Ricardo Turia, el “Drácula paraguayo”

Alrededor de las once y media o doce de la mañana, Ricardo Turia se apostaba en la esquina del Colegio Nacional de Niñas, a unos metros de la puerta de salida, haciendo como si esperara a alguien. De cuando en cuando consultaba su reloj de pulsera. Algunos taxistas que lo reconocen lo saludan con la mano, y otros más curiosos se detienen de improviso en la calle y preguntan si es él.

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–Oiga, ¿usted no es Ricardo Turia, el que hace de Drácula?

–Sí –responde Ricardo Turia–. También me dicen el “Drácula paraguayo”.

Los automovilistas siguen su camino; pero hace poco una mujer que iba de a pie, una señorita bien vestida, se detuvo a su lado al tiempo que preguntaba:

–¡No me diga, usted es Ricardo Turia! El que nos asusta y hace suspirar todas las noches por Radio Cáritas.

–Sí, el mismo.

–Qué casualidad encontrarlo aquí. Hoy es mi día de suerte. Por favor, me firma un autógrafo.

–¡Cómo no! –le dijo Turia, mientras sacaba del bolsillo del saco una fotografía suya, tamaño postal–. ¿A nombre de quién le escribo?

–En casa no me van a creer –dijo la mujer, mirándolo arrobada–. Me llamo Deidamia Gómez.

Ricardo escribió al dorso de la foto: “Para Deidamia, alma de ángel en un hermoso cuerpo de mujer”.

El amor tiene cara de mujer

Media hora después, Ricardo Turia se veía en medio de una veintena de colegialas con sus guardapolvos blancos, revoloteando como palomas, riendo y gritando mientras le pedían autógrafos. Él firmaba y firmaba las fotos que sacaba del bolsillo del saco y del pantalón (era increíble que tuviera tantas), y escribía dedicatorias riéndose de felicidad.

Ya en el Unión Hotel, me cuenta qué se siente al ser asediado por el público:

–Ah, no te imaginas la alegría que sientes cuando la gente te pide autógrafos, te reconoce, adula y quiere. La sensación que se siente es de una inmensa felicidad, uno es importante, querido, admirado. ¿Y sabes qué hace todo eso? Te embriaga, simplemente te emborracha. Y entonces te das cuenta de que el trabajo del actor, del artista, es maravilloso.

“Que valió la pena elegir esa profesión, pero que al principio te costó mucho llegar… Gracias a la magia de la radio en donde pasas tus radioteatros, tus novelas, que cientos de miles de gente escucha todas las noches, puedes llegar a ser amado, respetado y admirado”.

“Y de repente, como esta mañana, con todo el griterío de tus admiradoras a tu alrededor, estás siendo adorado, tocas el cielo con las manos; te empujan, te acarician, te besan, y la gente te mira, y tus ojos miran y ves al enjambre de personas que te estrujan…, estás como flotando”.

Ricardo Turia hizo mucho cine. Filmó en Europa, principalmente en España, más de una docena de películas como segundo galán. Le tocó trabajar al lado de Jorge Mistral en “El expreso de Andalucía” en 1953; “El torero” y “El pórtico de la gloria”, con José Mojica, ambos de 1953. Luego trabajó en “Chateaux en Espagne” junto a Danielle Darrieux y Maurice Ronet, en 1954; “El beso de Judas”, bajo la dirección de Rafael Gil teniendo de compañeros a Rafael Barden, Rafael Rivelles y Francisco Rabal; “Órdenes secretas”, 1954; “Maldición gitana” y “Pasaporte para un ángel” también en 1954, entre otras.

El hombre del traje negro

En época de pleno calor, mes de diciembre, enero y febrero, la temperatura en Asunción llegaba a 45 o 50 grados a la sombra, y Ricardo Turia acaso era el único que lucía riguroso traje negro, cruzado (un traje que se salía de lo común y le daba un aspecto de taciturna y severa espectacularidad), camisa blanca impecable y corbata azul con pintitas blancas. Jamás se lo vio por las calles en camisa o de remera; siempre embutido en su traje y, a veces, fundamentalmente en tiempos estivales, de ambo blanco de tela de hilo irlandés cortado por el mejor sastre paraguayo de ese tiempo: Godofredo Corina. El cuello y los puños de su camisa se veían inmaculados; uno se preguntaba cómo hacía para mantenerlos limpios y sin manchas de sudor. ¿El hombre no transpiraba? Daba la sensación de haber salido recién del baño y oliendo a agua colonia. Se mantenía bien peinado (se cortaba el pelo él mismo delante del espejo del ropero) y era pulcro al máximo. Sus zapatos negros, clásico, número 45 o 46, brillaban como espejos. Para mantenerse limpio y fresco, lo supe después, se cambiaba tres o cuatro veces por día de camisa. Tanto los trajes como las camisas y los zapatos se los hacían a medida. Medía 1,96 m de estatura, y su amabilidad y dulzura fascinaba a la gente. Su comportamiento era el de un auténtico caballero español.

