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HISTORIAS DE CAMINANTES
El primero al que escuché hablar de Emiliano fue mi abuelo materno, quien contó que un día, para ser más exactos el 15 de setiembre de 1949, en los caminos de Arroyos y Estrella, compañía de la antigua Tacuaral, se encontró con un hombre de uniforme verde olivo y sombrero de paño, y que, como ninguno de los dos tenía rumbo fijo, marcharon juntos.
Se detuvieron a tomar una cañita en el almacén de don Serapio Alemán, en medio del descampado de vientos que levantaba una polvareda inmemorial. Nada en cinco leguas a la redonda. Charlaron bastante.
Recuerda que, entre otras cosas, su inesperado compañero de ruta le dijo que en su alforja llevaba la oreja disecada del sargento boliviano Froilán Tejerina, acusado de asesinar a su amigo el teniente 1º Adolfo Marcial Rojas Silva. Y que citó a sus más de cuarenta mujeres, a cada una de las cuales le había obsequiado un poema. Un harén en el que estaban anotados los nombres de Leandra Paredes, Zulmita León, Mercedes Roja, Catalina Vallejo, Dominga Jara, Eloísa Osorio, Otilia Riquelme, Marciana de la Vega y María Belén Lugo (la amada Belencita, a la que conoció cuando oficiaba de ñembo’e ýva, y con la que contrajo nupcias un día antes de su cumpleaños, en agosto de 1933, en medio de la guerra). Y también que mencionó, henchido de orgullo, que fue ascendido a sargento 2º en pleno campo de batalla, en Nanawa, y que fue herido dos veces como miembro del Regimiento de Infantería «13 Tuyutí» de macheteros implacables.
Asegura mi antepasado, un señor serio, que no se dejaba llevar por la fantasía, razón por la cual jamás fue al cine, que en un momento dado aquel personaje llegado de la nada pareció sentirse medio alterado y salió a la intemperie a tomar aire. En el umbral de la puerta, le contó que su nombre era Emiliano R. Fernández, y cuando quiso verlo de nuevo, o, por lo menos, despedirse, lo divisó ya tan solo como un punto en la distancia, y creyó verlo con alas.
Hasta ahí, nada extraordinario. Salvo porque mi abuelo se enteró después de que ese día por la mañana, a las 4:30, Emiliano «Ré» había fallecido en el Hospital Militar Central, en el que estaba internado desde que, hacía varios meses, resultó herido de un tiro de pistola en el almacén Caracolito del barrio Loma Kavara, a las 18:00 del 3 de noviembre de 1948; lo habían emboscado unos desconocidos que lo esperaron encubiertos en las sombras. «Murió de pérfida bala», publicó la revista de versos y canciones populares Ocara Poty Cue Mi, en la que colaboraba.
Jamás detuvieron al agresor. Dicen que fueron unos de los muchos detractores de lo portentoso, muertos de envidia de aquel encantador de muchachas de pluma prodigiosa. No entendían cómo un guitarrero de mal carácter y cantor de cuarta había podido alcanzar tanto.
Mi abuelo don Eustaquio nunca más volvió a hablar de aquel encuentro del 15 de setiembre de 1949, del que también fueron testigos el tendero y su esposa Teresa.
PASADIZOS SECRETOS
Pero las coincidencias superan el asombro. Un investigador de la vida de Charles Christopher Parker Jr., el más grande saxofonista que ha pisado la tierra, en un texto publicado en el Real Book del Berklee College of Music (1970) cuenta que en esa fecha (el 15 de setiembre), pero otro año, aquel genio, Charlie Parker, «Bird», carcomido por la cirrosis y la heroína, en el Camarillo Estate Hospital, en la sesión de grabación de Love man, apenas capaz de sostener el instrumento, alcanzó lo que nunca otro: la nota de los ángeles. El sufrimiento humano se tradujo en arte y la música sublime hizo que se fuera la energía eléctrica de Nueva York y se conmovieran los árboles del Central Park, en Manhattan.
Quizá haya conexiones entre estos elegidos, pasadizos secretos que los hacen encontrarse en algún momento, en algún lugar. Supongo que el Ahama che china de Emiliano, escrito en 1928 y convertido por el pueblo en Che la reina, habrá sonado igualmente con fuerza de tormenta en esos territorios donde no cuentan el tiempo ni el espacio. No se sabe.
