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Bleeding-edge: tecnología -y, por extensión, producto o idea- en una fase muy primaria de desarrollo; tanto, que puede suponer daños para el usuario, por lo que, en principio, no es de acceso generalizado al público. Es un juego de palabras a partir de cutting edge o leading edge, «de vanguardia», «innovador», «pionero», que subraya, de manera sangrante (bleeding), la poca fiabilidad de la tecnología en cuestión.
Es el título original del nuevo libro del gonzo (loco y anárquico) y maravilloso escritor norteamericano Thomas Pynchon, The bleeding-edge, del 2013, traducido ahora al español como Al límite, sobre el mundo de los empresarios puntocom, los hackers y los capitalistas de riesgo y, al mismo tiempo, sobre el mundo previo al atentado del 9/11. (Como Gravity’s Rainbow fue la novela de la segunda guerra mundial -o del aceleracionismo posmoderno, según lo define Noys en Malign Velocities. Accelerationism & Capitalism, 2014-, Vineland, la de la saudade del hippismo, y Vicio propio, la Chinatown de Polanski vista con los ojos de un dragón de California.)
Para ello ha creado una heroína, Maxine Tarnow (Tarnow de soltera, Loeffler de casada), investigadora de delitos económicos actualmente sin licencia, y sin marido. Maxine, exinvestigadora, CFE sin licencia para ejercer, vive en la Upper West Side, NY.
Son días hipersensibles al afecto, a la lujuria y a las apps. Pero tiene dos hijos a los que lleva todos los días al colegio judío, Otto Kugelblitz School. A través de ellos descubre el mundo de los videojuegos, donde el quid en boga es disparar –«mamá, hemos inhabilitado la opción gore»– sin sacar sangre al sospechoso. Y ese mundo infantil del asesinato impune la llevará a DeepArcher, aplicación de unos geeks californianos emigrados (con la idea inicial de ir, no al Upper West Side, donde son vecinos de Maxine, sino a la Silicon Alley novayorquina) cuya ética hacker -mejorar una aplicación con contribuciones colectivas, liberar el código fuente, todo gratis- se tambalea ante las sumas astronómicas que los ejecutivos vivillos como Gabriel Ice les sacuden en la cara.
A lo largo de la novela, Maxine recorre la city (portando su Beretta Tomcat) investigando por qué alguien compra empresas quebradas o a punto de quebrar en la era de la burbuja de los puntocoms y cruzándose en ese trance más bien anodino con pandillas de friquis y hombres que la calientan en vistas de su renovada austeridad sexual post-separación.
VILLA FREUD Y KOREATOWN
Entre los friquis que me gustan sobre todo está el investigador olfativo Conkling, medio nazi o en constante flirteo con los fetichismos del nazismo, olfateando el perfume que usaba Hitler, el 4711, en un bar de Nueva York, por ejemplo, en su paranoia idolátrica. O el emoterapeuta medio zen, medio oriental chanta de Maxime, Shawn, quien a su vez hace terapia con un argentino lacaniano emigrado de barrio Freud a Nueva York debido a la crisis del neoliberalismo implantado en el país del tercer mundo, que también afectó a los ¡cura-almas! («el terapeuta de Shawn, Leopoldo, es un psiquiatra lacaniano que se vio obligado a dejar el ejercicio honesto de su profesión en Buenos Aires hace unos años, debido en no poca medida a la injerencia neoliberal en la economía de su país. La hiperinflación con Alfonsín, los despidos masivos de la era Menem-Cavallo, más la obediente sumisión del régimen al FMI, debieron de parecerle una Ley del Padre lacaniana fuera de control, y, tras aguantar lo que pudo, Leopoldo acabó viendo poco futuro en la ciudad encantada que amaba, así que dejó la práctica de su profesión y su suite de lujo en el barrio de psiquiatras conocido como Villa Freud, y partió hacia Estados Unidos»).
Entre mis escenas preferidas está la noche de karaoke («karaoke» es una palabra compuesta por kara, «vacío», y oke, abreviatura de okeesutora, que deriva del inglés «orquesta»). Esa noche en la que van a un karaoke coreano, a un noraebang de Koreatown. Y es todo un descubrimiento pynchoniano la banda Tiny Desk Unit, de Washington DC, que solo lanzó un elepé y un ep antes de desaparecer durante veinte años para reaparecer ahora en esta novela (y en impagables actuaciones en vivo -grabadas en VHS- colgadas en YouTube: la banda tiene una frontgirl con el aura, la gesticulación y la performance de un Ian Curtis-mujer).