Unión Hotel

Ricardo Turia llegó al Paraguay en absoluto ejercicio de teatro. Sin embargo, ello no era una sorpresa para quienes conocíamos su fervor, su vitalidad, el personal acento con que este actor extraordinario, distinto, convocaba a los seres y las cosas a la cita del teatro. Durante su permanencia en el Paraguay, la radio nos trajo su voz frecuente. Escuchábamos ese tremendo radioteatro “El Conde Drácula”, que constituyó una de las obras fundamentales en nuestro medio. Hablar de Ricardo Turia es una manera de sentirse acompañado por un universo de criaturas totales.

Después de dos o tres años de trabajar con él, en radio y teatro, me nombró su secretario privado; trabajo que venía desempeñando desde tiempo atrás Nedda Moreno, pero que tuvo que dejar porque se casaba –si no ando equivocado–, y a partir de ahí lo pude conocer más y mejor. Mi labor consistía en pasar a máquina los libretos de los radioteatros (en muchas ocasiones de su autoría, igual que las obras teatrales que representábamos, la generalidad de las veces adaptaciones libres de grandes novelas universales), las cartas y los recibos para las firmas comerciales que auspiciaban las audiciones, comprar café –el gallego lo tomaba por litros y fumaba a lo loco–, azúcar y yerba, algunas latas de sardina, o atún, y depositar algún dinero en el banco.

Ricardo Turia me pagaba poco, pero además de mi sueldo mensual me daba clases particulares de dicción, dramaturgia, puesta en escena y locución, en una especie de trueque o canje. Mitad dinero y mitad en clases. Y tengo que reconocerlo eternamente, lo digo lleno de orgullo, gracias a Ricardo Turia, noble y generoso y, sobre todo, ético, aprendí a leer, a caminar sobre un escenario, a perderle el miedo al micrófono.

Asimismo, me enseñó cultura general. Su profesión era el de escribano y maestro de escuela, que nunca llegó a ejercer. Ocupaba un amplio cuarto en el primer piso del entonces renombrado Unión Hotel (hoy transformado en playa de estacionamiento), frente a la Plaza Uruguaya, pobre, ordenado y limpio. Su mobiliario lo constituían una cama de dos plazas, con grandes cabeceras de hierro, un antiguo ropero con un espejo grande, una mesita de luz; en un rincón un pequeño escritorio, con un tapete de hule, y encima de la mesa una máquina de escribir primitiva junto a un vaso con flores, una resma de papel, lápices y lapiceras, algunas carpetas, una tijera y varios libros de bolsillo de literatura universal, y un paquete a medio empezar con fotografías suyas tamaño postal. A un costado, sobre otra mesita, una pequeña cocina a querosén de dos hornallas, una jarra de acero inoxidable y una cafetera. Se notaba que era una habitación arreglada por un hombre soltero.

Generalmente, Ricardo mandaba lavar las camisas a la lavandera del hotel, pero cuando escaseaba el dinero él mismo se encargaba de lavarlas y plancharlas, y hasta de almidonarlas, ya que en ese entonces no existían todavía las camisas con mezclas de acrílico o nylon. Empezaban a salir tímidamente en el mercado. Lo hacía con esmero y en medio de una misteriosa discreción. La lengua de la comunidad paraguaya era filosa y despiadada. Aun realizando menesteres hogareños, el actor español nunca se mostró ni en pijamas, sin camisa ni en remera y, menos que menos, en chancleta. En mi presencia siempre guardó una intachable conducta y su vocabulario era delicado y ejemplar. Jamás una mala palabra.

Salpicón las más noches

Un día, me hallaba yo en la sala del hotel esperándolo. Serían las once y media o doce del mediodía. Mis tripas me tenían a mal traer debido al apetito feroz que me acosaba. De tanto en tanto, mi jefe y protector solía invitarme a almorzar. Luego nos poníamos a trabajar duro. Este era un día de aquellos, puesto que había mucho por hacer. Y, para mi desgracia, desde la cocina venía un olorcito rico y tentador. Según mi olfato, cocinaban arroz con pollo; mi plato favorito. No veía la hora de que llegase Ricardo. De pronto, se abrió la puerta de entrada y se recortó la querida e imponente figura de Ricardo Turia. Me saludó con una sonrisa, que enseguida se cortó por un rictus de amargura. Traía una carpeta negra bajo en brazo.

