Un manifiesto por la posteridad

Necesitamos hablar de las catástrofes atmosféricas que, en forma de terremotos y huracanes, y precedidas por las recientes olas de calor, incendios forestales y sequías en varios puntos del planeta, han devastado en los últimos días parte del Caribe, Cuba, México y Estados Unidos. Necesitamos hacer un análisis crítico de nuestra cultura para reconciliarla con la posibilidad del porvenir.

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El ascenso de la temperatura global es, para el consenso científico actual, una causa de que estos fenómenos naturales se estén volviendo extremos. Desde el inicio de la era industrial, el uso de energía de la quema –reconocida como factor sustancial de generación de gases responsables del calentamiento global– de combustibles fósiles (gas natural, petróleo y carbón) ha ido en aumento.

Nuestra vida, tal como hoy la conocemos, depende de estas fuentes de energía. Su consumo sostiene la economía y gran parte de la industria. La crisis climática es por eso una crisis de la relación de los seres humanos entre sí, y con el planeta y sus recursos, y de nuestro modo de producción. Que no solo produce mercancías, sino también miedos y apetitos, insensibilidad y confianza acrítica en los voceros autorizados del poder, irresponsabilidades y cobardías.

Según una investigación de Inside Climate News publicada hace dos años, un equipo del American Petroleum Institute, con científicos de Texaco, Shell, Exxon y otras grandes empresas petroleras, estudió el cambio climático entre 1979 y 1983: la industria no solo no ignoraba su macabro impacto en el medio ambiente, sino que lo sabía mucho antes de que fuera asunto de preocupación pública. Desde la década de 1980, Exxon invirtió dinero en sembrar dudas sobre la ciencia del cambio climático. En la década de 1990, el American Petroleum Institute se unió a Exxon y otras empresas en la Coalición Mundial por el Clima, cuyo propósito era estorbar los esfuerzos internacionales para reducir la emisión de gases de efecto invernadero. En 1998, el American Petroleum Institute inició una campaña para convencer a la población de que la evidencia científica era insuficiente para firmar el Acuerdo de Tokio. Bush retiró a Estados Unidos del acuerdo (1).

La hija de James Black, un científico que trabajó para Exxon, publicó el año pasado en un artículo en The Guardian que su padre informó a la empresa del consenso científico sobre el impacto en el clima de la emisión de dióxido de carbono por la quema de combustibles fósiles en 1977, y les advirtió que quedaban «entre cinco y diez años antes de que fueran urgentes las decisiones difíciles sobre cambios en el uso de energía». Pero la empresa, lejos de actuar racionalmente, «invirtió millones de dólares en campañas de relaciones públicas destinadas a poner en duda las evidencias científicas sobre el cambio climático» (2).

¿Por qué esta locura suicida? Por el imperativo de un «crecimiento» cuyo nombre es tendencioso, pues el crecimiento de unos es el fin de otros.

Cuando vine a este país, en el barrio en el que vivía con mis padres quedaba una antigua despensa. Era una casita con patio de tierra, gallinas y pozo artesiano, sobreviviente de los tiempos en que los vecinos «rayaban» en la libreta. Rodeada de mansiones cuyos dueños íbamos en coche con la empleada a usar la tarjeta en algún supermercado, el «crecimiento» de ese barrio condenaba la despensa de don Pablo y doña Delicia a la extinción.

El término «crecimiento» supone un sesgo, un punto de vista. Trabajadores, campesinado, pueblos originarios son grupos que de forma evidente nuestro modo de producción se dispone a sacrificar en aras del crecimiento indefinido.

Ciertos sacrificios nunca quedan impunes. En un cuento de Edgar Allan Poe, «La máscara de la Muerte Roja», un príncipe, llamado Próspero, ante la peste que diezma su reino, se recluye en palacio con un selecto grupo de damas y caballeros de su corte. Un día, mientras afuera mueren los excluidos del paraíso, se le ocurre montar una gran fiesta de disfraces. «El corazón de la vida latía allí», escribe Poe, «en el torbellino del baile» Cuando Próspero repara en que el atuendo de uno de los invitados remeda los estragos de la peste –llamada «la Muerte Roja» porque baña en su propia sangre a los infectados–, halla ese disfraz de pésimo gusto. «¿Quién osa ofendernos con esta ironía blasfema?», brama, y ordena que lo desenmascaren. Pero no era una máscara. La muerte «había llegado», cita Poe a Pablo de Tarso, que habla del Apocalipsis, «como un ladrón en la noche».