GEMELOS SINIESTROS Y TIEMPO DE COLAPSOS
Entre los hombres con los que se cruza, y roza, Maxine, el único con el que tiene una penetración normal («polvo», dice el traductor con precisión quevediana) es Windust, siniestro personaje, exagente de la CIA especializado en misiones de asesoría neoliberal y masacre de aldeas indígenas en Centroamérica («A Windust la gente lo llamaba Xooq’, que significa “escorpión” en lengua q’eqchi’»). Un torturador, un asesino múltiple, como el «lado b» de un marido por el momento alojado en la difusa condición de exmarido. Aquí Pynchon hace uso del Popol Vuh y de Xibalbá, el infierno maya-quiché. Y abre la posibilidad de que Maxine haya conocido al gemelo bueno del siniestro Windust (¿«polvo de viento»?).
La erección masculina -y la intuición interminable de braguetas de la heroína Maxine (es la segunda heroína de la bibliografía de Pynchon; la otra es la célebre Edipa Maas de La subasta del Lote 49)- tiene una doble lectura. Para ella, la erección es la prueba excelsa e irrefutable de sinceridad de un hombre en plan de versero conquistador. La erección nunca miente; esto nos devuelve a Gravity’s Rainbow, donde erección y bombas fálicas estaban indisolublemente unidas vía experimentos laboratoriales pavlovianos. Y, por otra parte, Maxine, súbitamente soltera, madre de dos hijos escolares, con un ex que es un buenazas con problemas de comunicación y que aún no se decide a reintentar la relación, vive una cuarentena de austeridad erótica, sexual, es decir, vive en ascuas toda la novela, visionando erecciones y braguetas sin fin. Un tiempo de espera, de tensión sexual constante: ese es el tiempo de la novela, el tiempo paranoico de las catástrofes y de los colapsos.
CIUDADES-BASURERO…
Como la novela -verborrágica, profusa, carnavalesca, de referencias laberínticas- no se puede resumir, de encontrar rápidamente siquiera una metáfora o signatura para expresarla, me detengo en dos detalles que acaso sirvan para hacer ver el mundo de la última obra de Pynchon.
Una noche terminan Maxine, la agitadora March y Sid, uno de sus informantes clandestinos, en un vertedero de basura («más alto que un edificio residencial típico del Yupper West Side»), muy al extremo de NY, ya en la isla de Meadows, y allí tiene la visión epifánica de que la ciudad no es más que un gran vertedero, de que la ciudad que más consume y que más basura hace en el mundo quizá esté construida sobre basura, o al revés, de que los altos y sofisticados y caros edificios de departamentos salieron y seguirán saliendo de estos sitios convertidos en vertederos. El camino de la gentrificación, que empezó en los años cincuenta, en la época de los puertorriqueños de West Side Story. La ciudad como basural. Se vierten restos y se divierten revertiendo edificios viejos para poner en su lugar edificaciones suntuosas.
Les dejo una cita sobre una temprana gentrificación:
«Detestaba el Lincoln Center, para el que se destruyó un barrio entero y se expulsó a siete mil familias “boricuas”, solo porque unos anglos a los que se la traía floja la Alta Cultura tenían miedo de los hijos de esa gente.
-Leonard Bernstein escribió un musical sobre eso, no West Side Story, el otro, en el que Robert Moses canta:
“Echad a esos puertorriqueños a la calle.
Es solo un barrio de pobres. ¡Demoledlo entero-o-o!”
Con una voz chillona de tenor de Broadway que parecía razonablemente capaz de cuajar la bebida en el estómago de Maxine.
-Incluso tuvieron la insolencia de rodar la puta West Side Story en el mismo barrio que estaban destruyendo. La cultura, lo siento, pero Hermann Göring tenía razón: cada vez que oigas esa palabra, pálpate la pistola sobaquera. La cultura despierta los peores instintos de los acaudalados, no tiene honor, suplica que la rodeen de zonas residenciales pijas y que la corrompan.»
