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Puede que hablar aquí, a propósito del centenario de una revolución en la cual no triunfó precisamente el modelo de comunidad que él hubiera preferido (y en la cual además terminó, por el contrario, imponiéndose ese «socialismo de estado» que, como él señaló pronto (1), «en realidad no es más que capitalismo de Estado»), del príncipe anarquista Piotr Kroptkin parezca raro, e incluso inoportuno, por no decir francamente disparatado, pero, como ya saben de sobra los lectores y cuantos me conocen, yo soy un bicho raro, e incluso inoportuno, por no decir francamente disparatado.
Han de saber que el anarquista Piotr Alexeyevich Kropotkin, que tanto conocía, quería y respetaba el mundo y la cultura campesinos, era, por derecho de nacimiento, uno de los señores de este mundo, y no lo digo porque su familia fuera dueña de latifundios y de miles de siervos en tres provincias de la Santa Rusia –lo que incluso podría parecer una vulgaridad–, sino por algo menos común que la riqueza, y es que nuestro amigo el príncipe, hijo de Ekaterina Nikolaevna Kropotkina y Aleksei Petrovich Kropotkin –príncipe de Smolensk–, nacido en Moscú el 9 de diciembre de 1842, era descendiente directo de los Rurik, que gobernaron Rusia antes que los Romanov.
Cuando Piotr tenía cuatro años, Ekaterina murió. A los diez, en un gran baile al que fueron los hijos de la nobleza, el zar reparó en su precoz inteligencia y en su belleza, y fue invitado a convertirse en uno de sus pajes (2). Unos pocos jóvenes nobles se preparaban para integrar este selecto grupo en la institución educativa más exclusiva y excluyente del Imperio, «que combinaba el carácter de una academia militar y de una escuela selecta para los hijos de la nobleza» (3), el Cuerpo de Pajes, en San Petersburgo. Tan selecta era, que sólo tenía ciento cincuenta plazas, y estudiar en ella abría casi automáticamente el paso a los cargos más codiciados de la corte (4). Piotr ingresó en esa institución a los quince años.
Pero este príncipe, Piotr tenía la peculiaridad de no sentirse tan cerca de la nobleza de la cual por nacimiento formaba parte cuanto de los campesinos que, al fin y al cabo, eran quienes lo habían cuidado de niño, y esta anomalía desvió de su cauce –del cauce que hubiera sido habitual en su caso– el curso completo de su vida.
Por puro amor (que no por amor puro) a la frivolidad de las anécdotas, mencionemos que, perseguido Kropotkin en su país debido a su notoria actividad revolucionaria, tuvo que escapar de prisión y exiliarse, y que, dado el esnobismo que nos caracteriza a los seres humanos de todo tiempo y lugar, a fuer de erudito, de extranjero y de aristócrata, se convirtió, naturalmente, en una figura de moda en Londres, donde fue alabado por todos, desde William Morris hasta Ford Madox Ford, y descrito por Óscar Wilde como un «bello Cristo blanco», «a beautiful white Christ».
Perdón por la trivialidad del párrafo anterior. En Londres, Kropotkin escribió casi todo el primer número de la revista Freedom, que dio lugar al sello Freedom Press. Este, con su pequeña librería, sigue funcionando en el mismo edificio de ladrillo marrón verdoso del número 84 del mismo callejón, Angel Alley, en Whitechapel, desde ese año de 1886 hasta hoy, domingo 29 de octubre del 2017.
Las tesis más importantes de Kropotkin se encuentran en dos libros: La conquista del pan (1892) y Campos, fábricas y talleres (1899). Kropotkin consideraba un buen modelo de organización social, libre de la dominación tanto del estado como del mercado, las comunidades campesinas que había conocido en Siberia, y pensaba (no era un nostálgico) que la tecnología moderna aplicada a la agricultura y demás actividades económicas permitiría un productivo desarrollo descentralizadoo acorde a las necesidades medioambientales (sí era lo que llamaríamos hoy un ecologista).
Es preciso aclarar aquí que, contra darwinistas sociales como Herbert Spencer, para quien todo estaba regido por la «lucha por la vida» (como dice con bella, áspera sonoridad la expresión original (5), «the struggle for life»), Kropotkin veía un mecanismo de supervivencia eficaz más importante en la ayuda mutua, título de otro libro suyo, Mutual Aid (1902), escrito y publicado en inglés, en el exilio londinense, en el que, por ejemplo, leemos que «los animales que adquieren hábitos de ayuda mutua son sin duda los más aptos. Tienen más probabilidades de sobrevivir y alcanzan, en sus clases respectivas, el mayor desarrollo de la inteligencia y organización corporal».
Esto fue escrito por Kropotkin luego de la lectura de un artículo del zoólogo Thomas Henry Huxley, afectuosamente apodado «el Bulldog de Darwin».
Thomas Huxley (abuelo de Aldous, el gran escritor, por cierto, y de Julian, el ilustre evolucionista, y de Andrew, el Nobel de Fisiología, y profe de biología de H. G. Wells cuando este, becario pobre del Royal College of Science, aún no había escrito ninguna de sus grandes novelas de ciencia-ficción) había publicado su artículo «The struggle for existence in human society» en The Nineteenth Century en febrero de 1888, y Kropotkin, también en The Nineteenth Century, le respondió con varios artículos luego reunidos en Mutual Aid.
