Río escarlata, de María Eugenia Garay

Pocas veces se había intentado una recreación literaria de la atmósfera reinante en el puesto de comando de Francisco Solano López en Paso Pucú, durante la guerra. Esa tarea la acomete María Eugenia Garay en su última novela, Río escarlata.

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Río escarlata se desarolla en 1866, cuando, si bien los acontecimientos ya eran adversos, por el aislamiento del país, producto de su mediterraneidad, el número muy superior de enemigos y su mejor armamento, el resultado de la guerra todavía no estaba definido, factor empleado por la escritora para agregar suspenso a la obra. El texto se desliza por dos vertientes nítidamente diferenciadas, de la mano tanto del narrador en tercera persona como del protagonista discursivo. Este, el Mariscal, comparte ante sus atentos leales, conscientes de la solemnidad y trascendencia del momento, cuanto conoce de los intereses de quienes se han confabulado para traer la guerra a Paraguay. Ese extenso monólogo, con vibrantes matices teatrales, que dura la noche entera, compila y explora las miserias humanas y las interconexiones y encadenamientos de causa y efecto del sangriento episodio que ahora signa sus vidas. La intervención paralela o alternada del narrador omnisciente justifica o explica de forma objetiva y documentada las expresiones de Solano López en base a los datos surgidos en la exhaustiva investigación de las fuentes primarias contemporáneas examinadas. Las acotaciones del narrador enmarcan los hechos en el contexto histórico-político y geográfico y los acercan al foco de las acciones guerreras, de las conspiraciones, de los acuerdos de las potencias enemigas del Paraguay. Sin pretender ser historia, es una puntillosa anotación de los acontecimientos y efemérides ocurridos ciento cincuenta años atrás.

La voz de Solano López resuena potente horadando la oscuridad en esa noche en que, dejando de lado su reticencia acostumbrada, abre su conciencia, rememora con extraordinaria claridad los hechos, expone en un discurso lírico-dramático, digno de una tragedia, toda la urdimbre de la guerra. En su campamento, de pie, frente a su mesa de trabajo, despliega mapas y exhibe documentos. Está en su cuartel general; allí reúne a sus guerreros de confianza. Ellos escuchan con desapasionado estoicismo mezclado con ciega lealtad al orador, que desenreda los hilos de las desgracias premonitoriamente enumeradas en el criminal Tratado de la Triple Alianza, que por alguna razón insondable fue firmado en el domicilio privado de Bartolomé Mitre, ante un reducido grupo de testigos, y no en un despacho oficial de gobierno. Los puntos del pacto fueron cumpliéndose inexorablemente en un ritual de sangre, terror y muerte. El tratado se propuso destrucción, saqueo y exterminio. Y lo logró.

Como se trata de una novela, la autora juega con los tiempos de los eventos, resaltando algunos hechos que cronológicamente tuvieron lugar con posterioridad. Garay potencia la voz narrativa en contrapunto con la voz del Mariscal, cargándolas de fuerza, de fuego, que muestra cómo se encendieron hogueras en la mente y en el corazón de los paraguayos enfrentados a los invasores que ese momento estaban ya arrasando el suelo patrio, sembrando muerte y desolación. A ratos, el discurso de López se vuelve reflexivo, alentador, esperanzador. «Por eso lucharemos y cada uno de ustedes deberá convocar los vestigios de nuestras memorias y tradiciones para alumbrar con ellos el futuro. Y con el ensalmo de la fe, reinventar cada día la esperanza... » (p. 23). El Mariscal sabe cómo arengar a su intrépida tropa para mantener firme la esperanza donde no debía haber ninguna, al constatar que se enfrentaban a un enemigo sumamente poderoso, cuyo potencial bélico y cantidad de combatientes los superaba ampliamente. Solano López, ya político, instantes antes había afirmado de manera tajante que nunca quiso la guerra, pero que igual hubiera estallado si se cruzaba de brazos ante la agresión imperial en El Plata. El contubernio igualmente secreto entre esas tres naciones había quedado sellado en junio de 1864 en Puntas del Rosario, Uruguay.

López tuvo ante sí a sus ensimismados bravos, aquellos que hicieron anhelar al Duque de Caxías poder comandarlos en batalla por su entrega y valor. Soldados para quienes, por imposibles que fuesen, se cumplían las órdenes, como capturar y traer para interrogatorios a vigías enemigos, apropiarse y transportar piezas de artillería de los campos aliados y atacar indómitos sin temor a la muerte. Estaban en esa audiencia Bernardino Caballero, José Eduvigis Díaz, Juan Crisóstomo Centurión, Ignacio Genes, Eduardo Vera, Francisco Roa y Elizardo Aquino. Eran la coreografía apropiada para este discurso-testamento de Solano.

Con el Mariscal, la autora adopta el estilo directo, libre, mediante el soliloquio; o desparramando fragmentos autobiográficos, referencias a textos documentales, actas, cartas y decretos, artificios narrativos que tienen el objetivo de devolver al protagonista la trascendencia de sus actos, que el romanticismo filosófico en boga entonces destacaba como eje central de la condición humana al revalorizar sus sentimientos, su conducta y sus paradigmas: «Y entonces aquellos que nos sucederán cuando las hebras de los días transcurran, deberán erigir con sus acciones cotidianas, el país que soñamos hacer realidad, donde la armonía sea la meta que los impulse a vivir unidos, proclamando la justicia y la libertad. Sé que llegará ese día porque ya lo vislumbro emerger en el horizonte. Y que el grito de ¡Viva el Paraguay! atraviese las barreras de los siglos y sea una llama que se perpetúe en el corazón de todos los paraguayos» (p. 107).

Los aliados no salen indemnes. Mitre, el general cuyas victorias se daban todas en el campo de lo político, Urquiza, que nunca tuvo el coraje de imponerse al puerto de Buenos Aires con lo que todo federalismo quedaba condenado, y el emperador Pedro II, que, humillado por Caxías con su retiro anticipado decidió vengarse de Paraguay por la vía vicaria, enviando «a su yerno [el Conde d’Eu], de perversidad y sadismo inauditos» (p. 131) a traer las llamas del infierno a hospitales y campos de batalla poblados de heridos indefensos. La dimensión simbólica de la novela, por otro lado, la ofrece la presencia de la pantera negra, que acompañaba a López como mascota y trajinaba por todo el campamento libremente. El felino de mirada irreductible simbolizaba el alma del pueblo que no se rinde y del jefe dispuesto también a «Vencer o morir».

Este es un libro escrito con sentimiento, con la finalidad de mostrar la grandeza de un pueblo devastado por las fuerzas hegemónicas de la región. Penetra en las honduras de la hecatombe, enaltece el triste recuerdo de la figura de niños, hombres y mujeres que conocieron el horror antes de penetrar en las tinieblas de la muerte y perfila la trágica gloria de López, quien vaticinó que el Paraguay resucitaría de sus cenizas, aunque quedara un solo sobreviviente, como un «fuego inextinguible» desde su suelo ubérrimo, donde volverá a crecer el maíz en espera de la primavera en que florecerán los lapachos.

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