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Algo que siempre nos quedará en adelante gracias a Umberto Eco es el recurso disponible en sus libros de sucumbir al virus de ese delicioso morbo, de esa pasión contagiosa de pensar que caracteriza, por ejemplo, al detective, tipo o personaje literario al que era tan aficionado como afín, pues no solo en su golosa curiosidad, que lo hacía tan inventivo y tan ameno en su obra, y tan acertado y filoso en su destripamiento de la cultura actual, sino hasta en su apariencia, entorno y hábitos, al menos según las fotos que solía difundir cada cierto tiempo la prensa, era Eco semejante a los detectives clásicos de la mejor tradición de la ficción moderna, los de pipa y sombrero, los de ojos penetrantes en medio de la niebla, los que ven hasta lo invisible y atan todos los cabos sueltos, los que resuelven los misterios.
Es difícil saber por dónde empezar a hablar de Eco, ahora que acaba de morir, a los ochenta y cuatro años, en su casa de Milán, conforme a las noticias que no dejan de circular desde hace unos minutos en los medios de prensa de todo el mundo, con todo lo que cabe decir de una obra tan vasta y decisiva, de una obra tan diversa –ficciones y ensayos de semiótica, de estética medieval, de lingüística, de filosofía…– y tan cuantiosa. Desde la aparición en 1980 de su primera novela, El nombre de la rosa –elijo este hito solo porque ese libro (bestseller internacional, llevado al cine en una película protagonizada por Sean Connery) fue el que le dio la fama que ya no lo dejaría–, nunca se supo qué esperar de Umberto Eco, pero al mismo tiempo siempre se supo que, fuera lo que fuera, nadie más que Umberto Eco podría pensarlo.
Umberto Eco era para mí uno de esos “raros” que llamamos “eruditos”, lo que no es lo mismo que ser un memorioso, porque un erudito tiene un relato, no un banco de datos. He conocido en persona a muy pocos eruditos; tal vez solo a uno, o dos, y Eco no fue uno de ellos, pero puedo reconocerlo desde lejos, desde mi anonimato, como miembro de esa especie; son esa clase de tipos de los que, ingenuamente, dice, admirado, el barrio: «Ese señor que va ahí lo sabe todo», cuando pasan por la vereda con un saludo cordial. Porque suelen ser cordiales. Son personajes potentes, con un voraz apetito de ideas y de intercambios, suerte de hércules del intelecto, atletas de un hedonismo dialéctico; son razones apasionadas, o corazones de genio.
La vida académica de Eco empezó en 1954 en Turín al doctorarse en Filosofía. En los sesenta, mientras trabajaba de profesor agregado de Estética en las universidades de Turín y de Milán, participó en el Grupo 63 publicando ensayos sobre arte contemporáneo, cultura de masas y medios de comunicación: fueron los años de producción y aparición de ensayos imprescindibles, como Apocalípticos e integrados, como Obra abierta, como La estructura ausente…
Cuando Eco era catedrático de Filosofía en la Universidad de Bolonia puso en marcha la Escuela Superior de Estudios Humanísticos, más conocida como la «Superescuela». Eco también fundó la Asociación Nacional de Semiótica. Entre sus muchos premios están el Strega de 1981, el Médicis de 1982, el Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades del 2000... Pero la lista de los reconocimientos recibidos por Eco es realmente muy larga. Y, por otra parte, el pensamiento de Eco no ha recibido solo aplausos; siempre fue un pensamiento crítico; es decir, ni optimista, ni pesimista, sino crítico; así, por ejemplo, el año pasado, en la Universidad de Turín, habló de las redes sociales y de sus posibles ventajas e inconvenientes: «Hay quien llega a sostener que Auschwitz no hubiera sido posible con Internet, porque la noticia se hubiera difundido viralmente. Pero, por otra parte, les da derecho de palabra a legiones de imbéciles», y, como si hubieran decidido ilustrar esa última frase, muchas mentes (ellas sí, simples, y acríticas) tomaron las frases extraídas de ese discurso para hacerlas entrar en sus propios y trillados esquemas conforme a sus propios prejuicios y temores («Eco es un anciano, ergo, rechaza lo nuevo», sería el prototipo de sus prejuicios; «Yo no quiero parecer / ser / sentirme un anciano, ergo, rechazo lo que dice Eco», sería el de sus temores).
