Sexo, cuerpo y cultura: la necesidad científica de los Estudios de Género

La difusión de los Estudios de Género, además de brindar conceptos útiles para entender la diversidad humana, constituye actualmente en la investigación científica y médica una prioridad necesaria para evitar sesgos y prejuicios que obstaculizan el avance del conocimiento, explica desde el Colegio de Médicos de Álava, España, la autora de este artículo, en exclusiva para los lectores del Suplemento Cultural.

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Existe un gran revuelo en lo concerniente a la «ideología de género», término que muchos, movidos por el temor a las consecuencias de la difusión de estos conceptos, utilizan para referirse a las nuevas aproximaciones de la ciencia a la sexualidad humana. Es en realidad algo bastante sencillo de entender, que, si me lo permiten, explicaré de forma coloquial y un tanto superficial a continuación.

En biología tradicionalmente han existido dos sexos principales, masculino y femenino. Así hemos visto el mundo mucho tiempo, como mayormente XX y XY, salvando algunas excepciones que considerábamos muy raras, como los antaño llamados hermafroditas. Hoy en día sabemos más sobre estos estados intermedios (estados intersexuales), y sabemos además que las manifestaciones físicas de los estados sexuales varían de persona a persona (no todas las mujeres tienen las mismas facciones, por ejemplo, ni la misma talla de sujetador). Aun así, para simplificar hablamos de dos grandes sexos, que se manifiestan en mayor o menor grado en cada uno de nosotros. Muchos intersexuales son genéticamente de un sexo y presentan características orgánicas de otro, o de ambos. Pero los dos grandes grupos sexuales fenotípicos seguimos considerándolos (a efectos divulgativos) los que todos conocen y han aprendido en el colegio: femenino y masculino.

Ahora bien, al sexo biológico hay una serie de estereotipos que cada sociedad le superpone. Estos estereotipos tienen puntos en común (por lo general, vinculados a características biológicas) y otros del todo arbitrarios desde el punto de vista biológico y propios de la cultura que los impone. Todos los reconocemos en las señales los baños, por ejemplo: muñequito con pantalones, hombre; muñequito con pollera y pelo largo, mujer. Para nuestra sociedad, los hombres llevan pantalones y solo las mujeres llevan polleras, diga lo que diga Miguel Bosé.

A ese constructo cultural asociado al sexo se le llama también «género». Algunos anticuados (me incluyo) lo llamaban «identidad sexual», porque «género» es un préstamo del inglés que no tiene la misma connotación en español, pero como la expresión «identidad sexual» se utiliza ahora también en otro sentido más amplio, vamos a llamarlo género.

En la mayoría de las sociedades, el género masculino es más agresivo, más cruento y más impulsivo. Básicamente, son unos bestias. Eso tiene cierta justificación biológica: la testosterona produce esos efectos. Pero no todos los hombres tienen las mismas concentraciones de testosterona, la testosterona no tiene en todos los individuos el mismo efecto y no solo los hombres tienen testosterona. Estadísticamente, sienta las bases para construir un estereotipo, pero debido a la imposición de este constructo cultural muchos hombres pueden sentirse excluidos de su género debido a que no cumplen el requisito de ser unos salvajes. Y lo mismo pasa con muchas mujeres.

Durante mucho tiempo, en la medicina occidental hemos prestado atención esencialmente a las manifestaciones de las enfermedades solo en los hombres: si aparecían en las mujeres, se consideraba que ellas tenían algo distinto; por ejemplo, que eran histriónicas, o que tenían histeria. La mujer existía en medicina en tanto que matriz, y las aproximaciones a su salud se basaban casi exclusivamente en su capacidad reproductiva. Tan fuerte es la impronta histórica del desprecio hacia las dolencias femeninas que cuando los soldados que volvían de Vietnam empezaron a sufrir lo que hasta entonces se había llamado «histeria», se le dio el nombre, más digno, de «estrés post-traumático» (1).

Desde hace un tiempo, se estudian las manifestaciones de las enfermedades en las mujeres, y estas manifestaciones en ellas varían significativamente. Por ejemplo, el trastorno por déficit de atención e hiperactividad (TDAH) se asociaba al niño inquieto que se mete constantemente en problemas. Resulta que ese niño tiene, en efecto, TDAH, pero también lo tiene la niña que, modosita y sin hacer ruido, se distrae con cualquier cosa y se olvida de todo lo que tiene que hacer (2). Últimamente se han realizado estudios sobre las tendencias a enfermar según el sexo, en particular en cardiología: aunque mucho se habla del cáncer de mama, la principal causa de muerte en mujeres es la enfermedad cardiovascular (3). Es algo aceptado tradicionalmente en la comunidad médica que los hombres tienen mayor tendencia a padecer enfermedad cardiaca coronaria (al menos hasta el advenimiento de la menopausia) que las mujeres. Se creía que existía una cierta protección hormonal, y que los hombres, al tener rasgos culturales distintos (conductas de riesgo, agresividad, etc.), tenían más facilidad para adquirir hábitos predisponentes (4). De hecho, hasta los años noventa la mayoría de la investigación sobre la enfermedad coronaria se basaba exclusivamente en pacientes masculinos, con la creencia de que tendría las mismas manifestaciones en las mujeres (5).

