Cargando...
Es a través de cotidianos e ineludibles mecanismos de elección individual de bienes que en nuestra época entramos en el mercado y, con ello, en un sistema de hábitos, valores e ideas, actualmente marcado por la definición diferenciada de subjetividades. Un sistema que es, en rigor, el de la cultura. El consumo, que, desde luego, no equivale ni al simple uso ni a la mera compra, es hoy el modo central de relación del sujeto con el mundo y consigo mismo, e influye en todos los aspectos de la vida contemporánea –la estética, la moral, la política, las relaciones sociales, el arte–.
Aunque factores tan subjetivos como la emulación, el afán de diferenciación y el deseo de estatus siempre han sido parte de él, en las últimas décadas el consumo se ha alejado de modo mucho más marcado que antes de la satisfacción de las necesidades y del logro de las comodidades para ponerse cada vez más al servicio de la expresión de la propia identidad.
En un esquema muy grueso pero útil, si no tienes heladera, necesitas una; ergo, quieres cualquier heladera que funcione; pero si quieres determinada heladera aunque tengas una, el deseo ha eclipsado a la necesidad. Es un cambio significativo. Según cierto famoso y muy citado principio publicitario, no compras un objeto sino un discurso sobre el objeto; discurso, hay que añadir, que, por medio de tu elección personal de ese objeto, se presenta también como un discurso sobre ti, como sujeto.
El consumo se vuelve así una experiencia por la cual cada sujeto se sitúa en la sociedad mediante relatos diseñados para las marcas de los bienes que consume pero que le ofrecen maneras de definirse, de «narrarse».
Frente a la crisis de los años setenta del siglo XX, la industria introdujo cambios para acortar los ciclos productivos y abaratar los costos de producción; por otra parte, paralelamente, diversificó los bienes para ajustarlos a una demanda diferenciada.
Funcionó. Los consumidores pagaron con gusto el precio de la singularidad aparente de los productos diversificados en gamas pensadas para diversos nichos concretos (con frecuencia, incluso «opuestos»), estrategia mercadotécnica cuyos blancos, «reconocidos» e invitados a reconocerse en este supuesto espejo de la oferta, estuvieron dispuestos a trabajar más, y por más tiempo, y a endeudarse, para poder comprarlos y no quedar fuera del renovado juego social y cultural del también renovado mercado.
Al reducir los costos del proceso productivo, trasladándolo, de ser necesario, a otros países –donde las condiciones de explotación laboral permiten que la producción material de bienes suponga una muy pequeña parte del costo final–, el outsourcing ha permitido invertir más en publicidad y mercadotecnia para convertir el objeto finalmente en lo que es hoy, el soporte material de un contenido intangible (aunque hay que apuntar que los contenidos-mercancía ya no necesitan soporte físico, pues también se invita a comprar momentos y se vende la experiencia –«el hiperconsumidor», adelantó Lipovetsky hace una década en La felicidad paradójica, Anagrama, Barcelona, 2007, «busca menos la posesión de las cosas por sí mismas que la multiplicación de las experiencias»).
Esto podría haber sido uno de los «experimentos sociales» que tuvieron su esplendor en un siglo XX cuya resaca se proyecta sobre el nuestro y que todavía, en formas no siempre fáciles de descubrir, modela sutiles y ubicuas derivas contemporáneas disimuladas para el gran público con etiquetas (digo etiquetas porque, en general, no llegan a cuajar en conceptos) bastante pobres pero fáciles de asimilar y de repetir («posverdad», «millenial», etcétera), listas para uso masivo. (Algunas –sobre la posverdad, un amigo me decía hoy que es la versión asequible de un concepto deleuziano– quizá sean tan solo restos recalentados de cenas más sabrosas). En fin, el caso es que no fue un experimento social, sino un fenómeno histórico real.