–¡Vamos arriba, Ramón! –invitó, mientras subía la escalera de madera, que chirriaba bajo su peso.

Lo seguí ansioso hasta su cuarto. Sacó una percha del ropero, colgó su saco y la corbata, y se quedó en camisa.

Fue cuando preguntó:

–¿Ya haz almorzado?.

–No –respondí, y pensé en el arroz con pollo.

–Hoy comerás algo muy especial –dijo con algo de misterio en la voz, y extrajo debajo de la mesita una sartén y volcó en ella cierta cantidad de aceite. Luego prendió la cocinita y puso la sartén encima.

Lo miré asombrado y curioso al mismo tiempo. Mi maestro suspiró.

–Ninguno de mis avisadores me han pagado. Están atrasados más de quince días.

Mientras sacaba unos pedazos de pan duro de una bolsita floreada, dijo:

–Don Trinidad, el dueño del hotel, me ha cortado momentáneamente los víveres. Así que… salpicón las más noches, al decir del Quijote…

Yo lo miraba atónito sin saber qué decir. Ricardo puso a calentar el café de la tetera mientras freía, como un consumado chef, las rodajas de pan en la sartén, que se iban dorando de manera pareja. El ambiente se llenó de un olor rancio a fritanga por la que hubo que abrir la puerta. Luego me dijo, distribuyendo con celeridad dos tazones de enlozado sobre el escritorio:

–Siéntate, Ramón. Para trabajar hay que alimentarse…

Sirvió los panes fritos en un plato y el café caliente en las tazas (algo inverosímil dado el calor que hacía), con una sonrisa triunfadora, y dijo:

–¡A comer se ha dicho! Que a falta de pan… buena son tortas –y empezó a migar el pan en su taza.

Se declaraba admirador de García Lorca, Miguel Hernández y Rafael Alberti, de quien, decía, era amigo. De tanto en tanto, cuando sus espacios radioteatrales no eran tan intensos, hacía recitales con las mejores poesías de sus poetas preferidos: García Lorca, Rafael Alberti, Rafael de León, y del argentino Raúl González Tuñón. Alguna vez lo escuché recitar “Regresarán un día”, de Hérib Campos Cervera.

Turia supo crear obras como “El fantasma de la ópera”, “Cumbres borrascosas”, “Cyrano de Bergerac”, “La piel de zapa”, “El misterio del cuarto amarillo”, “Sangre y arena”, “Nacidos para el crimen”, “Pabellón de la muerte” (la vida de Caril Chessman, un asesino serial de los Estados Unidos condenado a la pena de muerte), “Enrique de Lagardere”, “El Pombero”, “La Guerra del Chaco”, “La vida de Federico Chopin”, “Drácula”, “La venganza de Drácula”, que causara sensación entre el público.

En aquel momento le escribía los libretos Rogelio Silvero, “la pluma de oro del Paraguay”; posteriormente, Óscar Luandt, seudónimo que utilizaba el Dr. Óscar Trinidad (hijo de don Trinidad, dueño del Unión Hotel) para firmar sus argumentos, el mismo que dirigía –con otros insignes anticomunistas– el Congreso de la Libertad por la Cultura, fundado por la CIA en 1950 para promover “las relaciones culturales” entre los Estados Unidos y América Latina, financiada, a partir de 1966, por la Fundación Ford.

Radio Cáritas

Recuerdo con entusiasmo a Ricardo Turia, maestro y amigo. Estuve con él desde 1958 hasta 1962, con un grupo de actores jóvenes que luego hicieron gran carrera: Santos Burgos, Ramón del Río (excelente actor y mejor ser humano), Víctor Castro, el de la voz hermosa; Ramón Patiño, Domingo Civils, Pedro Álvarez, Arnaldo André, que luego sería estrella en Buenos Aires y en el mundo (en aquel entonces aparecía, indistintamente, con el nombre de Arnaldo Pacuá o Javier Dávalos); y las actrices Graciela Pastor, Noemí Daponte, Dorita Rudis, Edith Victoria Ruiz Díaz Bosch, hermana de esta última (en ese momento de apenas nueve o diez años; la convocaron para hacer un personaje en la obra “El Conde Drácula”; después fue figura estelar de Canal 9); Doris Alderete, a quien yo bautizaría como “Dorys Alder”.