La idea de la cooperación como fuerza natural expuesta en ese libro recopilatorio de 1902 encaja coherentemente en la opera omnia del príncipe Kropotkin, que creía que el ser humano era por naturaleza solidario, o, al menos, propenso a colaborar con los demás, y a quien, por ende, la idea de una sociedad integrada por comunidades basadas en la democracia directa le parecía perfectamente razonable.
Las ideas de Kropotkin, sobre todo entre las décadas de 1880 y 1920, ganaron muchos simpatizantes en todo el mundo; los Wobblies las recibieron muy bien en Estados Unidos. Después de la Segunda Guerra Mundial, sin embargo, los modelos estatales centralizados parecían de algún modo ser los únicos realistas y firmes, más aún en las décadas de 1950 y 1960, con el este comunista y el oeste capitalista enfrentando sus respectivas versiones de «progreso» y desarrollo.
No creo desentonar si digo que esos modelos hoy están cada vez más lejos de la estima general. De hecho, no soy el primero en decirlo, y se suelen señalar diversos factores de tal descrédito: la crisis económica desde la década de 1970, el respeto, desde la década de 1960, del individuo, sus búsquedas y valores por encima de cualquier lealtad a estados nacionales y demás abstracciones opresivas, son un par. Tal vez sea cierto. A veces tenemos, en efecto, la impresión –no creo ser el único– de que un espíritu libertario recorre lo mejor de nuestra época, de sus expresiones espontáneas de desobediencia civil, de sus diversas protestas contra el poder de las empresas y las evasiones fiscales sistemáticas del 1% más rico, ya sea el 15-M en España, ya sea el Occupy en Wall Street, de las diversas formas de disidencia general, en suma, de la última década, o quizá de las últimas dos décadas.
Los retos que tendríamos que enfrentar para sostener estas expresiones de una nueva o renovada voluntad de autodeterminación son en realidad los mismos retos que ya enfrentaba el anarquismo de pensadores como el príncipe Kropotkin. ¿Cómo construir algo capaz de sostenerse en el tiempo sin instituciones centralizadas y sin los peligros que estas implican –sin una excesiva delegación de poder en autoridades demasiado distantes de los individuos reales y faltas, por lo tanto, de control, y sin un malsano, o kafkiano, crecimiento de la burocracia? ¿Qué ofrecer, para disuadirla de seguir corriendo hacia el abismo, que ya asoma, a una inmensa mayoría mundial embarcada ciegamente en la inercia de un crecimiento sin límites –un crecimiento, no ya a mediano, sino a corto plazo, destructivo y suicida– y adicta a un nivel de vida cada vez más alto? ¿Cómo podrían unas comunidades fundadas en la democracia directa local y en la igualdad real enfrentarse a lo opuesto, a concentraciones de poder tan enormes como las existentes en los estados y los mercados internacionales?
Ante los fracasos sociales y económicos del llamado «socialismo real» –del capitalismo de estado, para ser exactos y justos– y del capitalismo global, y ante la evidencia de la alarmante incapacidad de estos sistemas –tan alejados de todo posible control de las personas reales, de los individuos concretos, de carne y hueso, que somos– para lidiar con sus sombras, con la degradación ambiental, con los explosivos depósitos de desesperación e inequidad tóxica sembrados y ahondados cada día en todas partes, ¿cómo salvarnos y salvar al mundo?
Tal vez pensadores como Piotr Kropotkin puedan venir hasta nosotros desde el pasado, a bordo de la fabulosa máquina del hoy citado de pasada H. G. Wells, y ayudarnos a inventar otro futuro.
Notas
(1) La cita completa dice así: «La adoración del Estado, de la autoridad y del socialismo de Estado, que en realidad no es más que capitalismo de Estado, triunfó en las ideas de toda una generación» («The worship of the State, of authority and of State Socialism, which is in reality nothing but State capitalism, triumphed in the ideas of a whole generation»). Piotr Alexeyevich Kropotkin: «Caesarism», en: Freedom, Nº 139, junio de 1899.
(2) Roger Nash Baldwin (ed.): Kropotkin’s Revolutionary Pamphlets, Nueva York, Dover Publications, 1970, 311 pp., pp. 14-16.
(3) Piotr Kropotkin / Sir Herbert Read: Selections from his Writings, edición e introducción de sir Herbert Read, Londres, Freedom Press, 1942, 150 pp., p. 8.
(4) Alain Vieillard-Baron: «Dos cartas de Kropotkin», en: Revista de Filosofía, Nº 6, 1960, p. 286.
(5) «This survival of the fittest, which I have here sought to express in mechanical terms, is that which Mr. Darwin has called “natural selection”, or the preservation of favoured races in the struggle for life» («Esta supervivencia del más apto, que aquí he tratado de expresar en términos mecánicos, es lo que el señor Darwin ha llamado la “selección natural”, o la preservación de las razas favorecidas en la lucha por la vida»). Herbert Spencer: Principles of Biology, Londres-Edimburgo, Williams & Norgate, 1864, vol. 1, p. 444.
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