Ronald Dworkin (1931–2013): homenaje a un gigante de la filosofía del derecho

En síntesis, Dworkin pretendió trascender las limitaciones del positivismo jurídico y ofrecer una concepción descriptiva más adecuada acerca del funcionamiento de los sistemas jurídicos en toda su complejidad, con sus principios y sutiles conexiones con la moralidad política, evidenciando que el aplicador del derecho no puede ni debe ser un mero autómata, sino que debe aspirar a esa idea ligada tradicionalmente al derecho de intentar buscar siempre la solución más justa. Esto habría de impresionar gratamente a Jürgen Habermas cuando escribió Facticidad y Validez, al punto de que el filósofo alemán se apoyó en esta materia en las ideas de Dworkin, en un notable caso de conversación filosófica anglo-continental.

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Va de suyo que algunos podrían formular, con mayor o menor fortuna, muchas críticas a la obra de Dworkin. Por ejemplo, el individualismo al que conduce su concepción de los derechos, criticado por corrientes comunitarias y republicanas que ponen énfasis en valores comunales; sus concepciones morales específicas marcadamente liberales sobre el aborto, la eutanasia, el matrimonio gay, la libertad de expresión y otros; su excesiva confianza en los jueces como guardianes de la justicia recapitulada en su libro Justice in Robes, posición que en lo personal me tocó criticar con vehemencia en algunos trabajos de investigación, y varias otras.

Pero lo que no puede ponerse en duda es el indiscutible legado de Dworkin y la revolución que supuso al constituirse en una referencia obligada para adentrarse en la materia y abordar los temas más importantes de la filosofía del derecho de nuestro tiempo. Por un lado, con él los derechos individuales se colocaron en el centro de la agenda teórica y práctica del derecho. De otra parte, el liberalismo contemporáneo de cuño igualitario, celoso de la dignidad humana ante las intromisiones del Estado en nombre de algún espurio ideal colectivo, encontró en él a uno de sus más brillantes y elocuentes expositores.

El adiós a un grande

El aporte de Dworkin ha sido, en consecuencia, enorme, ya sea como académico desde las universidades de Nueva York y Oxford, entre otras, o como intelectual público defendiendo las más apremiantes causas a favor de la libertad del tiempo que le tocó vivir. Así, desde el New York Review of Books y otros medios encaró a lo largo de décadas un sinfín de cuestiones de capital importancia, como la lucha contra la discriminación racial, la regulación de las campañas electorales y el tratamiento dado a los prisioneros en la lucha contra el terrorismo, por citar solo unos pocos. Fue un orador brillante y un polemista apasionado. La inteligencia con la cual edificaba sus argumentos era absolutamente deslumbrante, lo cual a veces dejaba perplejo a sus críticos. Dejó una vastísima producción filosófica detrás y una literatura secundaria prácticamente inabarcable, que son estudiadas y admiradas tanto en países de tradición romano-germánica como del common law.

Nunca conocí personalmente a Dworkin, pero sí a muchos de sus discípulos, algunos de los cuales fueron mis maestros. Cada vez que intenté asistir a una de sus conferencias en la ciudad de Nueva York, la respuesta que recibía era la misma: “Imposible, el salón ya está abarrotado”. Tuve que conformarme con ver conferencias suyas a través de Youtube. En una de ellas, Dworkin contaba al auditorio una anécdota imaginaria sobre un diálogo en el más allá entre Voltaire y Learned Hand, el famoso juez norteamericano para el cual Dworkin actuó de letrado en su juventud. Quién sabe si a esa conversación ahora se hayan unido Hart y Rawls, y que todos ellos estén dando la bienvenida al gran Ronnie Dworkin, quien sin duda enriquecerá esta tertulia filosófica ultraterrena sobre el derecho, la libertad, la igualdad y la justicia.

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