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Siglos antes de que romanos, anglos y sajones pusieran un pie en las islas británicas, las tribus indígenas de lengua y cultura celta adoraban, entre otras deidades, a la Gran diosa Reina de los Fantasmas, Morrigan, divinidad de la guerra de mágica y vital sensualidad; capaz de predecir el futuro, otorgar vida y propagar destrucción. Pasaron otras centurias; la divinidad precristiana se transmutó en el Hada Morgana (Morgan Le Fay), poderosa hechicera, capaz de cambiar su aspecto y engañar a los ojos, discípula primero y rival después del mago Merlín y media hermana del rey Arturo. Ella trastorna la armonía de la corte de Camelot al revelar a su hermano la infidelidad de la reina Ginebra, su esposa. En italiano, se llama «Fata Morgana» al espejismo o ilusión óptica, habitual en el estrecho de Mesina, producida por una inversión de temperaturas que hace que objetos en el horizonte marino, barcos, islas o acantilados, adquieran una apariencia alargada, elevada, como de «castillos de cuentos de hadas».
En 1969, el cineasta alemán Werner Herzog, que el pasado 5 de septiembre cumplió setenta y cuatro años, filmó en el desierto del Sahara Fata Morgana, película con largas tomas de aviones de pasajeros aterrizando en la anónima pista de un aeropuerto desconocido. Planos generales del paisaje profusamente desolado del desierto, salpicado por restos retorcidos de maquinarias desechadas, exuberantes llamas disparadas al cielo por pozos petroleros, parsimoniosos travellings captando un horizonte árido de montañas azules mientras escuchamos en la voz de la crítica Lotte Eisener el relato maya de la creación, el Popol Vuh. Entre las palabras se filtran la música coral de Mozart y ritmos étnicos. De pronto, esta elevada contemplación se intercala con desopilantes números musicales a cargo de un baterista vestido de carnaval y una señora, con aspecto de malhumorada maestra de escuela, al piano. La creación es quizás una broma, un espejismo, que nos cautiva engañándonos.
La figura histórica de Pedro Lope de Aguirre (1515-1561) inspiró a Werner Herzog uno de sus más aclamados filmes, Aguirre, Der Zorn Gottes (Aguirre, la Ira de Dios, de 1972), protagonizado por Klaus Kinski. En la película, que no busca ser fiel históricamente, los conquistadores españoles bajan de los Andes a la inmensa selva amazónica en busca del mítico El Dorado. Kinski da vida al brutal y decidido Aguirre que, ante la intención del capitán de regresar en vista de las ingentes dificultades de la travesía en la selva, encabeza una rebelión, se hace con el mando de la expedición y lo ejerce con implacable puño de hierro. Va más allá, se proclama el más grande traidor, expresa su desprecio por el rey Felipe II de España en floridas misivas y declara un imperio independiente destronando a la casa de Habsburgo de sus posesiones americanas. Solo le demuestra afecto a su hija; desprecia a los demás. Soportando extremas penurias, Aguirre y su partida construyen una balsa y remontan el Amazonas. Acosados por el hambre y las enfermedades, sucumben a las flechas de los indios, que los acribillan minuciosamente, salvo al irreductible personaje de Kinski. En la película, filmada totalmente en escenarios naturales de la amazonia peruana, hay imágenes extraordinarias, como la del descenso de la columna expedicionaria por las laderas de las últimas estribaciones andinas, o la alucinante y agónica travesía en balsa por el río, a través de selvas impenetrables, acechados por enemigos inclementes. La música del grupo de rock progresivo alemán Popol Vuh contribuye a crear un clima que conjuga lo épico, lo brutal y lo onírico.
Diez años más tarde, Herzog, una vez más en la selva peruana, se encuentra en una situación desesperada; la filmación de Fizcarraldo naufraga. El oscarizado protagonista, el actor estadounidense Jason Robards, está enfermo de disentería, y el coprotagonista, Mick Jagger, seguramente harto del calor y los mosquitos de la selva, ha abandonado el proyecto. El cineasta enfrenta la posibilidad de perder millones de dólares y, muy a su pesar, toma un avión a Nueva York, donde Klaus Kinski está de gira con un unipersonal teatral. El actor conocía el guión y festejó con el mejor champán la propuesta del azorado realizador; «Yo seré Fitzcarraldo», exclamó.