Es difícil elegir una de sus obras para comenzar a hablar de Umberto Eco esta noche, la noche de su muerte. Podría empezar por Apocalípticos e integrados, ese conjunto de ensayos magistrales en los que analiza la estructura del mal gusto, el kitsch, la midcult, Snoopy, los cómics, el mito de Superman, la música pop, la televisión, y fija una taxonomía de las actitudes ante la cultura de masas que ha devenido clásica: los que ven en ella una caída irrecuperable, y los que se ilusionan con su creencia optimista en la apertura cultural.
Pero ese sería solo el comienzo de una lista inabarcable en el escaso tiempo disponible mientras se espera con urgencia cerrar una edición en cuyo proceso solo la muerte de Umberto Eco ha podido imponer una breve pausa: así de fuerte es Eco, un humanista capaz de parar las rotativas en todos los puntos del tercer planeta; y justo es que así sea, pues justa es la gratitud a Eco, que no solo fue uno de los más lúcidos exégetas de la cultura contemporánea, sino que fue también un espíritu generoso: el hombre que acercó los temas más difíciles al lector común.
Volviendo a su obra, también podría elegir, por así llamarlo, al Eco apócrifo, porque, además de haber escrito libros reales, Eco es parte de la conjura de los creadores de todo un universo de libros ficticios paralelo al de las bibliotecas cuya existencia nos consta, un país, o un reino, o un cosmos de bibliotecas infinitas cuya enorme sombra cubre la historia de la humanidad, la historia de la literatura, la historia de la filosofía, el mundo paralelo de los libros fabulados, delirados y temidos, perseguidos y deseados, incendiados y malditos. Y entonces podría también hablar de Aristóteles, pero no del Aristóteles que escribió, sino del Aristóteles que fue escrito. Y que fue escrito por Umberto Eco: el otro Aristóteles, el alucinado, el doble supuesto del filósofo histórico, que muchas mentes forjaron al imaginar al Aristóteles real escribiendo la también imaginada segunda parte de su realmente existente Poética; como en ella anuncia: «Pues bien, acerca de la imitación en hexámetros y de la comedia hablaremos más tarde» (Poética, VI, 1449b), y como el libro no llegó a nosotros completo, esa Segunda Poética se volvió un mito.
Un mito del que forma parte Umberto Eco, que hace, en El Nombre de la Rosa, que esa segunda parte de la Poética de Aristóteles aún no se haya perdido en la época de su relato y que sea el libro maldito y envenenado que desata las muertes en la abadía benedictina en cuyo scriptorium Guillermo de Baskerville y Jorge de Burgos discuten, pues De Baskerville sabe que, en su tratado De las partes de los animales, Aristóteles dice que el hombre es el único animal que ríe.
Aunque el segundo tomo de la Poética de Aristóteles no ha llegado hasta nosotros, sabemos que la risa puede sugerir una superioridad frente al absurdo, lo que suscita a veces censuras violentas. Pero no hay explicación más elegante y amena que la de Umberto Eco; cuando Guilermo de Baskerville pregunta por qué la risa es peligrosa, su interlocutor le responde que es porque mata el miedo, ya que sin miedo no puede existir la fe; y le responde esto dentro de la misma novela en la cual la fe destruye una biblioteca… que contenía el segundo tomo de la Poética de Aristóteles.
Gracias por el eterno placer, Umberto Eco, corazón de genio; los que aquí nos quedamos, te leemos.
montserrat.alvarez@abc.com.py