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De acuerdo a los conocidos análisis desarrollados por Marx, el capitalismo se define en primer término como un modo de organización social, económica y política basado en la propiedad privada de los medios de producción que aparece en un punto aún no muy lejano de la historia moderna de occidente.
Tal propiedad divide, lógicamente, el cuerpo social en propietarios y no propietarios, o productores (lo que Marx llama división «de clase»). El mundo social previo, lo sabemos, tampoco fue equitativo, pero cada forma histórica de inequidad merece ser analizada con conceptos adecuados a su contexto, así que en estas breves líneas nos limitaremos modestamente a una, la nuestra, en la cual la mayoría, dada la división señalada, por no integrar la minoría de los propietarios, tiene que pasar por un mercado de trabajo para acceder a los medios de subsistencia (abrigo, techo, pan) y de producción (trabajo, tierra, herramientas).
La democracia de nuestro «brave new world» es, por ello, peculiar en sentido histórico, paradójica en sentido lógico e irónica en sentido literario. Tanto como el libre mercado laboral. Todos (incluso, desde luego, los que no integramos la minoría de propietarios resultante de la señalada división) somos libres. Libres por igual. Libres, y esto es clave, jurídicamente (no somos, por ejemplo, y podríamos haberlo sido en otras sociedades, siervos de la gleba o esclavos). Libres de firmar un contrato laboral. O de no firmarlo. O de trabajar sin contrato. O en la maquila. O para un proxeneta. O de mendigar. O de volvernos millonarios con nuestro mérito y esfuerzo. O dejando de fumar. Etcétera.
También somos «libres» en otro sentido: como esta lata de gaseosa dice que es cien por ciento «libre» de gluten, somos cien por ciento «libres» de lo necesario para hacer uso de nuestra libertad. Libres de medios de subsistencia y de producción. Libres de los recursos que podrían liberarnos de entrar en el mercado de trabajo libre, como somos jurídicamente libres de hacer, con ese libre arbitrio que nos otorga la dignidad teórica de poder elegir, entre los caprichosos ejemplos del párrafo anterior y cuantos queramos inventar, el destino vital que libremente nos apetezca.
Las definiciones de libertad, justicia, etcétera, y la naturaleza de la ley, son temas caros a la filosofía desde la Antigüedad. En la República, Trasímaco define la Justicia como la conveniencia del más fuerte, algo que varía en cada polis de acuerdo a quienes tengan el poder. Claro que Sócrates, en el diálogo platónico, lo derrota; pero, como me dijo una vez un amigo, el héroe de toda saga de aventuras –sean de vaqueros, intergalácticas o, como en este caso, dialécticas– gana en todos los episodios, y, sin embargo, a veces es el «malo», el antihéroe, el archivillano el que tiene los parlamentos más interesantes, el que fascina, e incluso, en ocasiones, el que dice la verdad.
El modo de organización social avá guaraní es distinto al estudiado por Marx en la sociedad capitalista; la propiedad de la tierra es comunitaria, no privada. Pobladas por avá guaraní, las tierras de Itakyry, en el departamento del Alto Paraná, llevan años siendo deforestadas para cultivar soja, aunque jurídicamente a sus habitantes los protegen de ello los derechos de una democracia moderna. No me interesa rasgarme las indignadas vestiduras ni exhibir a gemidos mi buen corazón so pretexto de todo lo cometido durante esta semana allí y en Guahory desde el domingo pasado –gente arrojada de su hogar, casas quemadas, niños atropellados en sus escuelas por la Policía–, sino darle el reconocimiento que se merece a Trasímaco de Calcedonia. Un modo de organización social, además de ser un sistema económico, genera una configuración ética con sus propios valores y modos de juzgar, y su propia definición de la Justicia. De esto, de la historia y sus relaciones de poder, no podemos salir porque no estamos en la historia como está un vaso en una mesa, sino que forja nuestra subjetividad. Por eso podemos tomar por justicia lo que no es sino la conveniencia del más fuerte. O creer que es inevitable lo que podría ser diferente. Si los niños que la policía atropelló en Itakyry hubieran sido niños de clase media de una escuela privada –en un mercado laboral libre, el dinero confiere (en el fondo) los derechos–, el escándalo sería enorme. Pero son niños pobres, son campesinos, son avá guaraní. Su comunidad no se integra al modo de organización social que en teoría les garantiza la Justicia. Secretamente, aunque la Ley los llame «sujetos de derechos», al igual que nos llama libres, no lo son. Como nuestra libertad, sus derechos solo existen en sentido jurídico.
Llega una tarde en la que un hombre jurídicamente libre recuerda la mañana en la que, aún fuera del libre mercado laboral, y sin saber que esas horas terminarían tan pronto, gozó de su breve moratoria social –si tuvo la fortuna de nacer en la clase media, pues, de no ser así, no conocerá siquiera el amargo placer de esa nostalgia: la infancia y la juventud también son privilegios–, y se pregunta si quiso su destino. Sabe que será el mismo para sus hijos y nietos y los hijos de sus hijos y los nietos de sus nietos. Y, parafraseando a Galileo, sin embargo, vota. Y sin embargo acata. Y sin embargo, aunque en el fondo no pueda ya creer, se propone seguir creyendo, y cree.
La sociedad, las instituciones, la cultura lo ayudan a seguir creyendo. A admirar el triunfo de los emprendedores que dejan el cigarrillo y se enriquecen a fuerza de virtud, el de los innovadores que hacen historia y fortuna y tienen biopics made in Hollywood, el prestigio de los que pontifican desde el lugar firme y perenne que se llama la Cultura.
Porque en el peculiar modo de organización social aquí comentado –el nuestro–, no es cultura la del hombre que sabe amasar pan, sino la del que sabe amasar capital, sea social, sea cultural, sea económico. Como el del zapatero no es saber, sino algo tan despreciable como la ignorancia, pues no hay saber sin poder ni autoridad, sin prestigio ni títulos, sin legitimación de las academias, las tradiciones ni las instituciones. Como no es saber el del labriego que aprendió de sus padres o sus mayores cosas que no se enseñan en las universidades, sino el del técnico que aprendió a cultivar, sin tocarla, la tierra, del modo superior en el que todo se aprende, en las aulas o los laboratorios.
Pero la filosofía no es solo aprender, sino desaprender; no es solo creer, sino descreer; no es solo acatar, sino desobedecer; no es solo venerar, sino desintegrarlo todo cuando –como ahora lo es– sea preciso. No está la cultura allí donde los signos exigen inclinarse ante algo superior a mente alguna; no está en las galerías de arte, ni en las facultades y escuelas solamente, ni en las sociedades de escritores o las academias de científicos o historiadores solamente: está afuera. No me refiero a que solo haya cultura realmente viva en la «acción», y no en la «pasividad» del «mero» pensamiento, sino a lo contrario: a que pensar, si se hace en serio y sin miedo –o desafiándolo todo, incluso el miedo– es un verbo, que como tal consiste en vida y en energía y que es, de hecho, pura acción.
Una sociedad es un complejo de cambios incesantes de toda índole, cambios epistemológicos y artísticos, físicos y mentales, económicos y éticos, políticos y poéticos. Lo que todos defienden, lo que creen y persisten en creer, en cada momento y lugar, natural y correcto, inevitable y eterno, ya encierra en sí su opuesto: lo Posible, que es todo un universo. Observar lo que cree y persiste en creer tu tiempo es filosofía. Dudarlo, pensarlo, buscar lo que oculta detrás, repensarlo, entenderlo al fin, y ponerte de pie y patear el tablero, también. Como Trasímaco.
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