Recuerdos de Josefina Plá

Una escritora, Josefina Plá –fallecida este año hace tres décadas, en 1999–, una ciudad, un tiempo son evocados en este artículo, parte del bello volumen Recuerdos y comentarios (Intercontinental, 2019), de Guido Rodríguez Alcalá, que ya está en librerías.

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Cuando uno es muy joven, piensa que las personas mayores son muy viejas. Hoy, haciendo cálculos, veo que Josefina Plá tenía solo cincuenta y siete años cuando la conocí y, si me pareció muy anciana, fue porque yo tenía catorce años. Fue en 1960, el año en que ella publicó su poemario La raíz y la aurora, que me dedicó al encontrarnos por primera vez en el cumpleaños de Roque Vallejos, entonces un estudiante del colegio San José. Tuve la desacertada idea de prestarle La raíz y la aurora a otro estudiante del San José, y desde entonces no lo he vuelto a ver.

En 1960, yo estaba en el segundo curso del bachillerato; a partir del quinto, comencé a visitar regularmente a doña Josefina, como tantos otros aprendices de escritor necesitados de una orientación. Ella nunca le cerró las puertas a nadie; con una generosidad admirable, leía todo lo que se le entregaba y después daba un parecer autorizado porque sabía literatura y sabía enseñar; a cada cual le decía cuáles páginas podían y cuáles no podían mejorarse; algunas, las menos, las recomendaba para su publicación. A mí me recomendó publicar unas cuantas, las reunidas en un breve volumen titulado Apacible fuego, aparecido en 1966. El editor fue Adolfo Ferreiro, cuya editorial no sobrevivió mucho tiempo a mi primer volumen, sin que por eso él dejara de publicar, pese a los contratiempos económicos y políticos.

Josefina Plá no cobraba por ese servicio de enseñanza de literatura, que lo era aun sin constituir un curso o un taller, de los que aparecieron después. No sé cuántos pasaron por esa academia informal, abierta todo el día en la casa de la esquina de Estados Unidos y República de Colombia. Era una construcción muy simple, de las llamadas cupial, con un techo de una sola agua que caía a la derecha; a la izquierda había dos habitaciones que guardaban una valiosa colección de piezas de arte, desde cerámica hasta pinturas y grabados, reunidas durante décadas mediante el intercambio con otros artistas. Además de escritora, Josefina era grabadora y ceramista, y buena depositaria del legado de su marido, Julián de la Herrería, un artista destacado fallecido antes de que yo naciera. Esto para explicar que las piezas del museo personal estaban mejor resguardadas que su propietaria.

Ella, en el corredor de la derecha, con frío o con calor leía o dictaba a su fiel dactilógrafo Solís, hermano del recordado paleógrafo del Archivo Nacional. Solís usaba una máquina de escribir portátil, bastante incómoda y apoyada en una mesa nada cómoda; sin embargo, con ella pudo escribir miles de páginas, desde cartas (porque su empleadora mantenía una activa correspondencia con escritores de varios países), hasta artículos periodísticos, poemas, cuentos y ensayos sobre diversos temas. Cuando la visitaba, yo aguantaba el viento del Norte o del Sur, pero yo era un adolescente, y ahora no me explico cómo esa admirable mujer podía enfrentar el verano sin aire acondicionado y trabajar once horas al día, interrumpiendo la tarea para atender a quién llamaba a su puerta.

Como no tenía teléfono, para hablar con ella era necesario ir hasta su casa a ver si estaba y golpear. Desde su corredor, ella gritaba ¡entre!, y uno entraba, porque no había candado, ni tampoco asaltos: sin idealizar el pasado, la Asunción del sesenta era más segura. A la autora nunca la importunaron, excepto en aquella noche desafortunada en que le robaron las piezas más valiosas de su museo. Fueron ladrones profesionales, que entraron y salieron sin ser sentidos, y que fueron dirigidos por una persona a quien doña Josefina había ayudado y que la defraudó.

El hecho en sí mismo indigna, e indigna más al pensar en todo el sacrificio malogrado de una persona como ella, que se privaba de las satisfacciones materiales en beneficio de las intelectuales: cuando enseñaba en la Escuela Municipal de Arte a veces dejaba de almorzar para comprarse libros. En medio de sus dificultades, ella siempre conservó el decoro: una vez, sabiéndola necesitada, su sobrino Rodrigo Díaz Pérez le ofreció dinero, que ella no aceptó con la explicación de que «sería una falta de dignidad de mi parte».

