Soledad postrera

El miércoles 17 se cumplen ciento ochenta años del nacimiento de Gustavo Adolfo Bécquer (Sevilla, 17 de febrero de 1836-Madrid, 22 de diciembre de 1870), poeta paradójico cuya importancia no deja de crecer

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De su casa paterna, en el número 28 de la calle Conde de Barajas, en Sevilla, no queda ya más que la fachada, y en el número 29 de la calle Gran Poder de la capital andaluza en el cual estuviera otrora el colegio San Francisco de Paula, en el que estudió, hoy hay una clínica, mas no es incoherente esta figura melancólica de las ruinas del pasado con la memoria de aquel que pensó en cuán solos se quedan los muertos. De la muerte y el tiempo inexorable fue Bécquer de los poetas que más supieron. Popular pero incomprendido, de los muchos pero de los pocos, simple pero de simplicidad difícil y destilada, delicado pero bohemio, bohemio pero tradicional, tradicional pero refrescante, cursi pero raro, raro pero ingenuo, conservador para sus propios coetáneos pero póstumamente saludado por la Generación del 27 como fundador de la poesía moderna en lengua española, de la obra de Gustavo Adolfo Bécquer se puede decir casi todo, como si su musicalidad misteriosamente perfecta fuese forma apta para cantar cualquier letra. Nacido Gustavo Adolfo Domínguez Bastida, tomó el segundo apellido, Bécquer (en su flamenco origen, Becker), de su padre, descendiente de inmigrantes llegados a España de Flandes en el siglo XVI, y pintor, como su hijo Valeriano, hermano de Gustavo Adolfo, que nos dejó el más conocido retrato de este poeta muerto a los treinta y cuatro años del «mal del siglo», la tuberculosis, rodeado más de la compasión que de la admiración o del respeto de sus pares, que a veces ni siquiera le tuvieron demasiada compasión: a sus Rimas, Juan Valera las llamó «ayuntamiento monstruoso de los lieder alemanes con las seguidillas y coplas de fandango andaluzas», y Núñez de Arce, por su parte, «suspirillos germánicos». Tuvo que llegar el siglo XX para que su impronta resonara en Machado, Salinas, Cernuda, y Dámaso Alonso lo llamase el «primer poeta contemporáneo». Este febrero es de Bécquer, nacido hace ciento ochenta años que se cumplirán el próximo miércoles 17, y la secreta matemática de su amor por la simetría, la parquedad otrora confundida con pobreza, la extraña sencillez que ilumina territorios tan oscuros como la muerte, son rasgos todos que ilustra su Rima LXXIII, con la que hoy lo recordamos.

Rima LXXIII

Gustavo Adolfo Bécquer.

Cerraron sus ojos,

que aún tenía abiertos;

taparon su cara

con un blanco lienzo,

y unos sollozando,

otros en silencio,

de la triste alcoba

todos se salieron.

La luz, que en un vaso

ardía en el suelo,

al muro arrojaba

la sombra del lecho,

y entre aquella sombra

veíase a intérvalos

dibujarse rígida

la forma del cuerpo.

Despertaba el día

y a su albor primero,

con sus mil ruidos

despertaba el pueblo.

Ante aquel contraste

de vida y misterios,

de luz y tinieblas,

medité un momento:

¡Dios mío, qué solos

se quedan los muertos!

De la casa, en hombros,

lleváronla al templo,

y en una capilla

dejaron el féretro.

Allí rodearon

sus pálidos restos

de amarillas velas

y de paños negros.

Al dar de las ánimas

el toque postrero,

acabó una vieja

sus últimos rezos;

cruzó la ancha nave,

las puertas gimieron

y el santo recinto

quedose deserto.

De un reloj se oía

compasado el péndulo,

y de algunos cirios

el chisporroteo.

Tan medroso y triste,

tan oscuro y yerto

todo se encontraba...

que pensé un momento:

¡Dios mío, qué solos

se quedan los muertos!

De la alta campana

la lengua de hierro

le dio volteando

su adiós lastimero.

El luto en las ropas

amigos y deudos

cruzaron en fila

formando el cortejo.

Del último asilo,

oscuro y estrecho,

abrió la piqueta

el nicho a un extremo.

Allí la acostaron,

tapáronle luego,

y con un saludo

despidiose el duelo.

La piqueta al hombro,

el sepulturero,

cantando entre dientes,

se perdió a lo lejos.

La noche se entraba,

reinaba el silencio;

perdido en las sombras,

medité un momento:

¡Dios mío, qué solos

se quedan los muertos!

En las largas noches

del helado invierno,

cuando las maderas

crujir hace el viento

y azota los vidrios

el fuerte aguacero

de la pobre niña

a solas me acuerdo.

Allí cae la lluvia

con un son eterno;

allí la combate

el soplo del cierzo,

del húmedo muro

tendida en el hueco,

¡acaso de frío

se hielan sus huesos!...

¿Vuelve el polvo al polvo?

¿Vuela el alma al cielo?

¿Todo es vil materia,

podredumbre y cieno?

¡No sé; pero hay algo

que explicar no puedo,

que al par nos infunde

repugnancia y duelo,

al dejar tan tristes,

tan solos los muertos!

juliansorel20@gmail.com

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