El problema es que, como hemos dicho, ni las mismas hormonas tienen los mismos efectos en todas las personas, ni todas las personas del mismo sexo tienen las mismas concentraciones hormonales, ni los estereotipos culturales de género son universales, ni se habían estudiado, hasta hace muy poco, las manifestaciones de las enfermedades en el sexo femenino. En 1995, Helgeson (6) señalaba una relación entre los estereotipos de «masculinidad», los roles y los patrones de sociabilización asociados y el riesgo de padecer enfermedad cardiaca coronaria, pero es un estudio de 2007 de Hunt et alter (7) el que –separando a los participantes en cuatro grupos: «hombres característicamente masculinos», «hombres característicamente femeninos», «mujeres característicamente femeninas» y «mujeres característicamente masculinas» (con algunas variables más para englobar también la androginia y la indeterminación)–, concluyó que el riesgo de muerte por enfermedad coronaria era igual en hombres y mujeres «característicamente femeninos», y mucho menor que en hombres y mujeres «característicamente masculinos». Este y muchos otros estudios similares (8) han hecho evidente que lo que determina la propensión a sufrir una enfermedad u otra, y, potencialmente, la manifestación de una enfermedad u otra, no es tanto el sexo cuanto las características personales. Por eso es necesario que se conozca y se maneje la idea de género: porque sin ese concepto los estudios sobre las manifestaciones de diversas enfermedades en hombres y mujeres están destinados al fracaso, mientras que, si partimos de la idea de femineidad y masculinidad como expresiones del género, y no del sexo, tenemos mucho más margen de acción.

Hay más conceptos que es importante manejar. La identidad sexual como la entendemos hoy es la percepción que cada uno de nosotros tiene de sí mismo y de quién es en términos de orientación sexual, identidad de género y rol de género. La orientación sexual es un concepto fácil de entender y suficientemente difundido: te gustan los hombres, te gustan las mujeres, te gustan ambos, no te gusta nadie, te gustan las cabras. Aun así, hay todavía problemas asociados a este concepto (como la invisibilidad de los bisexuales y los asexuales, en la que se está trabajando).

La identidad de género es la percepción que cada persona tiene de su propio género. Como el género es un constructo cultural, y la percepción es subjetiva, se ha decidido pensar el género no en términos de una dicotomía femenino/masculino (bastante excluyente, porque puedes ser una mujer muy femenina en muchos aspectos, y simultáneamente muy agresiva, por ejemplo) sino como un espectro que va de un extremo (muy masculino) a otro (muy femenino), pasando por una mezcla de ambos (simultáneamente muy masculino y muy femenino) y lo contrario (ni masculino ni femenino). Es más cómodo, no solo porque cualquiera puede identificarse con un punto del espectro (personalmente, soy ultra afeminada al comprar maquillaje, y bien macha al dar órdenes y tomar decisiones), sino además porque permite aceptar la idea de que todos, en mayor o menor medida, somos fluidos en lo que concierne al género: hoy me puedo sentir más femenina, y mañana más masculina. Eso no afecta mi identidad sexual, sino solo un aspecto de ella: sigo siendo mujer, aunque hoy me apetezca beber cerveza y ver el fútbol.

El rol de género se refiere a la forma de comportarse, y no, como el género, a la forma de ser. Por ejemplo, la agresividad sería parte del género, y las conductas asociadas (trabajar de guardaespaldas, ver lucha libre, etcétera), del rol de género. Un ejemplo que persiste aún es el de los médicos (masculino) y las enfermeras (femenino). En las tiendas, el disfraz de médico es de hombre, o, a lo sumo, unisex. El de enfermera, en cambio, es exclusivamente femenino, y por lo general sexualizado, incluso en los disfraces infantiles. Para nuestra cultura, tradicionalmente el hombre es ejecutivo, y la mujer, cuidadora y potencial objeto de deseo.

En la transexualidad, tu identidad sexual no se corresponde con tu sexo biológico asignado. Esto es posible porque la identidad sexual es subjetiva y se relaciona con el esquema ideafectivo de pertenencia a un sexo. ¿Es la transexualidad una enfermedad mental? No, pero mientras la identidad sexual y el sexo biológico no se correspondan podrá haber disforia de género, que sí lo es. ¿Debe de hacerse un cambio de sexo a todos los que quieran? No, porque la identidad sexual es subjetiva y, como tal, puede evolucionar: en la actualidad, se hace un screening de duración variable (por lo general, en torno a los 8-12 meses) con entrevistas psicológicas para determinar el siguiente paso en la transición (o en la no transición).

