Tres escritores paraguayos uniformados de negro: Acerca de Joy Division

Mónica Bustos, Eulo García y Juan Ramírez Biedermann se enfrentan a la inquisición del Tribunal del Santo Oficio de este Suplemento Cultural.

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El Tribunal del Santo Oficio de este Suplemento Cultural acorraló a tres escritores paraguayos contemporáneos para someterlos a la siguiente Inquisición:

1. Si tuvieras que escribir uno, y solo uno, de estos textos: (a) la contratapa de un cedé de Joy Division, (b) un cuento sobre Ian Curtis, (c) una conferencia sobre la relación entre la música de Joy Division y tu literatura, o (d) el prólogo a un libro sobre Joy Division, ¿cuál de ellos elegirías escribir?

2. ¿Nos das un adelanto de ese texto? Vamos, aunque sea un adelanto pequeño, solo uno o dos párrafos…

Y estas fueron sus respuestas:

MÓNICA BUSTOS: EL PRÓLOGO

Elegiría el prólogo. Apenas vi la pregunta, supe cómo quería introducir ese libro imaginario.

Y comenzaría así:

Todo estaba mal. O todo lo bueno estaba muerto. El inicio y el final se parecían en una cosa: eran oscuros. No habrías podido distinguir en dónde estabas, ni adónde ibas. Posiblemente, también estabas muerto. Inclusive el punk, amorfo y descuidado, roto desde el comienzo, se había vuelto un estilo popular, al que ya no se le notaban las carencias ni la suciedad. Inclusive el punk estaba muerto. Y si no lo estaba, agonizaba. Burroughs destrozaba el lenguaje desde el otro lado del océano. Ian Curtis quería destrozarlo todo. Quería tomar algo descompuesto y destrozarlo. Romperlo para arreglarlo. Arreglarlo para romperlo. Su cuerpo era un desastre, subversivo por sí mismo, se salía de control en cualquier momento. Iggy Pop se contorsionaba en el escenario. Alan Parsons Project lanzaba un álbum conceptual con la literatura de horror y locura del gran Poe. Pero Curtis no encajaba ni siquiera en su propia vida. Nada podía contenerlo. Se desarmaba por dentro y por fuera. Había que experimentar, no para buscar una caja que pudiera contenerlo, no en busca de la felicidad. Era el tiempo en el que Brian de Palma y Martin Scorsese refrescaban el cine. Un vikingo robótico procedente de la Tierra llegaba a Marte. Todos observaban con temor y curiosidad la misteriosa cara de piedra que parecía emerger desde aquel planeta. Tal vez era una señal del final de los tiempos. Ian leía las historias más macabras y demoledoras acerca del Holocausto, las torturas que se llevaban a cabo en los campos de concentración, los experimentos crueles inclusive en niños, los abusos a mujeres. La humanidad estaba muerta. Hace décadas que estaba jodida. Era hora de que algo arrasara definitivamente con todo lo que hasta entonces se tomaba como orden. El error hubiese sido buscar la felicidad. La felicidad era relativa. Lo que para unos era alegría, para otros era desesperación y desdicha. El ser humano no era compatible para sí mismo. Ian Curtis, poeta, músico y esclavo de su cuerpo busca un nuevo lenguaje: nace Joy Division.

El túnel estaba oscuro, podrías decir que se trataba de un abismo. Esperabas un guía que tomara tu mano, mientras seguías caminando a ciegas, movido por un estímulo externo como una sonda en otro planeta. Como acatando una orden inexorable que llegaba desde el altoparlante de Auschwitz. Estabas bajando a las profundidades de un cráter, no sabías lo que podías encontrar. Sea lo que fuere, no se manejaría con tus mismas reglas. Entonces, una luz. Como un rayo láser. Se dirige a esos ojos verdeazulados, enormes y brillantes como dos piedras fotoluminiscentes. La batería de Stephen Morris domina tus pulsaciones. Estás aprendiendo un nuevo lenguaje. El bajo de Peter Hook y la guitarra de Bernard Sumner manipulan tu cuerpo a su antojo. Sin darte cuenta, has perdido el control, tu cuello se tuerce, tus brazos se doblan y desdoblan, los huesos de tus piernas tiemblan a punto de quebrarse, tu cerebro ahora responde solamente a la única cosa bajo control en todo ese abismo: una voz hipnótica, espectral y dolorosa. Un relámpago aclara la visión: este nuevo sonido no es sonido, es una experiencia nacida de la brillante interpretación convulsiva del dolor físico y psíquico.

