Revolución, y no espectáculo

Suele creerse que la filosofía está alejada de la realidad cuando es todo lo contrario: consiste en abandonar la cómoda superficie de lo que «parece» rebelde, de lo que «parece» crítico, de lo que «parece» todo eso sin ser nada de eso en realidad, para cuestionar estructuras y no fachadas. Escribe Montserrat Álvarez.

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Recurriré a un ejemplo para hablar de la naturaleza radical de la filosofía. Conozco solo algunos minutos de las declaraciones y videos, hoy virales en nuestro país, del senador Paraguayo Cubas, pero no son el senador ni sus videos y declaraciones el tema que quiero tocar, sino cierto discurso sobre estos aceptado por vastos sectores –lo observé anoche gracias a una conversación en un pub– de las clases medias urbanas en Paraguay.

Instalado y en parte formado en los últimos dos o tres años desde la prensa, este discurso logra imponer una reducción moralista de la política atribuyendo la honestidad ausente en las instituciones a una figura que vendría a representar, defender o aun «despertar» al «pueblo», así presentado, respectivamente –y a despecho de una larga historia de luchas, resistencias y organizaciones–, como homogéneo, inerme o «dormido». En la medida en que el monopolio moral de la representación del «pueblo» históricamente tiende a conllevar políticas identitarias excluyentes, hay coherencia, dicho sea de paso, en que la figura elegida exponga, por lo poco que he visto, lo que parecen inclinaciones nacionalistas, homófobas y machistas; desde luego, las inclinaciones del senador son asunto suyo, pero creo interesante anotar que gran parte de las clases medias urbanas se sienten representadas por él a pesar de estas o (también) debido a estas.

Prensa

Decía que la prensa participa en la formación de ese discurso. Disculpen si lo que voy a señalar son obviedades; para mí, que hasta hace poco no conocía este ámbito, no lo son. Los medios de prensa suelen seguir «líneas» en su modo de narrar hechos y opinar. Hay patrones comunes en el tratamiento de los temas en cada lapso de tiempo. Si tomamos, por ejemplo, nombres populares –al azar, «Lino Oviedo», «papa Francisco», «Payo Cubas»– y buscamos en Google lo publicado sobre ellos en los últimos diez o quince años, podremos detectar esos patrones en la mayoría de las noticias sin firma y las columnas de opinión de cada medio. Pues aunque las primeras se presenten como meras descripciones de hechos, un hecho puede ser descrito de muchas formas, y aunque las segundas se presenten como representativas solo de sus autores, no serían tomadas en serio de otro modo: lo sean o no, ni las opiniones se dicen obsecuentes, ni las noticias sesgadas.

(Algunos medios de prensa emplean autores, siempre pocos, que no siguen su línea; se los detecta del mismo modo, leyendo y comparando. Estos pocos juegan con desventaja: si un ecologista trabaja en una oenegé, accederá a becas, prestigio, alianzas que no tendrá como «cuota» ecologista en un medio de línea contraria; si un marxista trabaja en un diario de izquierdas, este lo promocionará y le permitirá ganar reconocimientos y premios que no tendrá gracias a un medio cuya línea no represente. Pero en un medio dirigido a los que ya están de antemano de acuerdo con tu causa poco harás –seamos francos– por ella; en cambio, con las desventajas y riesgos que supone, si escribes a contracorriente en un medio del que nadie espere esas ideas y parte de cuyo público quizá ni las conozca, podrás hacer algo.)

Moralismo

Los discursos dominantes sobre la figura de este senador, tanto si repudian su procacidad como si pontifican contra la mojigatería de sus críticos, logran por igual mantener el nivel banal de algo que para gran parte de las clases medias pasa por discusión política sin ser en absoluto una discusión política. Tanto si ensalza su autenticidad («lo Bueno») contra las convenciones («lo Malo») como si repudia su grosería («lo Malo») por respeto a estas («lo Bueno»), el moralismo logra que la superficialidad de los eternos repudios a la corrupción ocupe el lugar en el que tendrían que debatirse complejos problemas estructurales políticos y económicos. El mismo léxico (prepotencia, atropello, etcétera) utilizado para censurar a otros personajes públicos o para criminalizar la protesta de las organizaciones populares se emplea desde la prensa para dar a su figura el protagonismo y la legitimidad que se niega a alternativas a un tiempo más radicales y más pensadas.

Más que del senador mismo, del que poco o nada sé y que no es mi tema, este fenómeno habla de las estrategias de degradación del debate político y del trasfondo ideológico de una popularidad acrítica –basada en esquemas vacíos (rectos contra corruptos, outsider rebeldes frente a pueblo «dormido», etcétera) y elogios de la transgresión que enfatizan la forma para encubrir lo inocuo del contenido– en cierta clase media secretamente temerosa del fantasma del desorden asociado a las luchas populares, desorden que del senador –más prójimo– sí desean, pues no temen. Es lógico que sus admiradores mantengan el tema al nivel de las formas, puesto que esa radicalidad meramente formal los tranquiliza.

