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Las obras virtuales pueden ser interpretadas como la culminación de una antigua pulsión por recrear la realidad. Se les puede rastrear una genealogía. Según Kuspit, aunque hubo que esperar otros cuarenta años y pasar de Europa a Norteamérica para que apareciera la auténtica representación digital, cuyo desarrollo en la década de 1950 corrió parejo al de la computadora, la primera codificación digital de la imagen visual se realiza en el puntillismo de Seurat, quien convirtió la mancha de color impresionista en un punto electromagnético de color bien definido: un píxel (1). Por otra parte, antes de que, en 1949, apareciera la obra de Max Bense y A. Moles La Estética de la Información, que serviría a George Nees para realizar en 1965 la primera exposición de arte sobre gráficos generados por computadora, ya en 1935 afirmaba Paul Valéry que «las numerosas y sorprendentes modificaciones de la técnica general que hacen imposible toda previsión en ningún orden, deben necesariamente afectar cada vez más los destinos del Arte mismo, creando medios completamente inéditos de ejercitar la sensibilidad» (2).
Considero que la transformación ontológica más importante que supone el arte digital es el paso de la utilización de la materia de los objetos, a la utilización de su información constituyente, que se hace posible gracias a la codificación de datos en un lenguaje binario y a su organización formal sistemática y productiva en una secuencia de pasos denominada algoritmo. Proceso realizado a través de las máquinas hoy conocidas como computadoras. Podemos acotar, pues, como característica específica del arte digital, el hecho de que las imágenes u obras digitales son producto del cálculo algorítmico que efectúan los ordenadores.
Ahora bien, esta característica, de apariencia puramente procedimental y técnica, ha abierto la percepción, el conocimiento y el hacer humanos a posibilidades creativas potencialmente ilimitadas. Una figura lineal, una representación matemática abstracta para los sentidos, se convierte en algo espacial, experimentable, habitable a través de nuestro cuerpo; este es posiblemente el alcance mayor de la obra, que permite indagar la ampliación de los límites de la cognición humana por medio del trabajo conjunto de la ciencia, la tecnología y el arte.
En este sentido, el ordenador no sería solo un nuevo instrumento para hacer antigua arquitectura, pintura o escultura, sino el medio productivo de nuevas formas de experiencia, de experimentación, de combinaciones entre imaginación y pensamiento.
A continuación se plantean, muy sucintamente, tres aspectos en los que la irrupción de lo digital ha producido cambios de sentido en la naturaleza y la función de la praxis artística.
Fin y resurrección de la Mímesis
Si la imagen digital consiste en una matriz de las sensaciones generadas por códigos informático-algorítmico-matemáticos, ¿alcanzamos al fin el mundo de las ideas platónico? ¿O, muy por el contrario, sucumbimos al más bajo de los engaños de la representación, a la lejanía de una verdad imposible de discernir en la simulación?
En el arte digital, la imagen no existe como representación de algo, pues lo que se ve es el resultado de un proceso en el cual el cálculo matemático efectuado por una computadora sustituye la función de la luz en los soportes químicos (fotografía) y magnéticos (video). La computadora, mediante programas de creación y tratamiento digital de imágenes y sonidos, permite crear paisajes, objetos y personajes que nunca han existido fuera de la imaginación de quienes los conciben. Así, la imagen resulta de una modelación de raíz matemática. El hecho de que sepamos que una imagen fotorrealista, de un naturalismo perfecto y preciso, puede representar algo que jamás se ha materializado ante el objetivo de una cámara modifica la manera tradicional de mirar las imágenes realistas como testimonio de aquello que ha sucedido o existido. En el diseño-dibujo asistido por computadora, la imagen re-producida ya no es una copia de un objeto anteriormente existente. Al eludir la referencia externa, la oposición entre el ser y el parecer pierde sentido. Por ende, la imagen, ya no foto-grafica sino info-gráfica, no tiene por qué seguir imitando una realidad exterior a ella; más bien, en un número creciente de casos (como en los objetos industriales, etcétera), será el objeto material el que, para existir, deberá imitar a la imagen-información.
En términos filosóficos clásicos, lo que acontece con la imagen digital es un platonismo paradójico: el triunfo de la metafísica platónica plasmado en la producción mimética del mundo inteligible. Es decir, el mundo inteligible se ha vuelto sensible y, viceversa, el mundo sensible se ha vuelto inteligible. Victoria pírrica del platonismo, pues con ello se ha abierto el tránsito libre en las fronteras del dualismo ontológico entre el mundo inteligible y el mundo sensible, tan caro al platonismo. A partir de la interfaz mimesis-digitalización, la contaminación ontológica entre lo sensible y lo inteligible, la ficción y la realidad, es un hecho irreversible.
Interactividad
Los primeros artistas digitales se sentían a menudo frustrados por no poder mostrar sino imágenes estáticas como resultado final de sus obras, cuando el verdadero arte era todo el proceso algorítmico y la infinidad de sus expresiones potenciales. De la superación de esta frustración surge otro aspecto resaltante de la interfaz arte y tecnología informacional: la interactividad, que ha hecho emerger un campo estético en el que rigen nuevas premisas para la praxis artística: una reacción en contra de la teoría estética centrada en el objeto de arte y en favor de la reflexión en torno al proceso, al sistema y al contexto; y una redefinición de los papeles del autor y el observador en el mundo del arte.
