Raudales

Parte fundamental de la vida presente y pasada, de la geografía y del paisaje urbano de Asunción, los raudales surcan nuestra existencia y atraviesan la memoria de nuestros mayores con el caudal torrentoso de su historia, de sus discretos héroes, de sus anécdotas, de sus peligros y accidentes, de sus aventuras y placeres, y están ligados a nombres memorables y a recodos cuyo encanto y emoción siempre respetará el tiempo.

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LOMAS Y COLINAS

Ya no puedo decir con seguridad quién, entre los poetas enamorados de Asunción –acaso Eloy Fariña Núñez...–, la compara en unos versos con Roma, porque ambas se asientan sobre siete colinas. En rigor, yo creo que, entre «lomas y colinas», son más de siete. Mi recuerdo perfuma con naranjos, jazmín paraguay y diamelas las casas y jardines edificados por los arquitectos y constructores que levantaron esta capital.

Desde niño, andariego, recorrí las calles de Asunción de norte a sur y de este a oeste y, lógicamente, tengo recuerdos de algunas peculiaridades orográficas, como, para empezar por el centro, la larga colina de Colón, que partía del puerto y el río hasta llegar al lugar –en mi niñez, tenebroso– en el que estuvo el Mangrullo; ahí yacían en paz numerosos muertos de la Guerra del 70, y yacían también, pero no en paz, otros menos heroicos, cuyas almas, según los chismosos del barrio, inquietas por sus actos en vida, buscaban alivio a sus penas desde el más allá.

Cómo olvidar el Cerro Tacumbú, donde de escuelero solía ir en excursiones oficiales, «el azul cerrito de Lambaré» de Ortiz Guerrero y la Loma Tarumá de mi vecindario; allí, en la época en que la bicicleta era el juguete «tutti», la cabezonería nos impulsaba a lanzarnos pendiente abajo desde Caballero hasta Iturbe por la calle Río Blanco, hoy República de Colombia. Inolvidable es la elevación de Mariscal López que se acentúa en General Santos, y para no abandonar el campo de la poesía debo mentar la Loma Carapá, sede de la bohemia, a la que están atados con un moñito tricolor los nombres de José Asunción Flores y otros «que en el mundo han sido». Los noctámbulos recorrían esos barrios fragantes de flores y versos cuando la noche llevaba a los burgueses a la cama y a los bohemios a la música y la poesía.

En mi niñez aprendí que Juan de Salazar y Espinoza había fundado la capital en la Loma Carapá, y situaba el punto en 15 de Agosto, casi ya en la arenosa proximidad del río, pero apenas me asomé a la juventud el nombre me llevó detrás de la Catedral, donde comienza la Chacarita, y quedó asociado a polcas y guaranias, al inefable «Manú» y a su compadre José Asunción, a Carlos Talavera y Agustín Barboza.

LLUVIAS Y RAUDALES

Pero me estoy desviando del motivo central de estas líneas. Siguiendo, en este periplo de palabras, con el sistema orográfico, debo recordar que, después de la meseta de Barrio Obrero, Asunción se desliza en suave y gradual descenso que en algunas calles se acentúa y provoca los conocidos raudales, por lo que he chapoteado cuando los ómnibus y tranvías en los que iba al colegio suspendían sus viajes; más de una vez, para no llegar tarde, abandonamos los vehículos e íbamos caminando, con los zapatos y las medias «tres cuartos» que llevábamos obligatoriamente hasta llegar a la edad de los pantalones largos, en las manos.

No puedo olvidar mi impresión cuando vi correr el agua de una lluvia copiosa por la escalinata de la calle Antequera, maravillosa resurrección que hizo el arquitecto Alfaro de la escalinata de la Piazza di Spagna, sentado en la cual devoré platos de tallarines, ravioles, gnocchi y calzoni rellenos en incontables y largas noches romanas.

TRÁFICO Y BARES

Cuando dejó de serme extraño el tránsito nocturno, en la década de 1950, solía cenar en el bar San Roque, y allí compartir el condumio con José Luis Appleyard, Benigno Riquelme y, alguna vez, en paso fugaz, Augusto Roa Bastos, José María Gómez Sanjurjo y hasta los hermanos Irala Burgos, que no eran de mucho salir; incluso hubo alguna ocasión en que el invitado fue monseñor Agustín Bogarín. Las noches lluviosas desataban toda su furia por el raudal de Antequera, que corría despiadado por esa arteria en la cual hasta se había pensado construir un puentecito de madera. En el anecdotario del San Roque está el recuerdo de un plato espectacular en su aspecto: la corvina frita. Nuestro genio jocoso comentó a los dueños del restaurante que esa variedad ictícola había sido pescada en el enloquecido raudal de la calle Antequera, que pasaba por la esquina, lo que debía repercutir en una formal rebaja en el precio del plato.