Quizás su museo se hubiera salvado si ella hubiera seguido el consejo de Carlos Colombino: vender su propiedad y, con el importe de la venta, construirse dos casas, una para vivir y otra para alquilar. Ese terreno de la esquina tenía unos novecientos metros cuadrados, estaba bien situado y, con la bonanza de Itaipú, los precios de los inmuebles se habían ido a las nubes; la construcción hubiera corrido a cargo de Colombino, que entendía el negocio y podía ser un buen amigo. Aldo Zuccolillo quiso comprarle el terreno dejándole el usufructo vitalicio; ella no pudo ver la conveniencia del trato y no lo aceptó.

En 1981 el diario ABC creó un suplemento cultural y yo asumí su dirección. Aunque me pagaban bien, fue un trabajo muy penoso a causa de la informalidad de las personas que prometían enviarme sus colaboraciones y no cumplían, o que cumplían a medias entregando menos de lo prometido. La gran excepción fue Josefina, que escribía más de lo que debía para justificar lo que le pagaba ABC, cincuenta mil guaraníes mensuales por un artículo semanal (entonces el dinero valía más). Sin embargo, hubo un problema serio porque se olvidaron de pagarle seis meses por un error administrativo. Yo hablé con la persona responsable y ella me prometió arreglarlo; dos meses después, se le debían ocho meses, porque nada se había hecho por temor a contárselo al director, que no lo sabía. Finalmente, hablé con el director, quien ordenó el pago inmediato previa filípica a los responsables; me acusaron de delatar a compañeros de trabajo, siendo que no había otra manera de reparar la injusticia.

Después le propuse a la destacada colaboradora escribir sus memorias, para publicarse en entregas en el suplemento cultural, que hubiera sido una manera de saber más sobre su vida y sobre la vida cultural del país, a través de un testimonio autorizado; por desgracia, el proyecto no se concretó y seguimos ignorando o sabiendo apenas ciertas cosas, como su participación en el círculo literario La Colmena, que se reunía en el Café Granados, en el desaparecido teatro y luego cine Granados de Estrella y 14 de Mayo. En términos generales, se dice que La Colmena fue un círculo literario influyente pero, ¿de qué se hablaba en sus reuniones, qué libros leían sus integrantes, qué libros podían comprar en las librerías asuncenas? Estos son algunos de los eslabones perdidos en la cadena de acontecimientos que ha formado nuestra tradición literaria.

¿Por qué existe tanta resistencia a la escritura de memorias personales en el Paraguay? Al fin y al cabo, no se trata de escribir una historia documentada, rigurosa, sino de contar cómo uno vio las cosas, qué opinión tiene sobre ellas, un derecho básico que no se le puede desconocer a nadie. Por esa falta de escritura, desconocemos mucho de personas con quienes hemos tratado durante años. ¿Cómo se desarrollaba el programa cultural radial que tuvo Josefina en la década del treinta? ¿Qué hacía ella en El País (hoy Última Hora) en el cuarenta? Allí colaboraban también Viriato Díaz Pérez y Vicente Lamas; Lamas fue secretario de redacción hasta junio de 1946, cuando Higinio Morínigo concedió su primavera democrática, y Rafael Oddone asumió la secretaría de redacción, para darle al diario una orientación más política. En esa línea, El País publicó los mapas de los tres tratados firmados por dirigentes colorados sobre el Chaco, que significaron una renuncia a la mayor parte del territorio chaqueño. Como represalia, el grupo colorado llamado ORO (Organización Revolucionaria Obrera) empasteló el diario el 5 de septiembre de 1946; empasteló pero no quemó, como se ha dicho erradamente.

Solo ocasionalmente Josefina hablaba de aquella agitada primavera democrática y la revolución que le siguió. Una vez, durante la ocupación pynandi de Asunción, estuvo cerca de ser ultrajada por el pynandi que la persiguió por la calle y se salvó porque golpeó a una puerta que se abrió para recibirla y cerrarse en las narices del acosador; entonces había más solidaridad, comentó al relatármelo. Un extranjero puede ver lo que los paraguayos no ven, me dijo una vez, agregando: con la revolución de 1947, cambió la cara de la gente que se veía en la calle, en el cine, en cualquier lugar público, y cambió para peor. No me dijo más sobre cómo había sobrellevado la larga noche cultural de Morínigo y Stroessner.

La vi por última vez en uno de los tantos homenajes que se le hicieron en el noventa, cuando ya no le servían de mucho. En una sociedad tradicional priman los valores biológicos, como el sexo y la edad: se discrimina contra las mujeres y los jóvenes (o no tan viejos), a los ancianos se los puede convertir en objeto de veneración. A ella le hubiera convenido que le reconocieran sus méritos cuando estaba en la plenitud de sus fuerzas, que también hubiera sido justo; sin embargo, se vio obligada a trabajar más de lo tolerable corrigiendo pruebas de galera o ideando anuncios publicitarios en vez de dedicarse a la creación literaria y artística en sus mejores años.

guidoprodriguez@gmail.com

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