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El pasado viernes 31 varios amigos, al salir de un lugar a medianoche, fuimos al centro. Mientras J. estacionaba la camioneta, un tipo simpático con remera negra que iba con un grupo habló con euforia de «defender la República». Estacionamos y caminamos hacia el Congreso. En la esquina de Oliva y Nuestra Señora una joven que venía por Estrella nos contó que había perdido a sus compañeros, que había corrido cuando empezaron a dispararles; una pareja de ancianos que venía por Independencia Nacional nos advirtió que los policías se estaban llevando a todo el que andaba por la calle; un grupo desconcertado cruzó la plaza y se sentó a descansar en la vereda, contra la muralla, con resaca de la adrenalina previa. Mientras estábamos ahí todos, escuchando e intercambiando información contra un fondo de gritos desfigurados por la urgencia –«¡La montada! ¡Viene la montada!»–, la noche me pareció sórdida y triste. Varias horas después, de regreso en el barrio, supe que la policía había asesinado a un joven dirigente liberal. Mi vecino M., que venía también del centro, contó, agitado, que había visto cómo le disparaban en el rostro a un diputado esa tarde.
En The Purge, la legalización del asesinato tiene beneficios adicionales: ha permitido diezmar a la población pobre y, con ello, reducir el gasto gubernamental en ayudas sociales, educación, salud, vivienda... Política de recortes, de degradación de la vida en general, que es hoy la de Paraguay. Recordé esta película esa noche en el centro de Asunción por dos motivos. Uno era este.
El centro era una zona sin ley la noche del viernes y la madrugada del sábado, pero no hay zona segura para quienes encarnan siempre un peligro teórico, como el homeless de The Purge; habitantes de veredas y zaguanes cuyos lechos y baños son la calle, fuera de la vida «política», revelan lo ambiguo del término «pueblo»: gemelo deforme del verdadero «pueblo» (o de la «ciudadanía», o la «juventud» –da igual que sean jóvenes o viejos: la juventud en su caso no se idealiza–, o los «compatriotas» –también están al margen de eso–, etcétera). Reflejos grotescos de lo humano, si recogen basura son caricatura de los consumidores; si mendigan, de los funcionarios obsecuentes; si se prostituyen, de las chicas «bien casadas»; si roban, de los empresarios y comerciantes. Pobres entre los pobres, marginados entre los marginados, la violencia impune del fin de semana pasado tal vez fue hipérbole de sus vidas; la prepotencia, del rechazo diario. En nuestro país atomizado e inhumano ya se palpaba quizá la cacería. El Estado les niega protección normalmente, como esa noche a nosotros, los «ciudadanos». Nada que haga o que omita hacer con ellos tiene consecuencias; tampoco lo que nos hicieran a cuantos estuvimos el fin de semana en el centro, de pronto territorio fuera del orden jurídico, al punto de que un crimen podía no serlo. No me pareció exaltante ni hermoso; videos de celular, fotos, testimonios dispersos desmienten los relatos que buscan volverlo asimilable, y rompen, fragmentadas visiones de la locura ajena, tanto las épicas de pacotilla como los discursos sin sentido de las autoridades. ¿Dónde está la excepcionalidad de este atropello –me dije–, sino en su indiscriminación, que, al generalizar la amenaza, hace que concierna a todos? Si toleramos ese orden mientras no nos pone en riesgo, ¿ qué nos sorprende, por ejemplo, en un Eichmann?
Qué violaciones a la ley son importantes y qué protestas son justas puede ser confuso si recibimos información diversa y mediada por intereses a veces contrarios, pero a la vista están el descontento –marchas, huelgas, carpas– y la inequidad, y por más que se quiera rebajar a quienes expresan el primero y encarnan la segunda, son claros a «la evidencia de los viejos glasos», como diría Billiboy en La naranja mecánica, los motivos: están en los cuerpos, las caras, las vidas. No vemos, hasta que es tarde, que un poder de esta índole no es seguro para nadie, por privilegiado que se sienta. Lo oculto en la figura del poder «democrático», el hecho de que discrimina y no garantiza lo mismo a todos, al atropellarnos indiscriminadamente y no garantizar nada a nadie, no importa quién fuera, quedó desnudo. La discriminación normal, y no la indiscriminación excepcional, es la que tendría que hacerlo obvio. La ley modera la barbarie nuclear del poder, pero solo la modera, y solo para los que pueden reclamar sus derechos. Los que podemos hacerlo, el fin de semana fuimos como esos que no pueden. Los desechos de la democracia, los que no tienen Constitución que los ampare, esos para los cuales –y comparto esta indiferencia– el incendio del edificio chino es banal, porque no hay para nosotros sentido alguno en ese «símbolo» (símbolo de nada): para disfrutar una blasfemia hay que ser creyente.
