Reflexiones sobre el Holocausto

En momentos cruciales para la humanidad, en que se pretende desconocer la existencia del Holocausto, siento un deber de paraguayo, y de ciudadano de este mundo, expresar unas reflexiones a este respecto. El papa Juan Paulo II, el gran amigo del pueblo judío -al que llamaba afectuosamente “nuestros hermanos mayores”-, decía que siempre debemos hacer la purificación de la memoria. Quería con esto significar que debemos recurrir constantemente a la historia para de ella extraer las lecciones de vida, y para no volver a cometer los errores del pasado.”

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Cicerón, por su parte, decía que la historia es la luz de los pueblos, la memoria de la humanidad. Pero esa luz a la que alude el romano debe ser de tal potencia que sea capaz de iluminar aun los rincones más oscuros, más sórdidos, esos pasajes que como seres humanos tenemos vergüenza de que pudieran haber ocurrido alguna vez y en algún lugar, de manera tal que nos llame permanentemente a la reflexión, para de alguna forma revertir el daño que los mismos han conferido a la humanidad. He meditado mucho en estos días sobre este tema, y mi capacidad de razonar, de comprender este atroz hecho, ha sido insuficiente. Me he encontrado como frente a un muro que me impedía ver las razones de una gigantesca sinrazón. Creo que a muchos debe haberles ocurrido lo mismo. Pues si difícil ya resulta entender toda la sangre que se ha derramado en la humanidad en guerras siempre estériles, y se puede recordar que hubo desde mucho tiempo atrás hasta intentos de “humanizarla” a través de tratados internacionales, como la Convención de Ginebra y muchas otras más, lo acontecido en la Segunda Guerra Mundial, empero, desborda todo cuanto la imaginación de un ser humano normal puede abarcar.

Si bien se sabía que la paz conseguida en Versailles en 1918 no tenía fundamentos muy sólidos, se intentó, a través de la creación de la Sociedad de las Naciones, crear un organismo mundial que fuese capaz de asegurar la paz y la seguridad en la comunidad internacional. Organismo que terminó en un estruendoso fracaso, pues no pudo siquiera mantenerlas en dos décadas. Fracaso que se debió principalmente a que los Estados Unidos no ingresaron en ella porque el Congreso de ese país no había aceptado aquellos famosos 14 puntos que el presidente Wilson había propuesto como derrotero para consolidar la paz mundial. Es que ese país comenzaba a gravitar decisivamente en las cuestiones internacionales, de las cuales hasta la Primera Guerra Mundial se había mantenido al margen.

El surgimiento de la doctrina nacional-socialista de la mano de su conductor enajenado, hizo detonar, a poco de iniciar sus trabajos la Sociedad de las Naciones, y con total desprecio a ésta, uno de los acontecimientos más infelices y dramáticos del que tengamos memoria. Me permito citar al politólogo García Venturini, que describió con precisión lo que había pasado y que nos parece inexplicable: “En un país culto, de elevada filosofía, de nobles tradiciones, un extraño sujeto, cabo y pintor de segunda, medianamente culto, bastante alejado físicamente del arquetipo germano, de gestos histéricos y voz chillona, ocupó el puesto de la divinidad y prometió un imperio de más de mil años, que felizmente no duró más que doce…. el imperio milenario había quedado sin realización, pero un dolor infinito y un absurdo también infinito habían quedado incorporados al linaje de la historia del linaje humano, innecesariamente.”

Ese dolor y ese absurdo es lo que no debemos olvidar nunca, para que jamás vuelva a suceder. En el país donde surge el liderazgo del siniestro cabo de segunda, solo había una voluntad, una norma: la del líder, que no respetó ni la vida privada, ni a las distintas naciones y pueblos, ni el espacio público de la libertad, ni los principios elementales del Estado de Derecho –todo este desprecio, basado en la pretendida e incondicional victoria de un estado racista–. Sus argumentos fueron más a golpear los sentimientos que la razón –de ahí que la mejor explicación histórica del nazismo quizás sea la del historiador inglés Hobsbawm, “el irracionalismo instalado en el siglo XX” – sirviéndose para ello de una infernal propaganda montada con todos los adelantos de la época y con una educación que realizó un verdadero acoso a las conciencias pretendiendo transformar la sociedad, pero a lo que llevó, fue a una sociedad oprimida por el terror, sin conciencia y sin principios.

