Un brindis por Marshall Berman (1940-2013)

Marshall Berman, escritor y filósofo internacionalmente reconocido por sus clásicos trabajos sobre economía, historia, arte y cultura, acaba de morir el pasado miércoles 11 de septiembre de un infarto en su ciudad natal, Nueva York.

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Marshall Berman, nacido en el Bronx en 1940, murió este miércoles 11 de septiembre a los 72 años en Nueva York. Berman escribió hace más de treinta años su obra más conocida, Todo lo sólido se desvanece en el aire (título, según habrán notado, poéticamente tomado del Manifiesto Comunista). Berman será merecidamente recordado por ese libro publicado en 1982. Un libro que es, diría yo, al mismo tiempo una historia crítica de la modernidad, una revisión sociocultural del presente inmediato y de su gesta, una novela de aventuras (cuyo protagonista sería el individuo como héroe de su –peligroso– tiempo), una especie de extraño poema en prosa con notas a pie de página, una búsqueda a tientas de lo que podría estar ya haciéndose cada vez más palmario y más visible sin que podamos detenernos a mirarlo en medio del torbellino del presente, una celebración y una advertencia, y, en fin, un canto a toda una era. Una era que, por sus monstruosos errores, podría ser la última y que, por su vocación de porvenir, podría ser la primera, la era inaugural de la utopía; una era a la que llamó con un nombre muy utilizado y de muy diversos modos, y al cual le dio un matiz particular: «modernidad».

El matiz que le dio a ese concepto tan trabajado, y por tantos, de la modernidad se sumó a su carácter de período histórico e incluso a su carácter de cultura: ese añadido fue el de ser una experiencia singular y única de la que participamos todos los extraviados, desesperados y entusiastas individuos nacidos en esta frenética esquina de la historia. Era de la cual participamos como se participa de una aventura de vértigo, de un universo temporal que nos vuelve capaces de transformar un mundo que nos transforma irresistiblemente y sin cesar a su vez. Pues la voluntad propia de la modernidad es la de transformar el universo.

Ser moderno es vivir la promesa y el peligro de esta modernidad que Berman definió en su libro clásico como «una experiencia vital única que permite sentirse cómodo en medio del torbellino de la existencia». «Ser moderno es experimentar la vida personal y social como un torbellino… Ser moderno es sentirse en casa en el torbellino, hacer propios sus ritmos, moverse dentro de sus corrientes en busca de las formas de la realidad, de la belleza, de la libertad, de la justicia, que permite su fluir ardiente y peligroso», escribió Berman. «Ser modernos es encontrarnos en un entorno que nos promete aventuras, poder, alegría, crecimiento, transformación de nosotros y del mundo, y que, al mismo tiempo, amenaza con destruir todo lo que tenemos, todo lo que sabemos, todo lo que somos».

Para Berman, ser moderno es ser parte de un universo en el que, según la célebre frase de Marx, «todo lo sólido se desvanece en el aire», buscar sus potencias liberadoras, intentar destruir sus errores –recuperar, para ello, lo que Berman echaba en falta a partir de cierto estadio de nuestra historia reciente: el filo crítico de la modernidad–, habitar un remolino en perpetua desintegración y renacimiento, como uno mismo. La poesía moderna es la poesía del tráfico y del ruido de las calles. «Si el poeta se lanza al caos en movimiento de la vida cotidiana en el mundo moderno –vida de la cual el nuevo tráfico es un símbolo primordial– puede apropiarse de esta vida para el arte».

Berman ha sido criticado desde diversas perspectivas y ha dado así pie a críticas por demás interesantes. E igualmente, entre esas críticas, quedan en pie –a mi juicio– los hallazgos de Berman, especialmente la noción de la modernidad no como una vanguardia superada, sino como una experiencia que sigue viva en las calles. Y también el interés no solo por los hechos públicamente más «grandes» y notorios, sino además por la vida de todos nosotros y nuestros contemporáneos; es decir, la idea de que los grandes procesos sociales e históricos solo pueden entenderse si se leen pensando a la vez en la vida de la gente, si se sabe cómo luchan, qué desean y por qué, en general, las personas en cada momento histórico y en cada lugar del mundo. Esto para mí encierra una lección que –según creo– aprendí de Marshall Berman, entre otros: la de que el trabajo intelectual en las ciencias humanas es un tipo especial de actividad que requiere no solo determinada aptitud para cierta clase de análisis, sino también cierto tipo de sensibilidad.