…Y ERIZOS EN LA NIEBLA
Y otra cita más, esta:
«Sid apaga las luces de circulación y el motor, y se detienen detrás de la Isla de Meadows, en el cruce de Fresh y Arthur Kills, estación central de la toxicidad, núcleo tenebroso de la eliminación de residuos de la Gran Manzana, que recoge cuanto la ciudad ha descartado para seguir fingiendo que es ella misma, y ahí, inesperadamente, en el corazón de todo eso, hay cuarenta hectáreas de marisma intacta, justo debajo de la ruta de vuelo migratorio del Atlántico Norte, confiscadas por ley al urbanismo y a los vertidos, donde las aves de los pantanos duermen a salvo. Lo que, dados los imperativos inmobiliarios que rigen esta ciudad, resulta, si quieren que les diga la verdad, asquerosamente deprimente, porque ¿cuánto va a durar? ¿Cuánto tiempo más puede depender la vida de estas inocentes criaturas de si encuentran refugio aquí? Es justamente el tipo de parcela que hace que el corazón de un constructor se ponga a cantar This Land Is My Land, This Land Also Is My Land.
»Cada bolsa de Fairway llena de peladuras de patata, posos de café, comida china sin tocar, pañuelos y servilletas de papel, tampones usados, pañales desechables, fruta estropeada o yogures caducados que Maxine ha tirado alguna vez en su vida está aquí, en alguna parte, multiplicada por los desechos de todos los que conoce en la ciudad, multiplicada por los de todos los que no conoce, desde 1948, antes incluso de que ella naciera, y lo que creía perdido y que había salido para siempre de su vida solo ha entrado en la historia colectiva, que es como ser judío y descubrir que la muerte no es el final de todo, como si te arrebataran de repente el consuelo del cero absoluto.
»Esta pequeña isla le recuerda algo, y tarda un momento en percatarse de qué. Como si uno pudiera alargar la mano e introducirla en el amenazante y profético vertedero, ese negativo perfecto de la ciudad con su bullente y nauseabunda incoherencia, y encontrar una serie de enlaces invisibles en los que cliquear y verse finalmente trasladado en un lento fundido a un inesperado refugio, un pedazo del antiguo estuario eximido de lo que ha pasado, de lo que está pasando, en el resto de la zona. Como la Isla de Meadows, DeepArcher también está siendo acechado por sus propios especuladores, inmobiliarios en un caso, digitales en el otro. Quienesquiera que sean los visitantes migratorios que sigan allí confiados en su intocabilidad, cualquier mañana, muy pronto, se verán desagradablemente sorprendidos por el descenso susurrante de buscadores comerciales y empresariales de la web que ansían indexar y corromper otra parcela de santuario para sus propios fines, que tanto distan del altruismo.»
Pienso en la breve y bellísima peli de animación rusa de los años setenta Erizo en la niebla (Yozhik v Tumane, 1975). Véanla, pínchenla, cliquéenla en YouTube, con subtítulos; creo que es una de las posibles partes de un posible todo pynchoniano expresado en Al límite. Un erizo se pierde en la niebla y no puede volver junto a sus amigos para tomar el té en el samovar y contarse historias… Maxine es el erizo, una chica inteligente y, por ende, difícil en sus relacionamientos, perdida en una niebla de paranoias, puntocoms, terrorismo, atentados, etc., que quiere volver a su viejo barrio, junto a sus hijos, y acaso junto a su ex…
O acaso Pynchon y su heroína quieren, en el fondo, seguir perdidos en la niebla-oscuridad de la «web profunda», o, aún mejor, en DeepArcher, abriendo ventanas sin fin, contemplando un vacío incalculablemente fecundo en enlaces invisibles.
«¡EL INCENDIO DEL REICHSTAG!»
Como ha señalado Morozov, el libro rebosa de referencias a personajes del mundo real. Ese notorio innovador financiero que es Bernie Madoff aparece justo al lado de Detsl, el ruso estrella de hip-hop, mientras tecnologías como la del Furby -sí, el juguete- son «hackeadas», modificadas con chips de reconocimiento de voz, y se usan para espiar.
A los personajes, tanto los friquis como los potenciales amantes, uno nunca termina de tomarles el pulso. Imposible saber, tratándose de Pynchon, si no son en el fondo meras caricaturas, figuras paródicas, de comedia absurda. Y a propósito de esto, del punto en que Pynchon y su risa se vuelven siempre posibles e inciertos, una última, y no menor, cuestión: ¿es el libro demasiado chistoso, jocoso, incluso soft porno, para contener algo como el atentado del 9/11 entre sus páginas? ¿Cuál es la explicatio que Pynchon da de tal suceso? «El incendio del Reichstag», dice la vieja agitadora; «Pearl Harbor», replica Maxine…
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