonanza de precios de nuestras materias primas. Más allá de esos juegos de abalorios, hay que saber o aprender, hay que conducir, escoger bien a los colaboradores, gestionar, entender que la política no es sólo la maniobra, es abrir con buen espíritu espacios para el diálogo y el debate democrático, hacer funcionar los poderes del Estado como debe ser. Superar en suma el complejo de Adán, "soy el primero, soy el único, antes de mi nada, después de mí, el diluvio".
¿Es eso el populismo? Aceptemos provisionalmente la palabra aunque a estas alturas parece insuficiente para clasificar a estos nuevos emperadores o nuevos incas que surgen en América Latina, que creen que lo tienen todo y lo son todo y que piensan de verdad que sin ellos nos hundiremos en la niebla de la incertidumbre, cuando en realidad no hacen otra cosa que confirmar que la crisis y la incertidumbre se han afincado en nuestros corazones a golpe de cambios, vaivenes, líneas erráticas, y esa curiosa mezcla oximorón lo llama Benjamín de capacidad de seducción a las masas y oscuridad interior en la que se debaten algunos de los gobernantes de la región.
¿Dónde está el error? El error está en jugar con la gente, en creer y hacer creer lo que no se podrá lograr. No se puede lograr democracia con elección indefinida de un presidente, no se puede lograr democracia con el maquillaje de los bonos (transferencias condicionadas) como único mecanismo de inversión social, no se puede lograr democracia sin alentar la capacidad productiva, sin ahorro, sin responsabilidad entre ciudadano y Estado a través del tributo, sin resolver las razones de la informalidad estructural de nuestras economías, no se puede hacerlo destruyendo las instituciones esenciales de la democracia, no se puede lograrlo personalizándolo todo. La persona por encima de la estructura social no hará que la estructura se sostenga. No se puede hacer democracia inventando el mundo cada pocos años en forma de nuevas constituciones. No se puede lograr con la violencia la exclusión del adversario y no se puede construir ciudadanía con el uso descarnado de las multitudes, convertidas en "movimientos sociales" dispuestas a destruir todo aquello que se oponga a lo que el líder quiere.
Otra digresión. El escenario latinoamericano no es uniforme.