Cargando...
Se ha tendido a oponer por tradición el «heroico espíritu romántico», el «misticismo» germánico, y el límpido racionalismo cartesiano, el transparente estilo luminoso del esprit français. Los bramidos de Odín contra las risas chispeantes, seductoras del Rey Sol; el salchichón con sauerkraut contra el savoir faire de la omelette flambée y la soup d’onion; la hondura abrumadora de la complejidad abstrusa contra la gracia de la prosa amable e intrascendente; las rudas valquirias de aplastantes pasiones wagnerianas contra las pícaras vedettes risueñas y las ágiles bailarinas del Moulin Rouge; las castrenses redundancias disciplinadas de la fenomenología de Hegel contra la sutileza y el encanto de Montaigne; la vigorosa barbarie gótica de las pieles y los cueros viriles y los cascos de metal contra los lunares postizos, las pelucas empolvadas y las sedas del rococó; los ladridos guturales de conceptos difíciles en jadeantes párrafos de una página entera contra los burbujeantes aforismos de chansonnier galante de la suave pluma gala; el mal tiempo contra el buen vino; la robusta plétora del fárrago contra la frase chispeante y sin sustancia.
Al esprit français, las supersticiones pandémicas que forman esa oxidada tradición (que por mucho tiempo se tuvo –y hay quien aún la tiene– por seria) le piropean tramposamente atribuyéndole brillo, brillo cuya contracara (he aquí la trampa) es la ligereza, la superficialidad.
Menos brillante se supone, en contrapartida, el noble y robusto engranaje conceptual de una musculosa mente teutona; pero a cambio, se sostiene, es mucho más profundo.
Lo francés sería grácil, femenino, divertido, charmant, sin importancia, decorativo y superfluo como un encaje; lo alemán, masculino, poderoso, grueso, pesado y vital como una manta de lana, y en rigor, para todos los efectos teóricos y prácticos, lo único que realmente cuenta.
Los estereotipos nacionales modernos nacen en gran parte de antiguos prejuicios. La literatura histórica, desde la Antigüedad, ha citado con frecuencia, según su origen, lo que, por ejemplo, los romanos pensaban de los galos, o, más adelante, lo que los italianos pensaban de los suizos, o los españoles de los ingleses, o los suizos de los belgas, o los portugueses de los noruegos, o los irlandeses de los escoceses, o los alemanes de los franceses, o los franceses de los alemanes, etcétera.
Pese a tener antecedentes ya en la Antigüedad, los estereotipos nacionales modernos se consolidan con el desarrollo de los Estados-nación modernos, sobre todo desde los siglos XVIII y XIX, para dar realidad cultural a la idea de «Nación» y cubrir la fría osamenta de la organización territorial política con carnes y colores vivientes mediante una narrativa tipológica hecha de todo tipo de discursos: históricos, literarios, artísticos y hasta (más bien, no hasta, sino por supuesto) científicos; discursos que trazaron los límites de cada país y dieron una supuesta «identidad» a los nacidos dentro de unas fronteras que esa narrativa presentaba ya no como artificiales sino como casi «naturales», o al menos como ancestrales.
CAMBIO DE ENFOQUE
A Nietzsche, en general, se le ha tenido, dentro de esta serie de lugares comunes tácitamente aceptados por cierta tradición, como un escritor y filósofo «típicamente alemán», es decir, desequilibrado, hasta casi, o del todo, loco, por las alturas que alcanza (tipo el albatros de Baudelaire, que no se adapta al suelo porque, ¡pobre privilegiado, ay!, sabe volar, etcétera), trágico, glorioso, decisivo; en suma, por naturaleza y por herencia, un romántico, herencia de la que en vano renegaba.
«Un Hegel, un Schopenhauer, un Nietzsche son impensables en Francia [...] la infinitud del espíritu no puede desplegarse en la filosofía francesa» (Ein Hegel, ein Schopenhauer, ein Nietzsche sind in Frankreich undenkbar [...] Die Unendlichkeit des Geistes kann sich in der französische Philosophie nicht ausleben).
Esto lo sentenció pomposamente el filólogo y crítico literario Ernst Robert Curtius (el nieto más ilustre del ilustre historiador y arqueólogo Ernst Curtius, por cierto) en su famosa obra de 1930 Die Französische Kultur (Stuttgart-Berlín; versión francesa: Essai sur la France, París, L’Aube, 1990).
Este tipo particular de infundio, como sabemos por lo arriba dicho, no es ocurrencia de Curtius: tales lugares comunes fueron moneda corriente durante mucho tiempo, lo siguen siendo aún para muchas personas y, por último, aun se piensa con frecuencia en Nietzsche como un paladín de algo confusamente concebido como el «espíritu germánico», y, por ende, «antilatino».
Sin embargo, diversos estudios reclaman cada vez más una revisión crítica de ese estereotipo; estudios sobre la –al parecer, fecunda– relación de Nietzsche con el «espíritu latino», relación investigada sobre todo por medio de las lecturas de Nietzsche, en particular de obras de autores franceses. Obras y autores franceses que llegaron a ser parte, casi con seguridad ya, de la propia trama oculta, por así llamarla, de sus textos.
De este modo, el filósofo, en principio, «típicamente alemán» Friedrich Nietzsche termina cada vez más por revelársenos como un escritor imbuido del llamado esprit français.
No me dirán que no es un giro ingenioso y elegante.
UN ARTE MISTERIOSO
Y, sin embargo, no debería sorprendernos este giro «inesperado». Dice Nietzsche, al fin y al cabo, en el prefacio de Aurora:
«La filología, en efecto, es ese arte honorable que exige de su cultor sobre todo una cosa: mantenerse aparte, darse tiempo, hacerse silencioso, hacerse lento, siendo como es un arte y una pericia de orfebre de la palabra, que debe cumplir una tarea finísima y atenta, en la que nada se logra sin aplicarse con lentitud. [...] enseña a leer bien, esto es, lentamente, en profundidad [...] Mis pacientes amigos, este libro quiere solamente lectores perfectos, filólogos perfectos: ¡aprended a leerme bien!».
En esa lectura filológica que Nietzsche reclama hay necesariamente (esto es, la hay porque es parte de la propia naturaleza de tal lectura filológica, bien entendida) una interpretación filosófica y una perspectiva histórica.
Buscar hoy las fuentes latinas, o francesas, ajenas al obsoleto cliché ario, en el pensamiento de Nietzsche, es leerlo como filólogos en este sentido, es decir, leerlo bien. Semejante búsqueda está lejos de pretender reducir la obra nietzscheana a lecturas, ideas asimiladas o cualesquiera otros factores externos, o de aspirar a disolver la imagen de Nietzsche como productor de su obra en una telaraña de influencias.
Es una búsqueda de la vida intelectual real, concreta, de Nietzsche y, por ello, del verdadero espesor y de la auténtica complejidad histórica en los que se forjó su pensamiento.
No se trata, pues, por más que búsqueda tal suponga necesariamente un tácito «Ex nihilo, nihil», de negar originalidad a Nietzsche, y ni siquiera de restársela, sino de comprender mejor ese arte complicado y misterioso con el que, de manera incesante, callada o secreta, un pensador va diaria, tenaz, íntimamente, a lo largo de toda su vida, construyéndose a sí mismo.
montserrat.alvarez@abc.com.py