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Estimado lector, muy apreciada lectora, tenemos sed, quizá mucha sed, quizá poca. En gran medida somos parecidos. Sí, nos une la sed de leer. Una vez, hace muchos libros atrás, perdón, hace muchos años atrás, yo era un tipo joven y con mucha sed. Leía mucho, en la plaza, en el colectivo, en casa, mientras formaba absurdas filas para pagar mis absurdas cuentas, o en las salas de espera de grises hospitales, o en aburridas oficinas públicas donde gestionaba aburridos permisos; en síntesis, leí mucho.
Cuando veo a la gente escribiendo o leyendo desde sus celulares, me acuerdo de esa lejana época de libros que ya perdí y cuyas hojas seguramente estarán más amarillentas que antes. No tenía problemas en subrayar mis libros. En realidad, era como un deber subrayarlos; también escribía mis divagues en sus bordes, en sus espacios en blanco. Eso sí, leía despacio, lentamente. Hasta ahora tardo mucho en terminar un libro. Las ideas, o las imágenes, o los juegos de metáforas me llevan a releerlos y releerlos constantemente. Cuando llegaba a casa, me acostaba y leía el libro para conciliar el sueño, pero a veces el libro era tan bueno que amanecía leyéndolo. Nunca, nunca olvidaré el primer libro con el que amanecí. A veces, contradictoriamente, mantenía esa intensa relación con dos y hasta con tres libros al mismo tiempo. Quizá por eso tengo muchos libros sin terminar, que me esperan, sin reclamos, agazapados. Pero, insisto, nunca olvidaré lo que me hizo sentir el primer libro con el que amanecí; es la sensación que busco insensatamente siempre.
Te cuento esto porque hoy vi a una chica escribiendo un mensaje mientras caminaba. La mirada intensa de la chica estaba dirigida a su celular. Siempre veo gente escribiendo o leyendo sus celulares mientras camina. Pero esa mirada intensa, no sé por qué, ni cómo, me recordó la mirada intensa de una chica de la que, muchos libros atrás, perdón, muchos años atrás, me enamoré perdidamente. Ella leía un libro de Sartre mientras caminaba. Hace muchas páginas, perdón, hace mucho tiempo no veo una chica leyendo un libro de Sartre mientras camina. A veces veo a uno que otro chico leyendo en el colectivo lleno. A veces veo uno que otro lector o lectora en la sala de espera del cardiólogo o del neumólogo.
Esa amiga, de la cual me enamoré, me dijo alguna vez que cuando terminaba un libro después pensaba en otras páginas y sentía sed. Cuando empezás un libro uno puede empezar un viaje hacia la nada, hacia el hundimiento, hacia una loca pasión, nunca, nunca sabés, me decía ella. Los libros son como las personas, y en esta época no todas las personas son personas, me decía ella mirándome fijamente, como si me leyera.
No, no me contó eso la primera vez que la vi leyendo el libro de Sartre mientras caminaba. Me contó esa fantástica concepción de la lectura mucho tiempo y libros tiempo después. Yo era muy tímido en esa época de mi juventud, aún, a mi manera, lo sigo siendo. La primera vez me sorprendí tanto que me quedé inmóvil viendo cómo pasaba y se alejaba de mi vida, leyendo, tan concentrada ese libro.
Y sí, antes de conocerla, mis aventuras más intensas se daban en esas historias contenidas en amarillentas páginas. Me gustaban los poemas, los cuentos, las novelas, y a veces leía ensayos sobre literatura. Como alguna vez escribió alguien, no recuerdo quién, algunos autores eran como profesores, muy graves, por cierto, algunos eran amigos muy intensos que me contaban del dolor, de la aventura. Algunos me llenaban de angustia, otros eran como amigos cercanos, como confidentes. Quizá por eso las bibliotecas eran como santuarios. Contaba con tiempo, pero no con dinero, hoy no cuento con tiempo, tampoco con dinero, pero esa es otra historia. Yo iba a las bibliotecas y pasaba tardes enteras leyendo y leyendo, conocía a los bibliotecarios por su nombre, conocía sus turnos, y ellos me conocían.
