Sin fiesta no hay historia

A propósito de estos días llenos de acontecimientos, de música, de fiestas y de celebración de los espacios urbanos

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BACANALES, RAVE PARTIES Y RITUALES INICIÁTICOS

Desde las grandes dionisiacas y panateneas griegas, y las lupercales, saturnales y bacanales romanas, pasando por los rabelaisianos desenfrenos de la cultura popular de la Edad Media, y el bárbaro y suntuoso derroche de placer renacentista de los carnavales, y las modernas orgías decadentes de la industrial Modernidad «bohemia» y «romántica» que tantos –y tan queridos, quién lo podría negar– clichés (cinematográficos, poéticos, literarios, pictóricos, etcétera) nos ha legado, y el auge de las rave party, y el festival de Woodstock, y mucho más, hasta hoy, todos los seres humanos, a lo largo de toda la historia, y en todas las culturas, se han entregado al goce liberador de la irracionalidad durante esa brecha abierta en el tiempo normal y rutinario que se llama la «fiesta».

Hablando de «la fiesta más fiesta de todas», si cabe la expresión, en La cultura popular en la Europa moderna (Madrid, Alianza Universidad, 1991), señala Peter Burke que el carnaval era «un tiempo de éxtasis y liberación». Con el fenómeno, digamos, provisoriamente (porque caben más epítetos), «antropológico» de la fiesta, han suspendido el orden de la vida normal y sensata para recuperar un caos edénico y olvidar esa muerte a sola firma y en cómodas cuotas que es la rutina, abandonándose al arrebato de un recreo breve pero intenso, todos los seres humanos de todo tiempo y lugar.

Pero hablar de fiesta es siempre hablar de rituales. En su Diccionario de sociología (México, Fondo de Cultura Económica, 1997), Henry Pratt define el «ritual» como «una forma de comportarse prescrita por costumbre, ley, norma o reglamento… de particular importancia en ciertas actividades religiosas, políticas, asociativas, o de simple convivencia… Se encuentra en las danzas ceremoniales, en las fiestas, en los sacrificios, entierros y muchas otras formas de actividades».

La fiesta, acto compartido por una comunidad cultural, fenómeno social, implica rituales que encarnan y transmiten significados colectivos, valores propios del grupo al que congrega. Y el complejo universo de los rituales festivos nos lleva a pensar en otro tema afín: el hecho de que la fiesta no solo se da siempre, como es por demás obvio, en un determinado punto espaciotemporal, sino que además es, recíprocamente, uno (que está entre los principales, probablemente) de los elementos que llenan de sentidos únicos ese punto espaciotemporal, ese sitio concreto del tiempo y el espacio, al que corresponden segmentos de las experiencias vitales de todos los individuos que participan en la fiesta.

La fiesta, en todos los casos, y también en este, tiene sentidos diferentes para cada sujeto y para cada grupo de sujetos. Un concierto, que supone consumo de bebidas y otros hábitos que simbolizan y señalan para siempre, como inolvidables hitos, el final de la niñez, puede ser, para los más jóvenes, todo un ritual iniciático, mientras que, para los que ya hemos sido iniciados en este tipo de rituales, puede ser más bien el momento nietzcheano del eterno retorno de lo mismo, o la fugaz prueba mágica de que nada muere y todo regresa en ese espacio extraño, embrujado, del tiempo festivo.

FIESTA, COMUNIDAD Y ESPACIO URBANO

Las fiestas son parte de la construcción de un mundo concreto de significados, asimilado por una determinada comunidad y capaz de orientar la conducta y las actitudes y las mentalidades de los miembros de esa comunidad. Pues si la fiesta, como ya dijimos, da un sentido determinado al tiempo y al espacio en que se celebra y se instaura allí como una brecha en el tiempo rutinario de la vida cotidiana, también evidencia y exalta, al hacerlo, determinados valores –valores cuya naturaleza dependerá de las características de la colectividad que celebre la fiesta– y con tal confirmación de sus valores grupales la fiesta contribuirá a la creación o a la consolidación de una identidad compartida.