Lo que está en crisis es nuestra civilización. Es nuestra forma de producir, consumir y vivir de los últimos siglos. La crisis del medio ambiente es una crisis cultural y de valores. La crisis climática no es solo climática: es una crisis ética, filosófica y política.

No podemos seguirnos dejando arrastrar al colapso por la explotación ciega de recursos no renovables y la condena de alternativas ya existentes en aras de un «crecimiento» cuyo nombre oculta que es el fin para muchos. Hace millones de años que el hombre vive en la Tierra, pero el nivel de CO2 en la atmósfera se ha vuelto un peligro desde que nuestra organización social comenzó a obedecer imperativos de expansión y acumulación sin límites. Que sea posible reparar los daños conservando los mecanismos que gobiernan la economía mundial no es, por ende, una idea lógica. Para frenar la degradación del medio ambiente, por ejemplo, las compañías petroleras tendrían que renunciar a la explotación de gran parte de las reservas de combustibles fósiles de las que depende su cotización en la Bolsa. ¿Por qué no se desarrollan más las energías renovables? Porque es más rentable quemar petróleo, gas natural o carbón.

Este sistema no es apto para enfrentar la crisis presente porque el imperativo del crecimiento que lo rige y lo lleva al suicidio es causa de la crisis. Defender la vida es hoy atacar este sistema. Defender el derecho a proseguir la historia es hoy atacar este sistema. Defender el legado del arte, la cultura y las ideas de la humanidad es hoy atacar este sistema. Defender el futuro es hoy atacar este sistema.

Tal como la muerte no distingue grupos sociales, sexos, nacionalidades, especies, la crisis de nuestra cultura reclama una nueva solidaridad, más generosa y más grande. La verdadera patria es, y siempre lo ha sido, vasta y sin fronteras; su belleza, como el sol, alumbra por igual toda la Tierra.

Lo que está en juego es la posteridad. Sin posteridad, una pregunta mata los sueños: «¿Para qué?» Sin posteridad no hay expectativa, utopía ni esperanza. Sin ella, nada de lo que merece memoria habrá existido. Sin ella no hay futuro, ni tampoco pasado. Sin posteridad perecerán este mundo y todos los que antes han sido. No habrán sido ni Hokusai, ni Swedenborg, ni Hölderlin, ni lo que fueron los sueños de la especie, ni lo que a veces supo bien amar.

¿Cuánto estamos dispuestos a sacrificar por ella? Si lo que está en juego es todo, esa es también la respuesta. ¿Cómo? Hay modos. Investiga. Protesta. Infórmate. Actúa. Explica. ¿Cuándo? Ya. Invierte la norma: convierte el oro en tiempo. «El propósito de la historia», dijo el poeta ruso Osip Mandelstam antes de ser asesinado en el Gulag, «es mantener el tiempo reunido para que seamos todos compañeros en la misma búsqueda y en la misma conquista del tiempo». Libera el tiempo de su secuestro por el capital y su subordinación a la generación de plusvalía. La protesta ya es una victoria. «Protestar es negarnos a ser reducidos a cero», escribió John Berger. El momento de la protesta, «aunque pase como cualquier otro, adquiere cierto carácter indeleble. Se va, pero dejó su marca». No temas perderlo todo por desobedecer, porque lo perderás obedeciendo, y mucho antes de lo que te imaginas. No te acomodes; no te sientas «bendecido», ni contento, ni conforme. No digas lo que todos quieren escuchar. Esto es muy sencillo.

Notas

(1) Neela Banerjee: «Exxon’s oil industry peers knew about climate dangers in the 1970s, too», en: Inside Climate News, 22 de diciembre, 2015.

(2) Claudia Black-Kalinsky: «My father warned Exxon about climate change in the 1970s. They didn’t listen», en: The Guardian, 25 de mayo, 2016.

Referencias

Henry Shue: «Responsible for what? Carbon producer CO2 contributions and the energy transition», en: Climatic Change, septiembre, 2017.

Leon Sealey-Huggin: «1.5°C to stay alive: climate change, imperialism and justice for the Caribbean», en: Third World Quaterly, 8 de septiembre, 2017.

Edgar Allan Poe: «The Masque of the Red Death» (1842).

montserrat.alvarez@abc.com.py

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