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«Pro nobis egenum et foeno cubantem,
piis foveamus amplexibus.
Sic nos amantem quis non redamaret?
Venite adoremus, venite adoremus,
venite adoremus Dominum»
(«Por nosotros pobre y acostado en paja, / démosle calor con los abrazos. / ¿Cómo no amar a quien así nos ama? / Venid y adoremos, / venid y adoremos al Señor». Adeste, Fideles, texto atribuido a Giovanni da Fidanza, san Buenaventura de Bagnoregio. Trad. de M. Álvarez)
No sé si esto me sucede solo a mí: desde que era niña, cada 25 de diciembre confirmo que, aunque me gusta la Navidad –porque me gusta la Navidad, por motivos un tanto oscuros para mí misma, e incluso me gusta más de lo que demuestro–, no es tanto la Navidad que vivo la que me gusta cuanto otra que sospecho, confusamente teorizo y tercamente espero; que mi navidad nunca ha sido tanto una experiencia cuanto un concepto, una construcción borrosa o una idea. Siempre he querido que la realidad y el deseo coincidan en este día, y cada año lo vuelvo a querer, pero nunca llega el día de Navidad que satisfaga ese anhelo potente e impreciso, obstinado, recurrente, cíclico. No es que me molesten los regalos, los adornos, las luces, la bebida y la comida; tengo amigos que los señalan con agudeza como caídas en el consumismo sin sentido, y no niego que tengan razón, pero la verdad es que ni siquiera ese carácter de arbitrariedad o exceso me molesta. Hasta eso me gusta de la Navidad. Me gusta mucho, pero no me basta; lo cierto –y mientras escribo esto me percato de lo estúpido que va a parecer– es que estoy esperando desde niña algo que no sé qué es –que ignoro qué es– pero que interiormente he llamado siempre «la verdadera Navidad».
Y lo más complicado es que sé que la solución no está para mí en recuperar o adoptar alguna tradición o credo de los muchos que integran esta celebración sincrética cuya homogeneidad global suspende de modo curioso las oposiciones entre los hemisferios, con sus simultáneos solsticios inversos. Ya que he usado el término, tal vez, en todo caso, quiero dar su puesto al solsticio, al detenerse en el cielo del Sol Invictus invocado en un Norte de terrores arcaicos para que resucite al cabo de la larga noche del invierno, sol que en el Sur se muestra en el esplendor de su fuerza en el mismo punto del tiempo.
Detenerse del sol en el solsticio que por metáfora refleja una eternidad –pensada– en los cielos –físicos–, «solstitium» en el que el tiempo astral se queda quieto, suspenso en la duración que tendría que poner de manifiesto el fondo desconocido del cual en las Saturnalia los banquetes y los obsequios eran complemento y del que recibían su locura, su peso y su maravilla la embriaguez y los festejos que inauguraban el comienzo de lo nuevo.
Tampoco es que me molesten la embriaguez ni los festejos; me gustan, y mucho, pero en Navidad me saben a poco; los encuentro inconsistentes, etéreos como lechuga cuando es otro alimento más duro de roer y más ardiente el que deseo.
Pienso en la Tregua de Navidad del 25 de diciembre de 1914, cuando en una trinchera en Bélgica, durante la Gran Guerra, los soldados alemanes y británicos detuvieron el fuego y salieron de las trincheras y se desearon unos a otros, sin distinción, «¡Feliz Navidad!», y creo que esa pudo ser «la verdadera Navidad» que anhelo.
Seguramente todos conocemos esa historia, según la cual la noche del 24, que en español, bellamente, llamamos Nochebuena, unos y otros empezaron a cantar villancicos, primero por separado y en sus respectivos idiomas, y luego todos juntos. Y, sin que autoridad militar alguna diera orden ni permiso para ello, instauraron esa tregua, declarada posteriormente «no oficial». Y celebraron juntos algo que tal vez, igual que yo, ignoraban qué es, algo que tal vez nadie sepa en qué consiste y que, sin embargo, es tan importante que vale más que la muerte y la guerra.
