Rogue One: La falla en el sistema

Rogue One, el spin off de la saga de Star Wars estrenado el pasado jueves, es un capítulo humilde en esta historia llena de capítulos gloriosos.

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Es una tumba colectiva y sin nombre en esta historia llena de nombres ilustres, el sacrificio olvidado de un paso suicida en esta historia de lucha galáctica por la supervivencia final, pero un paso sin el cual esa supervivencia y esa lucha hubieran sido imposibles, e impensables las glorias de esos grandes episodios, y olvidados los triunfos de esos ilustres nombres.

Rogue One es la historia de una rebelión contra el poder más acabado y absoluto, la intempestiva aventura de una heterogénea guerrilla de héroes improbables y escasos que se arroja contra enormes ejércitos imperiales. Contra los ejércitos de un imperio totalitario, persecutorio, perfecto, policiaco y vigilante que no tolera zonas de flaqueza o de penumbra que puedan sustraerse a su control y que está, por ello, a punto de suprimir eficazmente a los disidentes con ayuda de la tecnociencia, plasmada en este caso en un arma siniestra, apocalíptica, de dimensiones abrumadoras, colosales, y cuyos efectos recuerdan las monstruosas pesadillas de Hiroshima y Nagasaki: se llama la Estrella de la Muerte.

No se preocupen los lectores; estoy midiendo, en este breve comentario, con el mayor cuidado, mis palabras para no deslizar ningún espoiler. Por otra parte, ninguno de todos los elementos y personajes hasta aquí mencionados –el Imperio, los rebeldes, la Estrella de la Muerte, además de otros que, como Dath Vader, Tarkin, Leia, etcétera, aparecen también en Rogue One– son nuevos.

Sin embargo, este spin off es, no solo por su condición de tal, sino también por su espíritu, por su guion, por su enfoque y su relato, un capítulo autónomo de la saga y diferente del resto de la misma. Sin parangón posible con la última entrega de esta, la –hora ya es de decirlo– apenas decorosa The Force Awakens.

La sórdida tristeza de la locura bélica, el enigma del valor, las jugarretas de la cobardía, la ambición deformante, la sombra fatal de las muertes pasadas como legado, el miedo, la pena, la compasión, el odio y, por sobre todo, la impotencia, la profunda impotencia frente a las arbitrariedades del poder son los amargos sabores embriagantes que se saborean con furia durante los ciento treinta y pico minutos que dura la película. En la cual, al mismo tiempo, no faltan, en contrapartida, ninguno de los caracteres esenciales que distinguen a la saga de Star Wars y que la han distinguido desde sus inicios: el humor, ante todo; las complicidades y los rasgos entrañables de carácter de unos personajes que se hacen querer en tiempo récord, en segundo lugar; y, por último, la pura adrenalina de los combates llenos de velocidad y de ruido.

Rogue One es el relato épico de unos héroes comunes y débiles, vulnerables y ordinarios, que son capaces de volverse los más fuertes, de ser los más extraordinarios, de construir un espacio invulnerable que nada, ni la muerte, consiga doblegar. Es el relato de unos héroes al inicio poco heroicos, en algunos casos apáticos y desesperanzados, que se llenan de inflexible obstinación en la esperanza. Es la historia de los muertos que han callado para siempre, que nos han dejado solos, como si se hubieran ido, pero que no se han ido, porque nos han dado secretos a guardar, tareas que cumplir, sentidos que los exceden y nos exceden a nosotros: es la historia de cómo el pasado está lleno de futuro. Y de lo que a nosotros, que somos el presente, nos toca hacer, aunque tengamos miedo y no sepamos cómo.

Dirigida por Gareth Edwards y escrita por Chris Weitz, Tony Gilroy, John Knoll y Gary Whitta, Rogue One –que vimos ayer, jueves 16, el día de su estreno (que ya no será ayer cuando el lector lea este breve y trasnochado souvenir el domingo), en función de medianoche con lentes 3D modelo stormtrooper– cuenta con unos convincentes, rigurosos e intachables Felicity Jones, Diego Luna, Forest Whitaker (el cabecilla radical Saw Guerrera, nombre que no puedo evitar que me recuerde fonéticamente al del Che Guevara), Donnie Yen (en la piel de un ciego que lo ve todo), Ben Mendelsohn (uno de los villanos más logradamente despreciables de esta y cualquier otra saga) y Riz Ahmed, entre otros, para encarnar los personajes principales.

Entre ellos merece mención aparte el droide de combate imperial capturado y reprogramado por Cassian Andor (Diego Luna) K-2SPO (interpretado por Alan Tudyk), un personaje, como decimos en Paraguay, «sin filtro» que (cito de memoria) «no puede evitar reproducir en modo audible todo lo que sus circuitos generan».

Pero es el personaje interpretado por Mads Mikkelsen –el científico al servicio del Imperio Galen Erso– el encargado de demostrar que a veces hay que ocultarse en la luz: opción, la suya, no de deserción, ni de oposición, ni siquiera de distancia cauta, sino de inserción en el núcleo mismo del poder, que puede permitirnos, a quienes nos atrevamos a usarla –al precio, claro está, de jugárnoslo todo–, atacar desde el corazón mismo del monstruo, enviar mensajes cifrados al futuro, producir y multiplicar paradojas y grietas desde y en lo más sólido, abrir fisuras capaces de generar, en el más amplio posible de los sentidos, una falla en el sistema.

En Rogue One, la expresión «misión cumplida» tiene un sentido doble, porque si Rogue One nos cuenta cómo recuperaron los rebeldes la posibilidad de seguir luchando al robarle al Imperio los planos de la Estrella de la Muerte, con su modo de contárnoslo Rogue One también ha recuperado algo: las cualidades más nobles de la saga de Star Wars.

montserrat.alvarez@abc.com.py

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