El motor de ese tema era Catalina Gadea, la muchacha de ojos de cielo que se clavaron como puñales en el corazón del poeta alucinado que buscaba a su «reina» en noches de serenata y guaripola. Ella también inspiró A Catalina y A mi bella Catalina. Una de esas musas que bajan en paracaídas en los sueños o son expulsadas como melodías por algún saxofonista genial hasta la demencia.
Como estamos con inauditas comparaciones, a fines de los años 60, cuando fuimos, para conocer el mundo, a estudiar cartografía en la Zona del Canal de Panamá, con una beca de la Escuela de Especialidades de la Marina, nos asustó ver a una especie de Emiliano que enfervorizaba a los marines americanos con sus discos de vinilo. Era Robert Allen Zimmerman, Bob Dylan, que con Blowin’ in the wind instaba a recuperar lo folclórico y se hacía eco de las reivindicaciones sociales. Un canto nasal y una guitarra desprejuiciada, al estilo de un juglar de la Edad Media. En fin, todo es semejante, y la respuesta está en el aire. Eran iguales, pero en idiomas diferentes.
EMILIANORÉ
Emiliano nació en Ybysunú, Guarambaré, el martes 8 de agosto de 1894 a las 20:00, aunque otros emilianólogos lo tenían como de Curuzú Isabel, a diez kilómetros de la ciudad norteña de Concepción, quizá porque sirvió en la Primera Zona Militar, situada ahí, y otros lo hacen nacer en Bejarano, Recoleta, debido a un verso. Por su parte, el poeta carapegüeño Manuel Cantero publicó en el número 28 de Ocara Poty Cue mi lo siguiente: «Nunca te olvides, yo te lo ruego, que fue tu cuna Guarambaré». En realidad, artífices excepcionales de esta naturaleza germinan en cualquier parte.
En enero de 1985, después de cubrir el histórico primer megaevento «Rock in Rio», con Queen, de Freddy Mercury, y con Ozzy Osborne, entre otros próceres de la música, en el aeropuerto Galeao, de Río de Janeiro, un oboísta norteamericano practicaba en un rincón, y el inefable Humberto Domínguez Dibb, que estaba por ahí, le lanzó un desafío: si interpretaba Colorado, Olimpia y una polca de Emiliano, él pagaba champagne para todos. Aparte de las mencionadas composiciones, tocó La cautiva, que cantamos en fila india hasta el avión.
Algunos afirman que la producción literaria de Emiliano supera las dos mil poesías, y se siguen descubriendo en Carapeguá papeles inéditos con su firma, pues se multiplican en la imaginación del pueblo que lo definió como el «Emilianoré». Por ejemplo, en Itauguá Guazú, jurisdicción de Itauguá, el músico Néstor Damián Giret (Premio Nacional de Música 2005) encontró Ahatare pende hegui y La primera noche, entre otros, en un baúl que tenía en su rancho Lucas Meza, guitarrero, acarreador de dulce de la fábrica de los Vaezquen en Guarambaré y compañero de juerga de Emiliano Rivarola Fernández, su nombre real, pues cambió el orden de sus apellidos en honor a su querida madre, Bernarda, sobrina del Coronel Valois Rivarola. Su padre era Silvestre Rivarola, que peleó en la Guerra Guazú, en el Batallón 45, a las órdenes del general Bernardino Caballero. Uno de los sobrevivientes de la más cruenta batalla de la historia, la Batalla de Acosta Ñu, con solo doce años.
Sus desengaños amorosos lo convirtieron en un gran caminador, de esos que amanecen en cualquier sitio: Concepción. Sapucái, Pedro Juan Caballero, San Pedro, Puerto Casado, Puerto Pinasco, Rancho Carambola, Brasil. Y que viven haciendo de todo por el camino: obrajero, carpintero, guardabosques, guía de scouts. Fue despedido como un perro de la empresa Carlos Casado por rebelde y farrista, fue periodista, al mejor estilo radio so’o de la época, buscando noticias en el Mercado Guazú, lo que dejó para tomar un tren y viajar a Caballero, donde compuso Guavira poty cuando halló a la maestra de diecinueve años Mónica Grance, aunque otros biógrafos afirman que esa canción era para Dominga Lugo, de Zavalas Cue. Todas eran sus novias.