Kafka, Burroughs, Sartre, Bowie, Lou Reed, Iggy Pop; la epilepsia, el amor, la muerte, la eternidad, el desorden y el nuevo orden, todo lo que estaba detrás del experimento más importante del Poeta Maldito del Rock, su Joy Division.

MÓNICA BUSTOS. Asunción, 1984. Novelista. Premio Augusto Roa Bastos de Novela 2010 por Chico Bizarro y las moscas. Ha publicado el libro de relatos Complejo de Bustos y las novelas León muerto, Chico Bizarro y las moscas, El club de los que no duermen y Novela B. Amante de la polución literaria, gráfica, musical, audiovisual de la industria cultural contemporánea, la banda sonora de sus ficciones no podría excluir a Joy Division.

JUAN RAMÍREZ BIEDERMANN: LA CONFERENCIA

Elegiría la conferencia sobre la relación entre la música de Joy Division y mi obra, porque de alguna forma ya he trabajado con la influencia y sustanciación de la literatura y la música. Les Illuminations, el disco de Sabaoth, tiene que ver con el encuentro de la poesía simbolista del siglo XIX, de los poetas malditos, con el black metal como género musical, como contracultura, como uno de los episodios más aciagos y fascinantes de la historia de la música. Curtis hubiera podido estar entre aquellos malditos, mártires, inmolados, genios, caídos.

Y empezaría así:

En vano evaluar si fue adrede la elección de mirar Stroszek antes de colgarse en su cocina. En vano preguntarse quiénes son los que eligen como última película de su vida la de un borracho, alienado, marginado, luchando por un futuro imposible. Acaso la inmolación, o la cobardía, o el mensaje, formaba parte de su entrega, de su obra, del legado que se hizo parte del mundo en forma de música y de pasajes tortuosos y esplendentes. Quizá la epilepsia no representaba una enfermedad, sino el costo de la desaparición, una de las cuentas por pagar antes de irse, de no estar entre nosotros, de perderse, de abandonarnos con un testimonio plomizo, frío, intenso y emotivo. Vorph jura que hay tanta gloria en la humillación: una corona por tomar, una corona por ganar. Acaso en 1980 murió Ian Curtis luego de haber caminado en silencio hacia su trono de misterios impenetrables.

JUAN RAMÍREZ BIEDERMANN. Músico y narrador. Asunción, 1976. Voz y guitarra de la banda de black metal Sabaoth. Ha publicado el libro de cuentos Nobis y las novelas El fondo de nadie y Plegaria de penumbras. Cabecilla visible de un grupo cuyo tercer disco, Les Iluminations (2008), recrea la obra de los poetas malditos franceses, «Zethyaz» conoce las relaciones entre el rock y la literatura, que definen, desde el nombre, a Joy Division.

EULO GARCÍA: EL CEDÉ

Me parece cruel la determinación de escoger solo uno de estos textos, pero si me colocás una faca de filo herrumbrado en la oscuridad de una esquina, te diré de una que me quedo con la contratapa de un cedé de ellos, aunque te pediría que sea la de la caja que contenga la discografía completa de los Joy, y me guardaré el cuento sobre Ian Curtis para otra ocasión.

Empezaría así:

Pocas veces en el mundo de la música se dio una conjunción tan profunda como la que logró Joy Division en sus cortos años de carrera. El sonido denso, explorador en algunos casos, de melodías oscuras y envolventes, impregnado en sus grabaciones de estudio, fue la prolongación exacta de la voz inconfundible, entre arrogante y melancólica –depresiva, dirán algunos– de su enigmático vocalista, cuyas letras hablaban con escalofriante naturalidad sobre el abismal universo, podía y puede convivir en la mente de cualquier hombre o mujer sensibles a las cadenas culturales de la sociedad capitalista británica de finales de los setenta, o de cualquier década que se nos ocurra.

De personalidad introvertida, tanto dentro como fuera del escenario, Ian Curtis se transformaba repentinamente –tanto dentro como fuera del escenario– con espasmódicos movimientos que se podrían tratar tanto de una posesión musical como de las voces oscuras que desembocan en la muerte...

EULO GARCÍA. Buenos Aires, 1978. Poeta, músico y cantautor. Fue bajista de Slow Agony y de The Profane durante una década. Ha publicado el poemario Gris y el cedé con canciones de rock y de blues, todas de su autoría, Blues existencial. Miembro evidente de la vieja y rara estirpe de los melancólicos, rockero singular, por reflexivo, entre el ruido de la urbe, Eulo, por mera lógica, tenía que ser especialmente vulnerable a la poesía y la música de Ian Curtis y de Joy Division.

montserrat.alvarez@abc.com.py

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