Relámpagos de Barrett

Sobre Rafael Barrett (1876-1910), que vino al mundo en España y partió de él en Francia pero escribió en Paraguay, escribe la poeta anarquista Montserrat Álvarez.

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Hay cosas que se pueden aprender estudiando. Otras no. Doctorarse en filosofía no hace de nadie un filósofo. La filosofía no se estudia. Ni siquiera se elige. Entender, por ejemplo, la ataraxia por su etimología y su historia es entenderla como un licenciado o un erudito, desde fuera, no como un estoico, desde el núcleo interno del propio deseo, núcleo en parte comunicable pero que si está vivo no es por esa parte, sino por su proporción de irreductible misterio.

Stricto sensu, ese saber que licencia y doctora es banal. No es saber: es información. La información no hace justicia intelectualmente a la filosofía. Instruye en el dominio de conceptos útiles, esto es, de palabras vacías. No es saber: es ingreso de datos. El saber vivido, aunque más confuso (o más complejo) y menos claro (o menos simple), pertenecerá en cambio al que lo dice como un trozo de su piel, mientras que lo que dice un doctor o un licenciado lo puede decir por igual cualquier diccionario, porque no es suyo: lo ha tomado en préstamo.

No soy una autoridad en filosofía ni en nada. Personalmente, además, la autoridad me da asco. Mi versión de la filosofía es conscientemente parcial y teñida de la importancia que doy en la vida y el pensamiento a la audacia, al error y a la imaginación. Mi versión del filósofo: el peor enemigo de las ideas decentes y vidas sensatas, y el mejor amigo de los indecentes y los insensatos. Una existencia perdida para la felicidad y una muerte solitaria, pero también un fenómeno de esplendor y de potencia que al borde de la tumba pedirá otra ronda antes de que le cierren para siempre el boliche, porque solo la pasión, en las ideas y en todo, fecunda, y solo el amor crea. Lo hallaré en una esquina oscura chupando para pasar la noche antes que al frente de una institución, sociedad o partido, con su cerebro afilado como una hoja de acero, el gran perdedor de los pequeños juegos que la mayoría gana.

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Que Barrett vino y se quedó y que a su modo fue paraguayo, se sabe. Y que no tuvo, sin embargo, más compatriota que sí mismo ni más país que el país de un solo habitante de su mente, también. Y que, fuera de inglés y paraguayo, fue tan español como su amigo Valle Inclán, que al visitar Paraguay en 1910 lo buscó y no lo encontró porque estaba citado en Arcanchón con la muerte, y tres semanas antes había partido en busca del auxilio médico que no lo salvó. Y que, furioso y para siempre, dejó España porque tras haber retado a duelo a un tal Azopardo, este le pidió a un tribunal de honor que impidiera el encuentro, y lo logró. Y que ante la sociedad elegante de Madrid, en una gala en el Circo de Parish, golpeó al presidente de ese tribunal, el duque de Arión, y al otro día los diarios publicaron el escándalo, y pasó una temporada en la cárcel. Y que era un buen espadachín, con varios duelos en su haber.

Y que al llegar aquí publicaba en El Español artículos que, por su prestigio, no eran revisados ni corregidos, y los siguió publicando hasta que un mal día el editor tuvo la infausta ocurrencia de leer uno, y al reñir a Barrett recibió un golpe que le hizo dar con sus huesos en la calle.

«El gomoso de Madrid, aquí en el Paraguay, sin que se pueda decir cómo ni por qué evoluciones, había devenido apóstol de la masa oprimida», escribió su amigo Viriato Díaz Pérez, otro español que también tuvo por irreversible destino este país donde tantos raros caen y se quedan sin que nadie, ni ellos mismos, sepa por qué. Para vivir, una mente fiel a sí misma necesita ser feroz en cualquier parte del mundo, pero en Paraguay más aun. Quizá por eso cueste marcharse si se es orgulloso. Quizá por el orgullo, como un yerbal barretiano, te atrapa el Paraguay.

