Sobre Armas y letras, memorias del coronel Arturo Bray

El título remite a aquel famoso discurso en el que don Quijote se ocupaba de las profesiones que él, en su delirio, consideraba más honrosas y dignas de un hombre "bien nacido".

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Como se recordará –y no creo ofender la erudición de nadie al refrescar su memoria—, concluía en la superioridad de las armas. Las razones pueden parecer un poco tontas: Sin armas no hay letras. Tampoco viceversa. No existen armas sin letras, puede decirse, ya que detrás incluso del arco y flecha existe todo un conocimiento (¿sabía usted que el arco y flecha fue la primera herramienta con la que el hombre acumuló energía? ¿A que no?). Y no hay armas ni letras tampoco sin porotos y berzas, sin los cuales el hidalgo manchego no hubiera podido degustar su "salpicón las más noches" ni sus "duelos y quebrantos los sábados". Que también los aristócratas, los soñadores y los locos tienen que comer, que es algo que algunas personas tienden a olvidar. Por lo tanto, debió haber concluido que la agricultura era una profesión también digna de un hombre noble, lo que hubiese sido una conclusión verdaderamente revolucionaria. En el mismo discurso, el Caballero de la Triste Figura lamentaba la invención de la pólvora y la artillería, con la que la guerra dejaba de ser un asunto de honor y se convertía en otra cosa. No se sabe bien qué pero otra cosa. ¡Pobre hombre! ¡Qué iluso! Añoraba una edad de oro perdida que, en rigor, nunca existió.
Sin embargo, los ideales no son tampoco una pura mentira y no son solo marginales ni desesperados (freakies, diríamos hoy) como don Quijote quienes procuran ajustar su vida a los mismos. El militar moderno se siente, con razón o sin ella, heredero legítimo de los códigos de caballería de tiempos idos y ello se percibe incluso en los gestos y la conducta. Si esto es pura afectación o no, depende de cada caso en particular. Si la persona es de natural bondadoso, la rigurosa etiqueta de los cuarteles no se traducirá en fanfarronería y prepotencia sino en cortesía y cordialidad. ¡Qué complejo es el corazón humano! ¡Qué difícil es conocerlo, incluso –como bien hacía notar George Orwell en 1984— para su dueño! ¡Cuántas capas tiene la mente! Ya los santos anacoretas que vivían en la Tebaida, como San Macario o San Pacomio, reprendían a aquellos de sus compañeros que hacían ostentación de humildad, como aquel personaje de Dickens cuyo nombre se me escapa, el "fanfarrón de la humildad" de Tiempos difíciles.   

Me viene esto a la cabeza al pensar en ese cierto "empaque" que atraviesa, de cabo a rabo, el libro de memorias del coronel Arturo Bray, Armas y letras, valiosísimo testimonio histórico y más valioso aún por lo bien escrito que está, eso a pesar de ese cierto "empaque" ya mencionado. Empaque que cabe disculpar por tratarse de un rasgo generacional, de un estilo de la época y, tal vez, también de una deformación profesional de quien, como oficial, debía expresarse siempre en términos precisos y contundentes. En ocasiones incurre, sin embargo, en cierta pedantería no muy simpática, como cuando juzga una proclama pacifista (tomo I, quinto capítulo, página 135 de la reciente reedición por El Lector). Habla de "pésima redacción, plagada de  lugares comunes" al referirse a una cita perfecta y correctamente escrita. Cabe disculpar el humano envanecimiento y la pasión de quien se indignaba por la existencia de prédicas pacifistas en un país al borde de un conflicto internacional. ¡Qué hubiera dicho si alguien hubiese comentado algo del tipo "la verdad es que a quién le importa de quién sea el Chaco" o "el Chaco es de los indios"! ¡Hubiese ardido Troya!

Hombre nacido en la Belle Epoque, le tocó vivir el final de aquella era que se hundió definitivamente entre el barro de las trincheras de la Primera Guerra Mundial. Por su ascendencia británica, sirvió en la misma a las órdenes de Su Graciosa Majestad. A muchos años y millas de distancia, según afirmaba, seguía temblando al recordar el hórrido frío del frente. Son encantadores los pasajes en que evoca la Asunción de antaño y sus costumbres recoletas y provincianas. Al hablar del Chaco, se nota un auténtico amor por esa tierra agreste e inhóspita. Menciona las injusticias sufridas por los indios a manos de los criollos. Sin embargo, su juicio sobre los primeros dista bastante de ser lisonjero, juzgándolos perezosos, cobardes y traicioneros, además de condenados a una inevitable extinción. ¿No es ese, acaso, el eterno juicio del hombre moderno y occidental sobre el hombre primitivo y exótico? ¿Y no es universalmente válida la respuesta del segundo, como en el viejo chiste? "Para qué quiero trabajar y ahorrar para luego descansar si ahora ya estoy descansando". ¡Qué difícil es entenderse!

El gran esfuerzo del coronel Arturo Bray es siempre la ecuanimidad. Procurar retratar objetivamente las virtudes y defectos de todos los hombres importantes que conoció, aun cuando no pueda evitar que sus simpatías y antipatías se trasluzcan. Está clara su afición por don Eligio Ayala –hombre también, como él, fuera de lo común, "rara avis" como pocas, estadista a la vez que intelectual y hombre de armas tomar (recordemos cómo encontró la muerte), quizás un tanto soberbio y un tanto envarado, como parece demostrar aquella anécdota en la que sacó de su despacho, pistola en mano cual un sheriff del Viejo Oeste, a un personaje que le fue a proponer un negocio "non sanctus". Está clara, también, su escasa simpatía por el Mariscal Estigarribia, aunque le reconozca un perfecto dominio de sí mismo y una perfecta sangre fría. Iván Belaieff es poco menos que un empresario de circo, una especie de Búfalo Bill que lucraba con los indios. Esta impresión me ha sido confirmada por otras personas que agregaron que lo suyo era, sobre todo, mostrar los pechos desnudos de las indias jóvenes. ¿Es esto justo? No lo sé. Me limito a consignar lo que dice el coronel Bray y fue corroborado por otras personas. Rafael Franco, desde su punto de vista, fue un hombre honesto y bienintencionado, pero carecía de la preparación necesaria para tomar el timón del Estado. Fue, además, ingenuo y se dejó seducir por los aduladores. Está claro que, para él, es Eligio y no Eusebio quien merece el título de "presidente de la victoria". Merece destacarse su simpatía personal –que no política— por el dictador portugués Oliveira de Salazar, "honesto en una vertical que no se tuerce", al que compara con don Eligio por su sobriedad y su desdén por el relumbrón (¿y por cierta misantropía?).   

Enemigo jurado del general Higinio Morínigo, reconoce con orgullo haber participado en cuanta conspiración hubo contra "aquel analfabeto trepado al poder por azar de las circunstancias". Su diagnóstico sobre cómo se mantuvieron las dictaduras más infames en América Latina merced al expediente de agitar el cuco del comunismo es de un sentido común aplastante, de ese sentido común que, como se ha dicho, constituye el menos común de los sentidos y que convendría recordar hoy, cuando muchos siguen añorando los buenos tiempos de "un país en serio". Hay que excusarle su pequeña dosis de machismo cuando sostiene que las mujeres no están emocionalmente preparadas para los asuntos de Estado ("¿quién lo está?" cabría preguntarle) y sus repentinas explosiones de antiyankismo. Escuchemos sin prejuicios y con atención su voz, una voz rara por ser la voz de un escritor-soldado. Y más rara aún por  haber sido la de un buen escritor y un excelente soldado.
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