Como decía de los nazis el gran maestro Borges, declarado admirador del pueblo judío, los mismos nunca terminaban de contradecirse, pues: “veneran a la raza germánica, pero abominan la América sajona; condenan los artículos de Versailles, pero aplauden los prodigios del Blitzkrieg; son antisemitas, pero profesan una religión de origen hebreo; bendicen la guerra submarina, pero reprueban con vigor la piratería de los británicos; denuncian el imperialismo, pero vindican y promulgan la tesis del espacio vital, aplican a los actos de Inglaterra el canon de Jesús, pero a los de Alemania los de Zaratustra”. Concluye Borges su descripción de la ideología nazi acudiendo a un vocablo que raramente utilizó en sus 60 años de producción literaria: asco.

Aquel país de grandes valores espirituales, de grandes filósofos, de músicos exquisitos, de poetas eximios, quedaba así convertido por obra de esa filosofía de la destrucción e irracional liderada por un mesiánico, en la maquinaria infernal más feroz que recuerda la historia. Es inconcebible cómo pudo haber manipulado las conciencias para que se admita ese despropósito que fue el nazismo.

Al decir de uno de los grandes constitucionalistas del siglo XX, el francés Burdeau, “La filosofía del autoritarismo se convierte en una filosofía de la decepción; su oportunidad es una caída moral de los pueblos y esta oportunidad nunca está más cercana que cuando el desarrollo de las instituciones, la incoherencia de las políticas, la injusticia parecen instalar en la sociedad el reino de lo absurdo”.

Los nazis hicieron tabla rasa del derecho. Para ellos la palabra y voluntad del Fuhrer maldito eran equivalentes a la ley, a la moral, al estado, a la religión; entendían a la fuerza como argumento de confrontación e hicieron de su exaltación por la raza superior, del racismo, una bandera de lucha, en pleno siglo XX, en el despertar de los grandes descubrimientos que habrían de cambiar para siempre al mundo.

Su apego a esta deformada concepción de la política –sintetizada por el constitucionalista nazi Schmitt en la desafortunada y dolorosa frase “la política es la distinción entre el amigo y el enemigo”–conllevaba un desprecio hacia todas las demás, pero se ensañó especialmente con la nación judía, sin saber que los judíos, que andaban peregrinando por el mundo desde hacía más de cinco mil años, serían –como lo fueron– capaces de resistir a las atrocidades más brutales, y absurdas, que se pudieran imaginar.

Es que, como apuntaba Renan, las naciones tienen alma. En ellas se proyecta el porvenir sobre la base de comunidad de destinos, de pensamientos y sentimientos comunes que a través del tiempo hallan una comunidad de destinos.

Esta comunidad de destinos, este modo de comportarse colectivamente, forman el sentimiento nacional, y la personalidad de cada pueblo. Las glorias y dolores comunes, el pasado compartido, su influencia en el presente forman la tradición a través de hechos del hombre que al tiempo que enriquecen su propia vida dejan de pertenecerle para pasar a integrar los valores de la sociedad. Perduran en el tiempo y son preservados porque en su conjunto conforman la verdadera identidad de los pueblos.

Estos bellos pensamientos no los midieron los nazis. En esto subestimaron al pueblo judío, único que por la fortaleza de su alma supo sobreponerse al horror, a la masacre, a ese crimen colectivo, y renacer de ese genocidio, aún con más fuerza, con más vigor y mayores deseos de libertad. Dije antes que mi mente no pudo comprender el horror nazi. He leído en estos días una frase que sin embargo puede explicarme por qué esto me ocurre: “El que no estuvo en Auschwitz nunca va a entrar, y quienes estuvieron nunca van a salir”.

He ahí el secreto de mis dificultades. La imaginación, que generalmente todo lo puede, sin embargo no alcanza para explicar lo inexplicable, y solamente quienes se vieron sometidos a ese inicuo ultraje, quienes tuvieron que soportar más de lo que la naturaleza humana es capaz pueden comprenderlo. Los campos de concentración son la representación de la degradación humana. Esos niños que tuvieron que sobrellevar el dolor de la separación de sus padres, y de su muerte, ¿cómo no habrían de quedar marcados para siempre con el estigma del horror, de la impotencia ante tanta crueldad? A este respecto, expresa Diana Wang, autora nacida en Polonia y que es hija de sobrevivientes de la Shoah: “De todos los mártires de las guerras, los niños son desde luego las víctimas supremas y universales. Y sus voces nos hablan aun hoy de las sinrazones. Convertidos muchos de ellos en abuelos, los “niños” que esconden en su alma construyen los testimonios marcados a fuego, dicen lo que necesitan decir guiados por la conmoción o el impacto, sueltan lo que han guardado por años, nos abren su corazón”.

