Un edificio, dos altares

En pleno centro de la capital paraguaya, frente al viejo Lido Bar, hay un edificio que la «Guerra Grande» dejó por largo tiempo inconcluso y al que, terminado ya y convertido en el Panteón Nacional de los Héroes y Oratorio de la Virgen de la Asunción, regresaría en el siglo XX, fantasma bélico mitificado en un país que intentaba releer su historia, el Mariscal López, que ordenara construirlo como capilla en 1864, nos cuenta en este artículo la historiadora Ana Barreto.

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Quizás en algún punto entre 1862 y 1863 haya imaginado Francisco Solano López que a su muerte –como heredad de una vieja costumbre– sus restos podrían reposar junto a la Virgen de la Asunción, en la capilla de aires franceses contigua a su casa que mandó construir al arquitecto Alejandro Ravizza durante su gobierno, entre enero y octubre de 1864.

Mandó construirla para albergar la imagen, adquirida en 1742 en un taller de santería de la ciudad de Nápoles, de Nuestra Señora de la Asunción, resguardada, como «Patrona del Paraguay», por mayordomas –madre, hija y nieta Zavala Delgadillo-Machaín–, cargo religioso católico de complejo significado cultural, social, económico y político heredado de la España colonial. El edificio, sin embargo, pese a la rapidez con que fue levantado, quedó inconcluso, y los andamios de la cúpula, abandonados tras la guerra, pudieron además narrar así un Paraguay fragmentado.

«¡Cuan triste en las ruinas y humillado reposa lo pasado!», empezaba casi treinta años después un poema de Victorino Abente y Lago sobre esa edificación espectral, testigo de rancherío urbano y deseos de modernidad, de reciprocidades de mercado y enfrentamientos revolucionarios. Silencioso y de pie en medio de Asunción, más que vestigio del pasado, más que altar religioso, era una pieza de rompecabezas de un juego llamado memoria.

La búsqueda de héroes paraguayos –en concordancia con las ideas de Renán en ¿Qué es una Nación?– empezó a fines del siglo XIX. Paraguay, un país que trataba de reinterpretarse tras la Guerra contra la Triple Alianza, entabló una conversación con el pasado desde escritos y ensayos, jugando, insinuante, con sus figuras protagónicas. Las palabras sueltas se volvieron ideas discutidas en papel de prensa y debatidas en el Senado en varias ocasiones y abarcaron un tiempo remoto de procesos independientes y afirmaciones de república y también el tiempo cercano de la polémica guerra.

La primera figura heroica de ese contexto bélico capaz de unificar una sociedad dividida, no solo por el desenlace de la contienda –pérdida de la mitad de la población y un país en ruinas– o por los colores partidarios forjados como partidos políticos, sino además por la fuerte figura del innombrado Francisco Solano López, fue José Eduvigis Díaz, muerto después de la defensa de las trincheras de Curupayty. La sociedad iniciaba así los combates por la memoria, el camino para releerse a sí misma después de una gran derrota. A estos primeros homenajes, fechas para recordar y monumentos a los caídos le siguió con paso firme la visión del pasado del historiador Blas Garay, que en 1895 narraba, para uso en los centros de enseñanza, la Guerra Grande y el papel de su conductor, sin uso firme del epíteto de tirano.

Conocido por estudiantes universitarios y del Colegio Nacional, por intelectuales y por profesionales, al doctor Cecilio Báez le bastó la frase «el Paraguay es un pueblo cretinizado por secular despotismo y desmoralizado por treinta años de mal gobierno» para detonar uno de los más férreos y estridentes duelos retóricos por el pasado. Se le enfrentó un joven Juan E. O’Leary que daba sus primeros pasos como periodista. La puja por recordar el pasado, pero sobre todo por narrarlo, por asirlo, por delimitarlo, se transformó en una construcción de la memoria –estructura flexible, disputada aún por los sobrevivientes– modelada desde la crítica al modelo político y económico del presente.

Cartas, viajes a la campaña, natalicios, peregrinaciones, solicitadas en diarios, cátedras, ensayos, monumentos, todo se volvió válido, a lo largo de veinte años, para sentar una postura personal y colectiva sobre ese pasado que iba dibujándose discursivamente con decisión.

Para la Guerra del Chaco volvieron los héroes, y los nombres de batallas, y el «Vencer o morir». La memoria mediaba la unificación política del Paraguay luego de tantas revoluciones y guerras civiles. El pasado no era de derrota, era de gloria, y venía con su Mariscal.

Tras la Guerra del Chaco, en la inmediata Revolución Febrerista de 1936, la influencia intelectual del político, ensayista y escritor Juan Stéfanich dentro del gabinete de gobierno del coronel Franco, sin ser exclusiva, quizás sea ejemplificadora. Egresado del Colegio Nacional y la Universidad Nacional, activo militante de la vertiente nacionalista de la década de 1920 desde la Liga Nacional Independiente, seguidor de O’Leary, como ministro de Relaciones Exteriores otorgó el caudal de fuerza estatal necesario para legitimar la glorificación –la apoteosis– del «desnaturalizado paraguayo Francisco Solano López (…) asesino de su patria y enemigo del género humano» (Decreto-Ley, agosto 1869-1871) 

Desde los intelectuales, desde los excombatientes, pero sobre todo desde el Estado y sus miradas justificadoras sobre el pasado, regresaba triunfante, de algún imaginado lugar del Amambay, Francisco Solano López a disputar un lugar, su lugar, en un sitial religioso, en el recién inaugurado altar del nacionalismo paraguayo.

La Virgen podría esperar.

calle_ultima@hotmail.com

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