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Muy cerca de la Recoleta franciscana, junto a la vera del camino a Manorä (continuación de España) se hallaba la casa de Miguel Cirilo López, casado con Melchora Insfrán; allí nació Carlos Antonio López, al igual que sus demás hermanos y hermanas.
Desde comienzos del siglo XVIII, los ascendientes de Miguel Cirilo López vivieron en ese lugar emparentados con los Espínola y Cáceres, Fretes, Ayala y otros.
En tiempos del gobernador Joaquín Alós (1794), el “zanjoso” camino a Manorä se volvió intransitable, lo que obligó al Cabildo de Asunción a cambiarlo de sitio; para el efecto tomaron tierras de Don Cirilo, las que le fueron compensadas con otras de igual superficie. Se conoce una mensura de las mismas en 1803 que el Cabildo ordenó por pérdida del título original. En el ANA se conserva un dibujo de aquel camino (1794) con un croquis de la casa donde nació Don Carlos (España y Sacramento).
Durante la dictadura del Doctor Francia (1824), Don Carlos, heredero de aquellas tierras, amplió sus dominios con la adquisición de las fracciones adyacentes que habían pertenecido a los Ayala.
En Manorä (Recoleta), Don Carlos formó familia y allí nacieron sus hijos: Francisco Solano, de quien no se guarda prueba documental de su nacimiento y bautismo, no así de los demás que fueron llegando uno por año: Venancio (1828), Inocencia (1829), Rafaela (1830) y el último, Benigno, en 1834.
Al ser nombrado cónsul de la República junto con Mariano Roque Alonso (1842), Don Carlos decidió mudarse a la ciudad muy cerca de la Plaza Mayor. Para el efecto, echó mano del terreno que había heredado Doña Juana de parte de su madre, Magdalena Viana; el sitio se hallaba en la manzana comprendida entre El Paraguayo Independiente, Independencia Nacional, la calle de la Catedral (Nuestra Señora de la Asunción) y la del Sol (Presidente Manuel Franco).
El primer dato obtenido sobre la edificación de dicha residencia data de fines de 1843, cuando el maestro constructor Pascual de Urdapilleta informó al Ministro de Hacienda que “el cimiento que está en obra se halla en la longitud de las varas en estado de recibir piedra en la profundidad de tres varas con su longitud”.
Hay que recordar que, en forma simultánea, Urdapilleta dirigía la construcción de la actual Catedral y la del Salón de Sesiones o Congreso (Patio norte del Teatro Municipal). A ellas se sumó la edificación de la casa del “primer cónsul de la República del Paraguay”, secundado, como queda dicho, por el comandante Mariano Roque Alonso. (1842-1844).
La obra iba lenta debido a una peste de viruela que azotaba al país a fines de aquel consulado; la misma produjo grandes bajas y, consiguientemente, una faltante considerable de mano de obra estatal. Los fabricantes de ladrillos de Asunción y los pueblos cercanos no daban a basto, lo mismo los proveedores de piedras de Emboscada, los cortadores de palmas para andamios, cueros, tacuaras, vigas, tirantes y otros.
Para suplir aquel déficit, Don Carlos ordenó que se pasaran a su residencia en construcción 2.000 ladrillos que se encontraban al pie de la obra de la Catedral; prometió devolverlos cuando le entregaran la partida que había pedido a una fábrica de ladrillos de Itauguá.
Este hecho nos recuerda al Doctor Francia cuando, intrigado por la paralización de la obra del Cabildo (1817), interrogó al administrador; este le manifestó que el atraso se debía a la escasez de ladrillos. En el momento envió a sus emisarios a indagar las causas del atraso y comprobó que varios vecinos acaudalados de la ciudad habían adquirido ladrillos para edificaciones particulares. Francia ordenó que se recogieran y trajeran a la plaza para la obra del Cabildo todos los ladrillos, sin excepción alguna y notificó a los proveedores que en lo sucesivo no volvieran a vender a ningún particular ni para obra alguna mientras no se concluya enteramente la del Cabildo. Prohibió la fabricación de tejas y apuró la de ladrillos “a favor de la interesantísima obra de las Casas Capitulares”. Es justo recordar que Francia, aunque despótico, indemnizó a los vecinos afectados por aquella incautación de ladrillos.
Volviendo a la casa de Don Carlos, se sabe mediante recibos del Ministerio de Hacienda, de enero de 1844, que el mismo había entregado alrededor de 500 pesos, valor de “herrería, materiales, maderas y cal que de cuenta del Estado se han separado para la obra de la Casa de su Excelencia en esta capital”; el Ministro del Tesoro era entonces Juan Manuel Álvarez.