Fue en una biblioteca donde volví a ver a la chica que leía caminando Sartre. Para ese entonces, por supuesto, yo ya había leído La Náusea. Fue ella la que me saludó primero. Yo la saludé con una sonrisa, solo una sonrisa, más no pude. La anciana bibliotecaria del segundo turno fue la impávida testigo de esa tarde donde empecé a conversar con esa chica, y donde, tiempo después, cuando no la encontraba, empecé a escribir mis primeros divagues poéticos en Asunción.
Una vez, por azar, siempre por azar, nos encontramos en una librería de usados, otro lugar fundamental para enfermos como yo, o ella. El encuentro en la librería de usados fue hermoso y a la vez difícil. Yo tenía dinero como para comprarme aproximadamente cinco libros, y ella parecía que había cobrado recién. Fue tierno ver cómo ella se interesaba por los mismos libros, pero a la vez fue una competencia. Revisamos todos los anaqueles, todos los libros, casi no hablamos, fuimos separando libros y más libros. Hasta que pasó lo que pasó, encontré un libro que me interesaba mucho. Fui el primero en encontrar el libro, ella gritó el nombre del autor, no me resistí, le regalé el libro. No digo que le haya comprado el libro, le cedí el libro. O sea, este es para vos, le dije. Ella estaba feliz, dejó los otros libros que había elegido y se fue solo con ese libro. Yo me quedé mirándola, viendo cómo se alejaba caminando y leyendo ese libro, como si se tratara de un tesoro. Yo estaba muy seguro de que volvería a encontrarla en la librería de usados, o en la biblioteca, o en alguna plaza. Nunca más la vi. Hasta hoy recorro los librerías de usado, hasta hoy, cuando puedo, voy a las bibliotecas, a buscar libros, pero también a buscarla a ella. No atiné a pedirle su número de teléfono, y así de mal termina esta historia. ¿O no? Uno nunca sabe.
Vos entenderás lector, lectora, que mi narración sobre ella termine en este punto. Te quería hablar de la sed de la lectura. Sé que también entenderás si ella vuelve a aparecer en otro momento. Quizá para ella el desaparecido fui yo. Quizá me busca en momentos diferentes. Pero la vida pasa. En este momento, pienso cerrar estas palabras, mañana cobro una platita, posiblemente iré a la librería de usados. Tal vez encuentre el libro que alguna vez le regalé. Quizá tenga unas marcaciones en sus bordes, quizá tenga un número de teléfono. Quizá la chica mirando intensamente el celular sea su hija.
Mi misión no era ser erudito, no lo soy. Mi misión era saciar la sed. Mientras busqué a la chica que leía Sartre mientras caminaba, acompañé la agonía de personajes literarios, festejé sus logros y lloré sus muertes. Los libros se convirtieron en mi gran compañía. Por eso lo poco que tengo a fin de mes suele utilizarse para rescatar libros de la librería de usados.
Estimado lector, apreciadísima lectora, al principio te conté que tenemos sed, quizá mucha sed, quizá poca. Te conté que en gran medida somos parecidos. Sí, te dije que nos une la sed de leer. Te dije que alguna vez, hace muchos libros atrás, perdón, hace muchos años atrás yo era un tipo joven y con mucha sed. Lo sigo siendo. Quizá nos crucemos en alguna plaza, en el colectivo, mientras formamos nuestras absurdas filas para pagar nuestras absurdas cuentas o en las salas de espera de grises hospitales, o en aburridas oficinas públicas donde gestionamos aburridos permisos, mientras la vida pasa. Sigo siendo el mismo tipo, menos joven, con menos cabello, y unos kilos de más, pero la sed continúa. A veces me distraigo con algunas cosas nuevas como los mensajes en redes sociales, pero sigo, quizá como vos, con la única sed invariable, la de lectura, de esas increíbles páginas que faltan. En mi caso, esa sed, quizá solo sea superada por la utopía de volver a encontrarme con la lectora de Sartre.
carlosbazzano@gmail.com