Para variar, hizo un programa de comicidad, canciones y poesía en Z P 11 Radio Cáritas –la antigua Radio Cháritas–, cuyo lema era: “Por Dios y por la Patria… Paz y Bien para todos”, la radio escuela del Paraguay. Esta emisora se fundó, si la memoria no me falla, en 1936, organizada y dirigida por la comunidad franciscana, y su director era el padre Luis Lavorel. Mucho después la dirigieron los padres Ignacio Sudupe y Yosú Arketa. El ciclo se llamaba “Domingos alegres”, y por él pasaron –algunos surgieron allí–: José Olitte (as de la Pensión de ña Lolita), Antonio Barrios, el trovador del Paraguay y su conjunto; Alejandra María, Rodolfo Roux, Antonio Vázquez, Héctor Balcarce, el trío “Los Cristales” (imitadores de “Los bemoles”); en el cual estaba Julio, que luego sería marido de Perla Miño, hermana de Victoria Miño, esposa de Herminio Giménez; el inefable “Pantocho”, cómico, especie de Tin Tan o Cantinflas, y tantos otros. El locutor oficial, por así decirlo, era Víctor Barrios, brillante comentarista, de voz cautivante, clara y profundamente viril. La otra voz, también excepcional, era la del famoso Lionel Enrique Lara; yo agregaría: la voz incomparable. También recuerdo las estrellas de la radiotelefonía de esa época: Ninica Segura, Blanca Navarro, Flora Giménez, Beba Bosch y Enma Sosa Montanía. Y el que arrasaba con todo, a pesar de su corta edad, diecinueve o veinte años, era Humberto Rubin, que revolucionaría la radio en el Paraguay. De personalidad fuerte, peculiar y talentoso al máximo.

Me acuerdo, asimismo, cómo no, de Alcibiades González Delvalle, que debutó, a mediados de los años 50, con el radioteatro “Amores célebres”, quizás su primer trabajo literario, dirigido por el inolvidable Carlos Gómez. También en Radio Cáritas estrenó “Procesados del 70”, la primera pieza de la trilogía sobre la Guerra de la Triple Alianza; después vinieron algunas de sus zarzuelas.

Ricardo Turia tenía oficio y ángel. Trabajó en casi todas las emisoras de Asunción: Radio Cáritas, Radio Comuneros, Radio Nacional, Radio Teleco, Radio Guaraní. Igualmente realizó las primeras fotonovelas para la revista Ñandé, del catalán Giralt Barceló, émulo de Natalio Botana de Buenos Aires, dueño del diario “Crítica”. En la fotonovela actuaban: Lilian Colman, Muñeca Manzoni (mi amor imposible), Elena Vysokolán (hija de Stephan Vysokolán, ruso blanco, teniente del Zar Nicolás II y general de Stroessner), Gilda Fernández de Fretes, Nedda Moreno, Arnaldo André, Santos Burgos, Domingo Civils, Armando Almada-Roche, Ramón Patiño, Dorita Rudis.

“Los paraguayos, en general, son valientes y hospitalarios. También emotivos, sensibles y amantes de lo bello y la sencillez”, solía decir el actor español.

Sin embargo, un día, allá por 1963, ocurrió algo que le cambiaría la vida por completo. Don Trinidad en persona, un atardecer, entró a su cuarto para decirle que tres sujetos preguntaban por él. “Son pyragues”, le advirtió. Ricardo sabía que llamaban así a los policías secretos que los poderosos y las autoridades empleaban para servicios turbios y, en efecto, los tipos tenían cataduras siniestras. Pero no estaban armados y se mostraron respetuosos: tenía que acompañarlos. ¡Adónde? ¡Se podía saber por qué? No se podía. Los acompañó, intrigado. Lo subieron a un coche y no pararon hasta Sajonia, en el embarcadero. Allí lo esperaba un militar de alto rango. Este fue al grano sin preámbulos:

–Tenemos órdenes del general de expulsarlo del país.

–¿Por qué motivo? No me gustan los misterios –dijo Ricardo–. Mejor me explica de qué se trata.

–Usted es republicano y comunista. El generalísimo Francisco Franco, enterado por su embajador Ernesto Giménez Caballero, le ha pedido a su amigo, nuestro presidente, su expulsión… Hace tiempo que lo venimos estudiando. Lo deportamos a la Argentina…

Con la ropa puesta y sin dejarle recoger sus cosas, lo enviaron a Clorinda. Al día siguiente, don Trinidad le hizo alcanzar –por intermedio de un hombre– algunas pertenencias y dinero. Prácticamente lo echaron con una mano atrás y otra adelante. Después nos enteramos que pasó por Buenos Aires y desembarcó en los Estados Unidos, en Miami, para ser más precisos.

Así terminó la historia de Ricardo Turia, el “Drácula paraguayo”.

armandoralmadaroche@yahoo.com.ar

(Desde Buenos Aires, especial para ABC Color)

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