En marzo del mismo año había pagado unos 25 pesos, valor de 39 piedras labradas y 500 ladrillos “que ha comprado del Estado para la obra de su casa”.
La falta de fondos para la adquisición de ladrillos obligó al fisco a desprenderse de algunas tierras que poseía en Itauguá a cambio de partidas de ladrillos proveídos por el ciudadano Francisco Javier Filártiga.
Las construcciones públicas, entre ellas la residencia del presidente, contaban con mano de obra barata proveniente de los esclavos del Estado y los presos comunes que tenían como pena un trabajo en obras públicas.
Antes de mediados de aquel año, el maestro pintor José Ysogoba, nieto de Juan de Mena, el mismo que acompañó al gobernador José de Antequera y Castro al Perú y murió en el garrote vil en 1731, había pintado las puertas y ventanas de la residencia del presidente López. Tan afamado fue este profesional de la pintura que también se ocupó al mismo tiempo de las obras del Salón de Sesiones, donde pintó en su frontis los símbolos patrios.
También se conocen cuentas pagadas por valor de muebles para la nueva residencia, como una docena de sillas provenientes de las provincias del sur que fueron pagadas con “408 cueros de garra”.
Es de suponer que, a mediados de 1844, la familia López ya residía en dicha residencia. Fue aquel el primer año de la presidencia de Don Carlos.
Cinco años después compró una fracción de terreno sobre la calle Independencia Nacional con miras a ensanchar su vivienda. Dicho terreno lindaba con su casa cuyo frente daba a El Paraguayo Independiente.
La ampliación de aquella casa coincidió con la mudanza de la cárcel (Cuartel de la Policía Nacional), separada de la remozada vivienda presidencial por la calle de la Catedral, la misma pasó a ocupar el Cuartel de Lanceros, del que hablamos en otra ocasión.
Don Carlos ejercía el “Supremo Poder Ejecutivo”, lo cual suponía cargar con la suma de atribuciones que le demandaban exceso de trabajo y responsabilidad. Quizás por eso se encuentran con frecuencia en los libros de Hacienda compras, donaciones y ventas de bienes “por orden verbal del Excelentísimo Señor Presidente”; claro está que durante el gobierno de los López los bienes del Estado se confundían con los de aquella dinastía.
Recién en 1852 y por motivos de salud, decidió delegar algunas funciones, para lo cual nombró por decreto a un vicepresidente de la República, cargo que recayó en el ministro de Hacienda, Mariano González; un secretario de Gobierno, que lo dejó en manos de Francisco Sánchez; una Comandancia General de Armas de la Capital, función que delegó a su hijo, el coronel mayor de Plaza, Venancio López.
Dicho acto oficial se celebró en su nueva residencia que entonces era de una sola planta; como se sabe, la misma se encontraba a metros de la antigua Casa de los Gobernadores, donde, antes que él, tuvieron su despacho los últimos gobernadores coloniales, la Junta Superior Gubernativa, los cónsules Francia y Yegros, el doctor José Gaspar de Francia hasta su muerte en 1840, los cónsules López y Alonso, y el mismo Don Carlos hasta 1857.
Diez años después de la ampliación de su residencia y bajo la dirección de ingenieros y arquitectos venidos de Europa, Don Carlos mandó construir pilares y levantar una segunda planta a modo de balcón a todo lo largo de la fachada; razón de ser de aquella notoria desproporción entre ambos niveles.
Acorde con el remozamiento de su residencia, en 1860 llegó de Europa, vía Buenos Aires, un lujoso coche para la familia López, además de espejos y mármoles.
En 1862, Don Carlos murió en su “casa nueva”; según el Semanario, sus restos fueron velados en su domicilio particular. Tras una misa de cuerpo presente celebrada en la Catedral con discursos de despedida a cargo del rector del Seminario, el padre Fidel Maíz, y el párroco de la Encarnación, Justo Colmán, lo condujeron a Ybyray en cuyo templo fue sepultado.
“A las cuatro de la tarde. El ataúd fue colocado en una lujosa carroza hacha en París por celebrados artistas y comenzó la marcha hacia la iglesia de Trinidad, distante del centro urbano unos seis kilómetros. Mientras parte del pueblo se adelantaba tomando el tren puesto a su disposición, inició el fúnebre cortejo por los polvorientos caminos de la época. En lo alto de la carroza se leía la inscripción en letras de oro: Carlos Antonio López”.