Existe una corriente que intenta que la disforia de género no sea vista como una patología. Esta corriente surge del recelo que produce la patologización y de las muchas metidas de pata anteriores de la medicina moderna (todos recordamos con cierta vergüenza cuando la comunidad psiquiátrica consideraba la homosexualidad no solo enfermiza (9), sino, además, curable (10). Pero la disforia de género es una patología en el sentido de que es un sufrimiento real, y quienes la padecen no fingen sus síntomas y su malestar con respecto a cómo la sociedad los ha etiquetado. Los individuos que se consideran transgénero son, por lo general, más vulnerables, se enfrentan a una mayor discriminación, sufren depresión con más frecuencia y cometen más suicidios que el resto de la población (11).

La difusión de estos conceptos tiene por objetivo principal la aceptación y la inclusión de todas las personas, con sus singularidades y su libertad. Todos somos humanos, todos tenemos problemas, todos los afrontamos de diversas formas. Comportarme de un modo típicamente masculino pese a ser mujer no me hace menos mujer, si es así cómo me siento. Dedicarme a cuidar de los niños y limpiar la casa no me hace automáticamente menos hombre. No identificarme con ninguno de los extremos del espectro de género (o identificarme con ambos) no hace que sea menos persona, digna del mismo respeto que cualquier otro. Haber cambiado mi sexo de hombre a mujer porque no estaba cómoda con mi sexo biológico no me hace una degenerada (ni, desde luego, significa que sea «hombre», puesto que no es mi identidad sexual). Se pueden tener mil reparos sobre el tema, se puede opinar lo que se quiera, pero el punto final es este: uno es lo que uno siente que es, digan lo que digan los demás.

Esto es algo que a la iglesia católica le cuesta aceptar, por desgracia. Creo recordar que en Tailandia los transgénero («kathoey») son tratados con más respeto y consideración que otras personas por las propias creencias religiosas tradicionales de los tailandeses sobre la reencarnación y el karma: qué terrible debió haber sido lo que hiciste en una vida pasada para que ahora tengas que sufrir el peor de los castigos, vivir en un cuerpo con el que no te identificas. Es digno de compasión, no de odio, y nunca de desprecio. El sufrimiento ajeno nunca debería de ser despreciado.

Notas 

(1) Jacques Dayan y Bertrand Olliac: «From hysteria and shell shock to posttraumatic stress disorder: comments on psychoanalytic and neuropsychological approaches», en: Journal of Physiology, vol. 104, nº 6, 2010, pp. 296-302.

(2) Novik, Hervas, Ralston et al.: «Influence of gender on Attention-Deficit/Hyperactivity Disorder in Europe–ADORE», en: European Child & Adolescent Psychiatry, vol. 15, nº1, 2006.

(3) J. Encina, A. M. Durán y A. S. Hamada: «Análisis de género en el Síndrome Coronario Agudo en pacientes de la Unidad Cardiológica del Hospital Universitario Japonés», en: Latido. Revista de la Sociedad Boliviana de Cardiología, vol. 8, nº 1, 2009, pp. 12-17.

(4) S. J. Lash, R. M. Eisler, R. S. Schulman: «Cardiovascular reactivity to stress in men: effects of masculine gender role stress appraisal and masculine performance challenge», en: Behavior Modification, vol. 14, 1990, pp. 3-20.

(5) Carol Emslie: «Women, men and coronary heart disease: a review of the qualitative literature», en: Journal of Advanced Nursing, 51, 2005, pp. 382–395.

(6) Vicki Helgeson: «Masculinity, men’s roles, and coronary heart disease», en: D. Sabo y D. F. Gordon (eds.), Men’s health and illness. Gender, power, and the body, California, Sage Publications, 1995, pp. 68-104.

(7) K. Hunt, H. Lewars, C. Emslie y G. Batty: «Decreased risk of death from coronary heart disease amongst men with higher “femininity” scores: a general population cohort study», en: International Journal of Epidemiology, vol. 36, nº 3, 2007, pp. 612-620.

(8) Robert-Paul Juster y Sonia Lupien: «A sex- and gender-based analysis of allostatic load and physical complaints», en: Gender Medicine, vol. 9, nº 6, 2012, pp. 511-523.

(9) Florian Mildenberger: «Kraepelin and the “urnings”: male homosexuality in psychiatric discourse», en: History of Psychiatry, Sage Publications, vol. 18, nº 3, 207, pp. 321-335.

(10) Michael King, Glenn Smith y Anne Bartlett: «Treatments of homosexuality in Britain since the 1950s. An oral history: the experience of professionals», en: British Medical Journal, vol. 328, 2004, pp. 429-432.

(11) Sean R. Atkinson y D. Russell: «Gender dysphoria», en: Australian Family Physician, vol. 44, nº 11, 2015, pp. 792-796.

smat830@gmail.com

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