Alguna noche, ya en el auto de la familia, tuve tropiezos en el tránsito al pasar por la oscura Recoleta, recorrida por el raudal de la avenida Mariscal López, que venía desde la loma de San Martín, en las proximidades de aquel viejo Hipódromo sito en un alto inmueble propiedad de la familia Lebrón. En la calle Choferes del Chaco se engrosaba la corriente. Por entonces, el humedecimiento del distribuidor o la mezcla de agua con el combustible que pasaba por el carburador eran fatales: el motor paraba y el auto quedaba a merced de la correntada, victimado por el fenómeno. Tuve la habilidad suficiente para entrar por España, conducido por la violencia hídrica que también afectaba esta avenida, hasta que llegué a una estación de servicio en la cual, impulsado por la fuerza del raudal, atiné a entrar y pedir los primeros auxilios: secar el distribuidor y desaguar el carburador hasta que el motor volviera a arrancar. Cuando escampó, logré llegar al centro después de subir astutamente por Perú (otra colina) y por la Amambay de «Paraguaýpe», antes conocida como Amambay, según el recuerdo de Ortiz Guerrero.

LÁGRIMAS Y SED

Otro raudal por el que varias veces navegué, o en el que casi, casi nadé, es el de la calle San José, cuya larga trayectoria bordeaba el colegio regido por los padres de la Congregación de Betharram; alcanzando el máximo de su caudal y violencia, atravesaba España, Juan de Salazar y Toledo para luego cruzar el Parque Caballero y verterse finalmente en el riacho Cará Cará.

En mis años mozos, una vez un exalumno del colegio y excombatiente de la Guerra del Chaco, en la que el mayor sufrimiento había sido la sed, me contó que una noche, en una suerte de pesadilla, acuciado por la falta de agua, había soñado con el raudal en un día de máxima intensidad del torrente que, como un mar rojizo, saciaba la sed de la arenosa calle de San José. Aquella vez, recordaba, un llanto incontenible cortó su ensueño desesperado: la sed lo había despertado llorando, pero era tanta su deshidratación que las lágrimas no le brotaban. El día del recuerdo, en cambio, sí tuvo que secarlas con el blanco pañuelo que sacó del bolsillo superior del saco.

CALLES Y HÉROES

Años después, viví una anécdota relacionada con el caudal de la calle Pa’i Pérez. Tenía por entonces un tío que moraba en una casa en la calle San José, entre Salazar y Toledo, donde la furia del raudal bajaba con violencia singular, arrastrando mil y una cosas e inclusive algunos automóviles. A la misma altura, en la vereda de enfrente, vivía un ex oficial de la Armada Nacional que una tarde vio horrorizado cómo un «escarabajo» conducido por una señora cincuentona, directora de una escuela sita en la calle Toledo, era arrastrado por el raudal hasta perderse en la zona del parque; vehículo y conductora fueron hallados al día siguiente en la profundidad del riacho.

El episodio caló muy hondo en el espíritu del exmarino, que tomó una decisión que cabe llamar heroica: desde entonces, cada vez que llovía, vestido con un viejo y archivado pantalón de faena de un uniforme en desuso, sacaba una gruesa piola que ataba al poste de luz que había frente a su zaguán y, plantado en la puerta de su casa durante todo el meteoro, acechaba a los conductores de vehículos que venían arrastrados por el raudal y, lanzando el cabo a los despavoridos choferes de uno u otro sexo, los sacaba a la vereda con la piola amarrada a la columna, y, así, los salvaba de la catástrofe.

Tengo entendido que socorrió más o menos a una decena de ciudadanos sorprendidos por la correntada de esa calle, por cierto memorable.

GOZOS Y PELIGROS

En algún tiempo viví en un departamentito en la esquina de Nuestra Señora de la Asunción y Humaitá, zona que en las épocas lluviosas también veía correr con fuerza el raudal, que arrastraba cajones, tachos de basura, etcétera. Hasta recuerdo una oportunidad en la que vi un añejo sillón de mimbre pasar rumbo a la Plaza de Armas. Una vez, conduciendo mi auto, subía por la antigua calle 25 de Noviembre, volviendo de mis quehaceres en el centro, cuando divisé en medio del raudal a un conocido mío, norteamericano y funcionario de Naciones Unidas, afectado al Ministerio de Salud y Bienestar Social, que vadeaba el torrente con los pantalones remangados y llevando en una mano los zapatos y en la otra un portafolios de fino cuero, en dirección al Hotel Guaraní.

Me acerqué al señor con suma lentitud para no levantar una oleada que lo mojara aún más y le dije:

–Doctor, suba, lo voy a llevar.

Y él, sonriente, en su mal español, me contestó:

–Gracias, pero estoy muy contento, porque esto no hace desde que tiene doce años.

Y continuó, gozoso, al parecer, su marcha contracorriente.

Este fenómeno, frecuente en nuestras temporadas de lluvia, de los raudales tempestuosos acentuados por las colinas de Asunción, ayer gozo de nuestra infancia, hoy peligro para el tránsito, muchas veces se complica por los baches –y es que, aunque algunos los ignoren, son como las brujas, porque «no sé si existen, pero de que los hay, los hay»–.

aencinamarin@hotmail.com

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