«La interactividad inaugura un genero de experiencia artística enraizado en el audiovisual –el cine, la televisión, la música–, pero con una diferencia importante: las obras vía ordenador no se contemplan, sino que se exploran», ha señalado Xavier Berenguer (3). La interacción implica, pues, una tensión entre la necesidad de controlar el despliegue de la obra, por parte del autor, y la libertad de explorarla como quiera, e incluso de modificarla, por parte del espectador / interactor.
Las obras recibidas mediante interfaces técnicas generan un entorno en el que nuevas experiencias participativas e interactivas permiten integrar al espectador en el contexto de la obra, estableciendo un diálogo entre obra y espectador que, en la medida en que exhorta a la acción, tiene lugar no tanto de modo lingüístico o reflexivo cuanto práctico e intuitivo. Así, por ejemplo, según algunos expertos en museos, en el futuro estos no serán concebidos ya como lugares de colección de objetos, las obras de arte, sino como espacios donde prevalecerán la experiencia y las emociones que en el público, convertido en usuario y participante de estas, suscitarán unas obras que ya no serán percibidas como portadoras de un único sentido.
La experiencia de la realidad virtual
La realidad virtual (o mejor, la simulación digital multisensorial) se puede definir como una base de datos interactivos capaz de implicar todos los sentidos en una simulación generada por computadora, explorable, visualizable y manipulable en «tiempo real» bajo la forma de imágenes y sonidos digitales, dando la sensación de presencia en el entorno informático. Mediante dispositivos de visualización (pantallas envolventes o gafas y cascos de visión estereoscópica), los sistemas de simulación multisensorial generan la experiencia, en los usuarios/espectadores, de encontrarse en el interior de las imágenes y acceder a una nueva condición espacial y temporal en la que su mirada se siente libre del encuadre impuesto al arte visual por la perspectiva renacentista. En esta línea, la simulación digital es la realización de antiguas fantasías sobre una expresión artística capaz de implicar todos los sentidos. Podemos encontrar en las vanguardias clásicas antecedentes de estos desarrollos; así, el recurso a la «cuarta dimensión» y las geometrías no euclidianas de Picasso a Duchamp respondía al afán de incluir en el cuadro distintos puntos de vista simultáneos de un mismo objeto liberándose de la perspectiva. Se trataba de emanciparse del dominio del espacio visual, de la noción retiniana (naturalista e impresionista) de lo pictórico a favor de una pintura cerebral.
Del mismo modo, en el puntillismo de Seurat encontramos las primeras imágenes que se presentan explícitamente como una realidad virtual y que, en consecuencia, «sostienen» que la realidad es siempre virtual –nunca realmente real–, o, si se quiere, que lo virtual es lo realmente real
Si bien, como decíamos al comienzo, crear una obra virtual puede ser interpretado como punto culminante de la pulsión occidental por recrear la realidad, pulsión que nace con la perspectiva lineal en el Renacimiento, la obra virtual no es propiamente un acto de representación, sino más bien de diseño y organización de un espacio con vocación tridimensional (emulación electrónica de un espacio para ser vivido), y modelado y construcción de los objetos-imagen que han de ocupar ese espacio. Una labor conceptualmente próxima a la de un escenógrafo (o arquitecto), con la particularidad de que una obra digital se puede considerar en permanente construcción pues es en potencia ilimitadamente re-producible y modificable.
La imagen virtual ha heredado del cine la imagen-movimiento de la que habla Deleuze (4) pero modificándola de forma sustancial en varios aspectos. Probablemente uno de los aspectos más novedosos de la experiencia que proporciona el espacio tridimensional de la realidad virtual es que puede ser explorado de manera inmersiva. Como el espacio marino, el espacio de la realidad virtual puede explorarse en todas direcciones y no solo en los ejes vertical y horizontal característicos de la visión y el movimiento humanos. Ninguna otra simulación ha logrado la sensación de libertad que permite el «vuelo» por cualquier lugar de ese espacio tridimensional. Los objetos se acercan o se alejan a voluntad y sus detalles pueden ser observados desde todas las perspectivas con una minuciosidad sorprendente.
Cerramos este panorama con una consideración crítica. Sin el desarrollo de una cultura tecnológica que nos capacite para incidir políticamente en la configuración y los usos del entorno virtual, la experiencia –que refleja «una vieja aspiración humana de la que hablan leyendas y obras de todas las épocas» (5)– de «atravesar» la superficie del cuadro, introducirse en el interior de la imagen y vivir realmente en un mundo imaginario, en un mundo de fantasía, podría llevarnos a «una nueva y última forma de industrialización: la industrialización de la no mirada, basada en la reproducción de una intensa ceguera» (6).
Notas
(1) Donald Kuspit: «Del arte analógico al arte digital», en: D. Kuspit, M. Van Proyen, W. V. Ganis y F. Duque: Arte digital y videoarte. Transgrediendo los límites de la representación, Madrid, Círculo de Bellas Artes, 2005.
(2) Paul Valéry: «Notion générale de l’art», en: Nouvelle Revue Française, nº 266, 1 de noviembre de 1935, pp. 683-693.
(3) X. Berenguer: «El medio es el programa», en: J. La Ferla y M. Groisman, ed., El medio es el diseño, Universidad de Buenos Aires, 2000.
(4) Gilles Deleuze: La imagen-movimiento. Estudios sobre cine, Barcelona, Paidós, 1984.
(5) Diego Levis: Arte y computadoras. Del pigmento al bit, Buenos Aires, Norma, 2001.
(6) Paul Virilio: La máquina de la visión, Madrid, Cátedra, 1988.