El mundo tiene, pues, una deuda impaga con ellos, que por otra parte y dicho sea de paso, tampoco hay forma de resarcir. El daño moral que se les infringiera es la alteración del espíritu no subsumible solo en el dolor, ya que puede consistir en profundas heridas, estado del espíritu que excede por el sentido amplio del dolor, afectando el equilibrio anímico de la persona.

Y todos aquellos que sintieron en sí mismos este daño, nunca podrán ser resarcidos. No habrá manera de compensar tanto sufrimiento, tanto dolor, tanta desesperanza… Pero el pueblo judío –gracias a su alma formidable de la que nos hablaba Renan– se repuso, y de su inmensa fortaleza espiritual y nació en 1948 el Estado de Israel. ¡Qué gran logro para un pueblo tan castigado! Lamentablemente, al llegar a la tierra prometida, les esperaba la sorpresa desagradable de que su lucha no había terminado.

Nuevos frentes, nuevos fundamentalismos agravian hoy a ese Estado que no consigue vivir en paz. La paz le es eludida por todos los medios. Y es un imperativo –el imperativo, diría yo- de la comunidad internacional comprometerse a conseguirla. Un imperativo que para quienes tienen mayor fuerza y gravitación es un compromiso aún mayor. Considero que los esfuerzos desplegados hasta ahora no han sido suficientes, y que otras causas subyacentes impiden que en el Medio Oriente se pueda vivir en Paz. Y qué derecho tiene, señores. Tantos siglos de inclaudicable lucha le dan ese derecho de llegar a ella, a que se le permita desarrollarse y hacer que sus habitantes puedan explotar todas las potencias de su inteligencia. Que será, al fin y al cabo, para beneficio de la humanidad entera.

Percibo cierta indiferencia cuando las naciones más poderosas abordan el tema del Medio Oriente. Ni los esfuerzos del cuarteto de los últimos tiempos han dado resultados esperados. Y es hora de que el conflicto termine para bien de todos. En la agitada historia de la humanidad, que no se da treguas, es sin embargo el capítulo de la Shoah, sin dudas el más oscuro de ellos. Por ello, es loable que en el seno de las Naciones Unidas, en enero se conmemore la Shoah. Recordar para no repetir. Recordar para jamás repetir. Y es que todo proceso doloroso a veces también genera reacciones, y esta organización, la ONU, nació precisamente luego de la Segunda Guerra Mundial, y se dedicó entre sus primeras acciones al fortalecimiento de los derechos humanos, con la Carta que se aprobó en 1947, y que fue creada con la mente puesta precisamente, en los horrores de la guerra reciente, y en el crimen de lesa humanidad cometido contra los judíos.

Está bien, pues, que memoremos hoy con especial unción a la Shoah, no para avivar odios o rencores, sino para recordar a una sociedad, que extrañamente está viendo por todos lados renacer una corriente antisemita, también inexplicable, que estos acontecimientos que nos llevaron al abismo más profundo de la historia, no deberán repetirse nunca más. Que no solamente la coraza espiritual del pueblo judío, demostrada y probada, habrá de contenerlos, sino la humanidad entera, en un solo as de corazones, en un solo frente de lucha, habrá de decirles ¡BASTA! ¡SHOAH NUNCA MÁS! ¡BASTA! ¡SHOAH NUNCA MÁS! El hombre vive de sueños, construye permanentemente castillos de arena para albergarlos, por eso séanos permitido soñar en un mundo sin guerras, en un mundo de paz, donde todos los seres humanos podamos edificar con bases sólidas un mundo mejor para dejarlo a nuestros hijos.

Es mi deseo y mi esperanza que la palabra Shalom sea la que todos los días, al alumbrar el sol, nos avive el deseo de ser mejores –como personas, como comunidad, como humanidad– para que podamos comprender que la justicia no es venganza, que la tolerancia no es pasividad, pero que sin justicia, sin seguridad, nunca habrá paz. Y que alguna vez los seres humanos seremos capaces de construirla en esta gran comarca que llamamos Tierra y la que habitamos todos como seres iguales, como hermanos. Shalom.

José Antonio Moreno Ruffinelli
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