Además, si pensamos en la experiencia antropológica, cultural, ritual, humana, del sitio o del lugar, del territorio, el festival, el concierto, la fiesta puede crear o consolidar un ámbito de acción, invención e intervención cultural en la ciudad; puede acercar al individuo, por limitado que sea su radio habitual de acción, a las posibilidades de la más vasta estructura de su propia ciudad, la que habita, y así tejer una trama que imbrique cultura, acción, creación, experiencia vital y espacio urbano. Más todavía si vemos el espectáculo (de ser el caso) que congrega a la comunidad de habitantes como una representación teatral que escenifica, aparte de la geografía compartida, los vínculos en común, ya no solo geográficos, que esa geografía alberga y que oculta, quizás, habitualmente, lo que estaría confirmado tácitamente por el individuo que, al participar de la experiencia común, se une a los demás en un ritual colectivo.

El espectáculo, a modo de palimpsesto, contiene varios sentidos en sucesivas capas: por ejemplo, primero, la gente ve y escucha a los Capital Cities, los Babasónicos, etcétera, y baila con ellos; segundo, la gente se reconoce al ver a los artistas en el escenario como parte de la comunidad de los que están congregados para ver a esos artistas, que, por ende, expresan algo de los asistentes convocados allí, y sabe que baila con algo de sí misma, con una manifestación a escala global de sus gustos y de su época; tercero, la gente se sabe parte de la colectividad que participa en un aquí y ahora irrepetible, y baila con los demás en la ciudad que habita, en la que sucede esta fiesta y en la que su vida sucede.

ANTORCHAS EN LOS BOSQUES DEL PIREO

Sin embargo, a diferencia de la cultura y de las fiestas de otras sociedades históricas, en la nuestra el consumo simbólico desplaza a los procesos productivos, de modo que funciona como comunidad de consumidores que comparten gustos por ciertos bienes, ciertos bienes culturales en este caso. El símil con las saturnales de la Antigüedad o el salvaje carnaval del Medioevo –o con fiestas y rituales contemporáneos, pero no urbanos sino rurales, producidos por la comunidad tradicional, más que asimilados por el individuo (monádico, solitario, pues, pese a la breve ilusión de comunión colectiva de la fiesta comercial) que consume bienes culturales– aquí no sería posible, desde este punto de vista.

Fuera de esto, que los músicos y el público sean o no bien vistos en el territorio antropológico de la fiesta o el concierto depende, a fin de cuentas, de que adopten ciertos gestos, apariencia y costumbres. Para los despistados, las comunicaciones en general, desde las más modestas e inmediatas hasta las más sofisticadas y massmediáticas, incluyen una profusión de signos e imágenes ejemplares que garantizan legitimación y pertenencia, e indicadores de los usos aprobados del cuerpo, no solo en los bailes (ya que hablamos de conciertos y fiestas), sino en los movimientos en general. La expectativa de integración o exclusión, de aceptación o rechazo, aquí, tanto como en una misa de fieles puritanos y devotos, por poner un caso que se tiende a creer que está en el extremo opuesto, gobierna así los actos y los gestos corporales. Los gobierna porque la norma social incorporada –«in córpore»–, encarnada, interiorizada, domina el propio cuerpo. Pues, si somos coherentes con esa afirmación, tantas veces citada y tan poco entendida, de Aristóteles: «El hombre fuera de la sociedad, o es animal o es dios, pero no es hombre», el cuerpo humano no es (solo) un organismo del orden de la naturaleza: es una construcción social, histórica, que se forja en un contexto regido por cierto canon que establece qué es aceptable y qué no lo es, y que lleva a emular, muchas veces sin uno mismo saberlo ni proponérselo, ciertos gestos y posturas, y a evitar incurrir en otros. Todas estas marcas hablan del lugar social que un individuo ocupa (y, en mayor o menor grado, según de quién se trate, claro está, puede que también, con un poco de suerte, hablen del individuo). Forman, pues, un complejo entramado semántico tejido con la ropa, las formas de llevar el cabello, los piercing, los tatuajes, los accesorios, los movimientos, las sonrisas, el léxico (y por lo general, todo hay que decirlo, por duro que esto suene, con las ideas). Vista así, como apropiación individual, y no como producción, de fenómenos culturales, la fiesta contemporánea no es más que otra forma de la experiencia del consumo. Pero todos los planos vienen con este poliedro, tanto los que nos gustan como los que nos fastidian. Y con cultos mistéricos y antorchas en medio de la gran noche de los bosques del Pireo, o con espuma y con humo en un bar del casco histórico de tu ciudad o en una vereda del barrio o en cualquier otra esquina de la noche, de mil formas distintas, la fiesta y su locura siempre vuelven: para la especie humana, sin fiestas no hay historia.

montserrat.alvarez@abc.com.py

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