Esta versión de Barrett que ahora les cuento implica el saber como algo más complejo que la información, y el pensamiento como hilo del tejido de una vida que es, a su vez, factor del pensamiento en un proceso de expansión recíproca. Creo que su obra ilustra ese concepto, habitualmente malinterpretado como superficial, que es el concepto de estilo. El carácter honesto e impaciente de Barrett formó tanto la trama de su escritura como la de su vida, punzantes y lucientes, que no ásperas ni secas –antes de morir tuvo tiempo de hacer sonreír a su «menuda», Francisca, con ocurrencias raras, como esa postal con dibujos de rosas en la que le escribe: «Le mando estas flores que no se marchitarán nunca, porque son de mentira».

La vida, la de verdad, se marchitó y terminó en 1910. Nos quedan los artículos que no le pagaron, las conferencias que no cobró, la tos y el hambre que recibió de todos y de nadie en esa antigua conjura de rebaños que lo condenó a muerte sin tener el valor que tiene hasta un verdugo: saberse ruin.

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Su paisano Díaz Pérez escribe con pena tras la muerte de Barrett que este mundillo tenía mucha razón al desconfiar de él y al temerle. Que el pensamiento valiente altera climas tales y los amenaza. Que al morir les devolvió la paz a muchos.

Y que la última noche que lo vio, noche la lluvia en la cual lo hospedó en su casa, ya no dormía siquiera con el reposo de sus grandes amigos, los trabajadores, cuyos músculos, por la fatiga, descansan, sino con un sueño minado por el agotamiento moral y físico de sus años en Paraguay. Y todo esto tiene que ver con el estilo. La cosa perecedera que uno es, si no pacta con la gran institución de la cultura para cargar en su disco información no vivida, si vive lo que piensa y piensa lo que vive y lo vuelve del revés y lo lleva dentro, con sus ideas, suyas y no prestadas, y su aliento dejará en la palabra como impronta el ritmo con el que respiró: por eso el estilo es lo más profundo.

Por eso Barrett ilustra la diferencia entre hablar o escribir como anarquista, o decirse anarquista, y, por el contrario, serlo. Por eso en la velada que evoca Díaz Pérez hay algo muy triste y sin embargo, aunque a Barrett solo le quedaban un par de años de vida, la escena rebosa tal belleza, entusiasmo y alegría que uno quisiera estar ahí, con ellos, en medio de esas discusiones ardientes, de ese despilfarro de fuerza, de humor, de inteligencia. «Altanero», lo recuerda Díaz Pérez, muerto Barrett ya, «mordaz, valiente y amigo de aventuras, generoso, más aún, pródigo; sin la menor inquietud por el mañana; tenorio y polemista, siempre en pendencias y duelos, protector de desvalidos y quijote perpetuo».

Rafael Barrett y Álvarez de Toledo, hijo de George Barrett Clarke y María del Carmen Álvarez de Toledo, nació en Torrelavega el 7 de enero de 1876. Estudió Ingeniería de Caminos en Madrid. El postulado de Euclides (1897) y Sobre el espesor y la rigidez de la corteza terrestre (1898) son los únicos escritos que publicó en España, ambos en la Revista Contemporánea, de Madrid, que dirigía Rafael Álvarez Sereix. Descalificado por un Tribunal de Honor como duelista, y rechazado por la sociedad madrileña, vino a Suramérica en 1902. En Buenos Aires escribió en diarios locales. En 1904 viajó como corresponsal para cubrir la revolución que había estallado en Paraguay. Se quedó. Aquí se casó con Francisca López Maíz en 1906. Aquí enfermó de tuberculosis. Murió a las cuatro de la tarde en el Hotel Regina Forêt, de Arcachon, el 17 de diciembre de 1910. Su obra es corta como lo fue su vida; sus restos descansan en la fosa común.

montserrat.alvarez@abc.com.py

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