La cultura del consumo ha mutado con el sistema económico. Si en la fase del fordismo el consumo de masas fue clave para responder a la gran depresión de los años veinte, las transformaciones culturales que la respuesta a la crisis de los setenta trajo consigo prefiguraron nuestro presente: saturación del mercado, diversidad de la oferta para capacidades adquisitivas cada vez más diversas, y protagonismo cada vez mayor de grandes corporaciones internacionales acompañado, en contrapartida, por lo que me atrevería a llamar la «división global del trabajo». El consumo masivo de productos estandarizados que signó el tránsito del modo de vida tradicional al industrial y el paso de la cultura rural a la urbana ha ido cediendo lugar desde el último tercio del siglo pasado a la creciente personalización del consumo, que prendió rápidamente como vía de expresión, y en realidad de creación, de identidad.
Hay que admitir que esa identidad indiscriminada que correspondería a la condición de ciudadanos es un sucedáneo de la identidad única de cada sujeto tan abstracto, tan estrecho, tan irreal y, sobre todo, tan aburrido que bien pudo su falta de espacio para la expresión subjetiva ser un factor de su eclipse ante la versatilidad, la novedad, el colorido de una oferta mercantil cada vez más diversa, similar a una proteica vitrina de posibilidades autoexpresivas virtualmente ilimitadas.
Que esta oferta diversa e inclusiva, con su universo de sentidos, hábitos, relaciones, ideas, valores, se fuese imponiendo de modo coherente tanto con los (homogéneos, por cierto: paradójico detalle) discursos sobre la diversidad y la inclusión –más propios del mercado «progre»– como con el tradicional apetito de signos de estatus –más asumido por el mercado declarada y conscientemente de derecha– tal vez obedeció al natural atractivo de una escena más amplia en apariencia (y en apariencias), a la fascinación por la promesa mercadotécnica de un escenario tan inclusivo como el renovado campo de juego del mercado friendly de la diversificación de bienes y la diversidad de subjetividades, con lugar visible –fue decisiva la oferta de visibilidad– para todas las expresiones de todas las identidades de todos los consumidores.
En el paso del disfrute de unos bienes homogéneos e indistintos al de otros igualmente uniformes pero diversificados por la publicidad y acordes a la preferencia individual, el mercado habría permitido, pues, a cada quien forjarse en tanto «persona» de modo más creativo y propio que el posibilitado por la pertenencia a las comunidades tradicionales (familia, credo, nación, etcétera). La promesa de singularidad implícita en el consumo personalizado pudo llevar a que este fuese experimentado como una forma de liberación individual del uniforme del consumo estandarizado.
Hoy, el consumidor promedio se debate entre el binomio «orgía del crédito / trampa del endeudamiento»... y una oferta creciente de bienes variados y accesibles.
Variados y accesibles pero que, en el escenario global de la división internacional del trabajo, dominado por corporaciones también internacionales, muchos asocian a riesgos de mayor precariedad laboral y peores salarios.
Variados y accesibles pero producidos en oscuras zonas amargas de este luminoso mundo friendly y en condiciones infrahumanas, como cada cierto tiempo nos lo recuerda siniestramente el escalofrío de esas noticias trágicas de invisibles esclavos desconocidos que pagan por lo accesible y variado de las compras de otros con su vida, o, si se quiere –viene a ser lo mismo– con su propia explotación hasta la muerte.
Como supongo que ya es obvio, este no es un Manifiesto Consumista; el título es solo un juego de palabras que saluda a un ilustre «Manifest» que en otro febrero, el de 1848, nació en Londres para agitar al mundo: fue una estrategia mercadotécnica irreal y tramposa titular así estas líneas que son precisamente lo contrario. En todo caso, son un manifiesto anticonsumista porque lo que quieren recordar son esas noticias, por lo general excluidas de las primeras planas y en las que nadie quiere pensar, para decir la verdad que revelan y ante la cual seguir cerrando los ojos es homicida y suicida a la vez: Por individual que sea, y por individualizador que parezca, el consumo no es un asunto que incumba solamente al individuo.
montserrat.alvarez@abc.com.py