BARES, ESTACIONES Y NOCHES DE BARRIO
Cuando éramos niños, supimos de la muerte de Zoilo Mendieta, alias «Mbopi», eterno serenatero de Tacuaral, que sabía más de trecientas canciones de Emiliano, y recordamos sus versiones de Adiós che paraje kue, La última letra, Oda pasional, Tupasÿ del campo, Nde yuru mbyte, Nde keguype, Causa ne ñaña… Y aquello de Despierta mi angelina fragancia de azucena, que nos erizaba la piel, y que cantó borracho de amor en la ventana de una beldad del Barrio Central de cabellera torrencial y mirada nocturna, una venus llamada Angélica Prieto, que tocaba en el piano el Nocturno en Si Bemol de Chopin en la tardecita, embrujando a mi valle.
Ella nunca le hizo caso y se escapó una tarde, en una lujosa camioneta, con un aduanero, y el artista se desangró durante siete días, de acuerdo a los exagerados, y antes de expirar rompió su guitarra diciendo: «Me voy junto a vos, maestro Emiliano».
Desde entonces, ambos se sientan con una botella de aguardiente a una mesa del bar Totín. Nadie los ha visto, en realidad, aunque Bartolomé Saldívar, el apologista, reveló que suele asombrarse con el dueto de ambos cantores en Por qué mujer adorada con tal desprecio me matas, por qué eres tan ingrata... Aún suelo pasar por ahí, por el centro, a ver si los pillo, hasta hoy sin resultado. Pero Tacuaral, sobre todo en el amenazo, es imprevisible. Es cuando pasan las cosas.
Amerita referir aquí cómo se halló la mencionada composición. Andrés Cuenca Saldívar le puso la música a una letra que le trajo en una hoja estrujada su papá, Manuel Cuenca, en Alfonso Tranquera. En una carrera pé, habló con el poeta, que estaba en el evento, y este le dio permiso, le dijo que obra fue motivada por la agraciada Marciana Vega y le pasó otras, como Ko’ápe che avyave y Arribeño purajhéi, más tarde Barcino Koli.
Dicen los descendientes de familias antiguas que a Emiliano le echaron del karu guasu de la función de Santa Librada por rencillas y cicatrices resultantes del enfrentamiento entre los sako mbykyy y los sako puku, que costó tantas vidas. Ahí escribió Trayecto de mi campaña, sobre su caminata con la enigmática María Bárbara Ayala Báez desde la capital hasta Ka Puente (hoy Coronel Bogado), cuando cayó derrotado el Coronel Adolfo Chirife Orué. Pero Emiliano era un exiliado infinito.
Y también relatan los que lo conocieron que solía afirmar que la mejor versión que había escuchado de las dieciséis estrofas de Tuyami es la del mendigo de la estación de Tacuaral conocido como «Con Con», que tenía un palo de escoba a modo de guitarra y una voz nasal que silbaba entre labios leporinos. Le hacía llorar a mares. «Con Con» recibía a cambio pasteles de mandioca y aloja o un níquel de cincuenta león.
Y suelo palparme a ver si fue cierto lo que descubrí una noche cualquiera de las muchas de los barrios de Asunción en esta vocación de viandante perpetuo. En un garaje me pareció oír un cuarteto, que no podía confundir. Sonaron con fuerza la guitarra rítmica, el bajo, la guitarra solista y la batería, y ahí estaban: John Lennon, Paul McCartney, George Harrison y Ringo Starr, pero en el bombo estaba escrito: «The Emiliano’s». Y escuché como un feto, acurrucado de emoción: Adiós che paraje kue, Oda pasional, Causa ne ñaña y, como si eso no bastara, para vapulearme, sin asco, 13 Tuyutí y Che la reina. Un toque de los perros. En realidad, era un conjunto tributo cuyos miembros suelen reunirse para calmar su vicio de admiradores de Emiliano y de The Beatles. Un grupo que suele juntar un profesor de batería, y cuyos integrantes aparecen y desaparecen, espantajos de la bohemia, de latitas de cerveza y de panchos, precisaron los vecinos.
jpastoriza.2008@gmail.com