Muy libremente basado en la actividad del empresario peruano de origen irlandés Carlos Fermín Fitzcarrald (1862-1897), el filme narra las peripecias de Brian Fitzgerald, irlandés tan excéntrico como entrañable, apasionado por la opera y capaz de remontar el río Amazonas desde Iquitos, en Perú, hasta Manaos para presenciar la inauguración del Teatro de la Ópera de esta ciudad brasileña y ver y oír a su idolatrado Enrico Caruso. Estamos en 1896, en pleno apogeo de la industria del caucho; los «barones del caucho», terratenientes de la Amazonia, hacen fortunas; en medio de ellos, Fitzgerald tiene una ambición diferente: dotar a la ciudad de Iquitos de un teatro de ópera. Su proyecto requiere dinero, y se aventura río arriba, en selvas habitadas por tribus indómitas, buscando árboles de caucho. En parte, el proyecto se financia gracias a su amiga, socia y amante, que regenta una pulcra casa de tolerancia, interpretada por Claudia Cardinale; uno de los puntos fuertes del filme es la química entre Cardinale y Kinski. La expedición sufre la deserción de casi toda la tripulación, temerosa de los indios. Fitzcarraldo persiste y llega muy cerca del éxito con proezas como arrastrar el barco de un río a otro atravesando un escarpado cerro. Los indios, que al principio lo ayudan, deciden expulsar a los extraños y, aprovechando que todos duermen, de noche, cortan las amarras del vapor, que, arrastrado por la corriente, es llevado a la deriva río abajo. De regreso, casi arruinado, Fitzcarraldo se entera de que, camino a Manaos, una compañía europea de ópera se encuentra cerca, vende el barco y con el dinero contrata a la compañía, que representa, en la cubierta de los buques que los transportan, El Puritano, de Bellini. Hace con ellos una triunfal entrada en el puerto de Iquitos. En medio de extraordinarios exteriores de la amazonia, Kinski se luce en el papel del carismático personaje principal. El filme es, para muchos, el mejor en la notable filmografía de Werner Herzog.
No es frecuente que un realizador llegue a la excelencia tanto en el documental como en la ficción; es el caso de Werner Herzog, sin embargo. De su incursión en el documental podemos tomar dos ejemplos. Mi enemigo íntimo (Mein Liebster Fein, 1999), sobre su conflictiva relación artística y profesional con ese excéntrico, ególatra y endemoniadamente talentoso actor que fue Klaus Kinski, en el que la figura del artista mesiánico, exorbitante y desmesurado causa agrios desencuentros, si bien al final se muestra a Kinski como dueño de una sensibilidad notable y una inigualable capacidad para entrar en el campo de la cámara y dotar a sus papeles de un registro interpretativo personal que redunda en una extrema verosimilitud por poco convencionales que estos sean.
El otro documental que podemos citar en este apurado y arbitrario recuento es La cueva de los sueños olvidados (Cave of Forgotten Dreams, 2010), sobre las pinturas rupestres descubiertas en Ardeché, Francia, en la cueva de Chauvet, en 1994, pinturas de treinta y dos mil años de antigüedad, el doble de cualquier hallazgo anterior. El filme, al tiempo que exhibe el trabajo de paleontólogos, geólogos, historiadores del arte, etcétera, reflexiona sobre la pérdida inexorable del pasado que solo podemos representarnos, la conexión y la profunda diferencia que nos separa de los autores de esas obras de arte y la fragilidad del devenir humano, siempre en peligro de desvanecerse en la infinitud de la naturaleza.
Muchas otras cintas notables ha realizado Werner Herzog; las aquí reseñadas quizás solo sean las preferidas del autor de estas líneas, y no tienen otro fin que celebrar a uno de los grandes talentos del cine contemporáneo, que ha cumplido en estos días setenta y cuatro años.
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