Democracia burguesa

En la democracia burguesa, sectores de la clase dominante se disputan cuotas de beneficio y poder, pero bajo sus alianzas y divisiones la constante es que no todos los votos valen lo mismo porque no todos tenemos el mismo poder de decisión y que la igualdad es una ficción jurídica. En el discurso de sus propios admiradores, estas ficciones son defendidas –se trata de «sanearlas»: serían, en sí mismas, buenas–, y no denunciadas, por el senador en cuestión. Estos admiradores, sin embargo, atribuyendo radicalidad por la forma (cintarazos, etcétera) a contenidos que tocan los excesos del sistema y no el sistema, logran presentar estos como más relevantes y desafiantes de lo que son. Este discurso dominante que, so pretexto del senador, se instala desde la prensa y desde ciertos sectores de la clase media, busca estorbar el reconocimiento, por parte de los trabajadores, de sus verdaderos antagonistas y de la importancia de sus propias luchas, tan diferentes en forma y fondo a los gestos de poder y retórica ensalzados por estas estrategias discursivas que en el lugar de las divisiones de clase instalan oposiciones frívolas entre «los ciudadanos» o «el pueblo» y «las élites» o «los corruptos», moralismo que maquilla la complejidad de los problemas de fondo y desalienta la mirada crítica. Y que en lugar del desafío intelectual de la polémica digna de tal nombre, impone el ruido fácil de las fórmulas autoritarias; en lugar del ingenio, la prepotencia del insulto sin gracia para regocijo de auditorios sin brillo; en lugar de la genuina audacia, un guiso recalentado que se puede servir con cualquier salsa según las conveniencias del momento. Este discurso oficial desarrollado a propósito del senador en cuestión favorece el control, ante condiciones de vida intolerables, de posibles reacciones que sí sean –independientemente de la forma– radicales. Se orienta a impedir que los trabajadores sean reconocidos y puedan reconocerse como la fuerza capaz de cambiarlo todo. Aplaude los rudos alardes de una figura que dibuja con tintes de caudillo de modo que las organizadas y respetuosas marchas de trabajadores y de campesinos parezcan a su lado débiles y de poca monta, ineficaces por timoratas, cosa de gente, al cabo, pobre, pacata y, por ende, «bien comportadita», y en el centro del escenario, en el lugar que debería corresponder al debate sobre las bases económicas del poder político, los derechos laborales o la propiedad de la tierra, instala temas como los zoquetes o la corrupción. Lo que el senador o cualquier otro individuo haga es cosa suya, pero no permitamos que sirva de pretexto para que estos discursos sustituyan con fábulas maniqueas y simplistas los conflictos de clase, ni la radicalidad del análisis crítico con rancias retóricas anticorrupción, ni las largas resistencias y las luchas populares con la solución autoritaria de los líderes que nombran abanderados de los deseos y peleas de otros.

Filosofía

La imposición en la política del discurso anticorrupción hace de la moral recurso del poder en una lucha que en última instancia es económica. Sumada al descrédito de los «políticos tradicionales» y del Estado como generador de prácticas corruptas, permite negar el papel del modelo económico neoliberal en las crisis sociales e incluso aprovechar esas crisis para instalar la privatización de lo público como imperativo ético. Es un clima fecundo para la descalificación del espacio público en mil formas, desde informes económicos hasta gestos simbólicos –abundan hoy en la política mundial «outsiders» de diverso signo que patean los tableros que recogerán sus ordenanzas–. El éxito de ciertos discursos se debe a veces a que en su contexto parece absurdo el desacuerdo; gramsciana, oscuramente, esa fuerza que les da el consenso delata su origen hegemónico. Necesitamos por eso una hermenéutica de los campos del poder, que los genera y al que son funcionales.

Mencioné las ventajas respectivas de los medios de prensa «alternativos» y «oficiales» para ilustrar el hecho de que si la filosofía renuncia sin pesar a la comodidad material que unos y otros ofrecen es porque renuncia primero y ante todo a la comodidad mental de discursos como los que instalan la espectacularidad de lo mediático en el espacio que corresponde por derecho al pensamiento crítico, que tiene que corresponderle, que es cada vez más urgente y más justo que le corresponda. La filosofía se suele pintar absorta en asuntos supralunares e hiperuránicos, ajena a los «hechos», inocua, en suma, cuando es precisamente lo contrario, cuando es dejar la plácida superficie de lo que parece rebelde, de lo que parece crítico, de lo que «parece» a secas, ir a las raíces subterráneas bajo la floración de lo visible, cuestionar estructuras y no fachadas, barrer con los congresos en cuanto tales y no barrer sus pisos para que sigan existiendo pero limpios ya de polvo y paja: cuando es revolución, y no espectáculo.

montserrat.alvarez@abc.com.py

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