Por supuesto, este es un ejemplo extremo de desigualdad. La desigualdad tiene muchos niveles. Tal como el poder no está solo en el Estado, sino en todo el tejido social. (Y no está, ciertamente, en el edificio del Congreso.) Tal como la violencia tiene grados: en el nivel más alto están los golpes, la cárcel, el homicidio; pero antes están las miradas, los bocinazos, los modos de ocupar los lugares y divertirse y hablar que dicen: «Este es mi mundo, y no el tuyo».
Les decía que recordé The Purge el fin de semana pasado en el centro por dos motivos. El segundo es que el miedo al Estado es también miedo al caos de su ausencia. El miedo a la ausencia del Estado –y de la policía– es el tema de The Purge, el miedo al Estado –y a la policía– llenó esas horas en el centro, y los dos son la sustancia del poder. Hobbes, pesimista sagaz, relacionó el miedo y la política: para evitar la guerra de todos contra todos, dijo, delegamos el uso de la fuerza en el Leviatán. Pero el miedo no desaparece: nos hace obedecer. Así, al lado del orden está la entropía, su doble siniestro. La muerte, guardiana del Estado.
A contracorriente de los discursos que despiertan simpatías con su exhibición de buenos sentimientos, pensador de las sombras, Hobbes ilustró el origen de la política con una fábula filosófica: libres de renunciar a nuestra libertad para fundar el Estado, dimos al Leviatán el monopolio de la violencia para protegernos de nosotros mismos y salir del estado de naturaleza: «Homo homini lupus», cita Hobbes a Plauto. La política surge del miedo, y ese miedo prepolítico y prehistórico persiste en la política –que (recordemos el «zoon politikón» aristotélico) nos hace humanos–, listo para volver en el asalto de lo arcaico: crímenes, guerras, la mítica pesadilla inaugural. Monstruo creado para mantener a raya lo monstruoso, inseguro garante de la seguridad, el Leviatán, guardián de la vida, tiene el poder de dar muerte, y por eso, cuando la seguridad buscada al delegar nuestro poder en el Estado se vuelve contra nosotros –como el pasado fin de semana–, el horror del poder iguala o supera al de su ausencia –que en The Purge deviene trágica–.
Con el vértigo de este saber amargo hemos de vivir. Sabemos que nuestro mundo se ha vuelto peligroso, que la extinción es posible, que el poder tiene amigos y enemigos, que hay exclusiones y alianzas, que el contrato fue tramposo; el desafío es seguir avanzando al filo de este abismo. Como teoría y como proyecto, como filosofía y como praxis, la política ya puede dejar atrás la excluyente luz del iluminismo y entrar en sus propias sombras con los ojos bien abiertos. Ya puede dejar atrás las oposiciones moralistas, los gastados adjetivos, las consignas rancias, como una escalera que nos permitió llegar al siguiente nivel pero que es inútil para leer una urdimbre cuya complejidad pide herramientas de análisis más finas. En la médula de lo político persiste su origen brutal, como persiste en nuestras relaciones y nos habita, aunque nos guste negarlo; sin la osadía de verlo no es posible asumir lo político en su verdadera profundidad. No se trata de ser fatalistas ni de resignarnos a nada: todo lo contrario. Sobre su núcleo maldito, cobarde, egoísta y cruel, ha sabido la humanidad dar nombre a cosas más grandes, y por ellas a veces hemos sido mejores. Hemos sabido creer en la justicia, y, a veces, ser justos; hemos sabido soñar con la libertad, y, a veces, defenderla. Nunca seremos ángeles; pero no seamos hienas. El Leviatán creado por el miedo puede volverse creador de miedo y devorar lo mejor de nosotros. Hemos de poner entonces límites a su poder y a nuestro temor. El camino es largo y complejo, aunque algunos pasos son simples. Ha habido un asesinato; pero eso es solo el principio.
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