En una carta de ese mismo año, 1914, el soldado británico Walter Congreve le contaba a su mujer lo ocurrido. Un alemán se había puesto en pie para proponer desde su trinchera un trato insólito: si los británicos no disparaban, ellos, los alemanes, tampoco lo harían. Entonces, escribía el brigadier Congreve –que creyó, al principio, que era una trampa–, «Lentamente, uno de los nuestros se puso de pie y salió de la trinchera; después de eso, un soldado alemán hizo lo mismo. Y ambos salieron, y los siguieron más».
Y si observan ustedes el mito cristiano del nacimiento de ese dios «incarnatus», ese dios hecho hombre que, como el Sol Invictus, morirá para renacer, verán que, como el sol, en sí mismo es regalo; regalo de Navidad. Como el Sol, lujo de la luz y entrega del calor, alma de los colores y las formas del cosmos, motor de la materia y la carne y don de la vida, es despilfarro radical del mundo, gran obsequio del ser. Nace entre paja y estiércol y lo adoran pastores analfabetos porque rústicos soldados sucios de barro de trinchera y pobres campesinos somos todos en lo más profundo, por diferentes que nos hagan parecer las singularidades que, como a los combatientes de 1914 antes y después de la Tregua de Navidad, nos enfrentan.
Por eso en tales momentos y lugares la Navidad suspende el curso ordinario de las cosas para mostrar a todos que llevar esta o aquella camisa, leer muchos libros o ninguno, hablar mejor o peor, ser menos o más en un papel, un círculo o una época, estar en una trinchera o en la otra no le cambia a nadie la carne ni la sangre, que sigue siendo la misma que derrama cualquier criatura y la misma que vive y padece, goza y muere en todos. Por eso tales milagros –no soy creyente, pero es el concepto de «milagro» el que aquí encuentro más adecuado y sólido, más espeso y terrible, y más real–, signos así, de tan tremendo brillo, ante humildes soldados y pastores han de manifestarse, y, ante ellos y en ellos, a todos los humanos, iguales en el deslumbramiento, iguales en el hecho de la vida, iguales en el enigma de los dones, iguales en lo profundo.
Y más adentro, en lo más profundo iguales, finalmente, a cuanto vive: «Si pudiera», escribe Francisco de Asís, a.K.a Francesco d’Assisi, a.K.a Giovanni di Pietro Bernardone, «hablar con el emperador Federico II, le suplicaría que firmase un decreto para disponer que todas las autoridades de las ciudades y los señores de los castillos y de las villas encomendaran en Navidad a sus súbditos arrojar semillas de trigo y otros cereales por los caminos a fin de que, en día tan especial, todas las aves tuvieran qué comer. Y también le pediría, por respeto al Hijo de Dios, reclinado por su Madre en un pesebre, entre la mula y el buey, que se les obligara en este día a dar abundante pienso a nuestros hermanos los bueyes y los asnos. Y, por último, le rogaría que todos los pobres fuesen saciados por los ricos esa noche».
En el tiempo en que el Sol se detiene, en el Norte y en el Sur, en la pausa del tiempo del Solsticio, todo se dispone a recobrar la gravedad perdida durante el tiempo sin pausa. Las promesas incumplidas, las esperanzas traicionadas, los sueños rotos están ahí, dispuestos a recordarnos lo que fuimos, lo que pudimos ser o lo que somos y tememos aceptar, como en esas delirantes escenas dickensianas de la juvenil amistad, descarriada en una de las tragedias más hermosas y tristes del capitalismo, entre Scrooge y Marley. ¿Dónde está ese niño solitario, Ebenezer? ¿Dónde está ese niño, qué era tan bueno? Un día de Navidad murió el gran Robert Walser, que entendía como pocos los misterios del tiempo y sus umbrales: «En el hecho de abrir una puerta», escribió en Jakob von Gunten, «hay más vida oculta que en cualquier pregunta». «Gracias, Señor, por el aire», escribió por su parte Francesco d’Assissi, que fue un gran poeta. «Gracias por el agua, que la hiciste casta y clara». Gracias por el Hermano Sol, gracias por la Hermana Luna. A todas las criaturas, de todos los universos, feliz Navidad.
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