La obra de Berman se seguirá leyendo y estudiando, y su propuesta seguirá estando clara: superar las dificultades de la modernidad, y aprovechar sus posibilidades y las nuevas formas de libertad que cabe descubrir en ella si salimos vivos de esta prueba requerirán lo mejor del ser humano. Pero aunque quede su obra, su muerte nos deja más solos. Porque Berman vivió atento a la gente de su tiempo como a sus compañeros de aventura y de ruta, tomándole el pulso a la historia en medio de los libros y en medio del asfalto. No desdeñó indicio alguno del secreto sentido de lo contemporáneo. Supo seguir el rumbo del que se maravilla del ritmo de las cosas. Su «Brindis por la modernidad» fue un título que decía que, pase lo que pase, no lamentaba la vida; así, escribió, por ejemplo, que «los disturbios ininterrumpidos de las relaciones sociales, la incertidumbre y agitación permanentes» fueron básicos para nuestro mundo durante doscientos años, y que el arte moderno (y, a propósito de esto último, por algo el primer disco del grupo mexicano de rock La Maldita Vecindad está dedicado a Marshall Berman) transformó los problemas y el ruido de la ciudad en verdad y en belleza.

Adiós, pues, Marshall Berman, comrade. Tu pensamiento llena para siempre el aire libre de la posteridad. San Petersburgo, Goethe, Dylan, las guerras de crueldad nunca antes vista, la ciencia, Fausto, el cubismo, los ritmos neoyorquinos de la vida en el Bronx, Dostoievski, Baudelaire; la prisa, la energía, la imaginación y el ajenjo de los bares de París, las barbas espumosas de un airado Marx que habla en un extraño y poderoso inglés en el Londres de 1856, Kierkegaard, Whitman, Stirner, Rimbaud.

Adiós, Marshall Berman, y gracias por buscar la relación entre nuestra cultura y nuestras vidas, nuestros raros motivos para estar orgullosos de un mundo en el que hay tanto de qué avergonzarse y en el que, sobre todo, hay tanto que temer. La muerte de Dios, Fassbinder, Pollock, Nietzsche, el gran romance de la construcción que da su fuerza a los muros de Le Corbusier y de Lloyd Wright; el placer, la gracia y la ternura eróticos de Lawrence, el triunfo de los coros con que cierra Coltrane su A Love Supreme; Aliosha Karamazov, que besa la tierra en medio de la desesperación y del caos; Molly Bloom, que dice para siempre el gran Sí, «sí dije sí quiero Sí». Artistas y filósofos, hijos –como cada uno de nosotros– de un mismo mundo cuyos terrores y bellezas estudiaste, por los que brindaste y sobre los que escribiste. Artistas y filósofos llenos, como mostraste –igual que cada uno de nosotros–, de ambigüedades y contradicciones, de tensiones internas que son las secretas fuentes de su poder creativo. Nos dirigiste palabras sobre lo que nos concierne: la hondura y la belleza de un presente terrible, con la muerte del planeta a dos pasos quizás. Cantaste a este mundo nuevo, a este brave new world, a todo un vasto infierno brillante, audaz y alegre de máquinas y de fábricas, de zonas industriales y de enormes ciudades solitarias y hormigueantes que crecen por las noches como las pesadillas mientras el sueño de la razón produce monstruos. Una masiva matiné dorada, un clásico de Hollywood sobre una aterradora ilusión planetaria, la historia en technicolor de una nueva y hermosa y poderosa electricidad física con sus propios poetas de voz firme e implacable, y no parecida a ninguna otra voz anterior, pero también la historia de la jaula de hierro weberiana y de ese capitalismo inexorable que «decide el destino del hombre hasta que se queme la última tonelada de carbón fosilizado», una historia de insidiosas y oscuras acumulaciones multinacionales de capital, la historia épica e inconclusa de muchos movimientos obreros y sociales, una historia de vanguardias inteligentes y monstruosas, y complejas y salvajes, y de atroces y perfectos, inolvidables escándalos artísticos. Una era de revueltas y de revoluciones, la era de las rapsodias tecnológicas, de la velocidad, de los traumas de guerra, de la liberación sexual, de los medios de prensa y de la guillotina, del fin de la «Vieja Europa» y del limpio amanecer de la lustrosa luz de los aviones. Una herencia espléndida y difícil de merecer y de conquistar, la herencia de un pensamiento y de un arte que desde sus inicios se agitaron al ritmo de las explosiones de todo lo que estalla, desde la música pop hasta los campos minados, al ritmo de las corrientes polifónicas y bárbaras del futuro: un pensamiento y un arte hechos de sangre y de orgías y de erupciones volcánicas. Toda esta verdadera, profunda e inaudita expansión de la sensibilidad humana, todo este tiempo asombroso de horror, de caos y de angustia, y de posibilidades puras e intensidades inéditas, nos queda como problema y también como motivo para ese largo brindis sobre el que nos escribiste porque le pertenecemos. Nos dejas involucrados en tu generoso impulso de tratar de comprender nuestro destino en la historia y de luchar contra él, sin que esta trágica lucha nos impida celebrarlo. Gracias por tus grandes ideas, camarada, y buen viaje. Los que aquí nos quedamos, te leemos.

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