Que no se apague el fuego

El relato de una tertulia en el bosque le sirve al autor de este artículo como punto de partida para esbozar los rasgos más generales de doctrinas como el taoísmo y el confucionismo, próximas, a su juicio, a lo que considera el modo de pensar de diversos pueblos nativos de América.

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Que la hamaca es un lugar privilegiado para analizar la existencia, eliminar la toxicidad acumulada en la mente y en el corazón y vislumbrar otros horizontes lo aprendí de karai Fortunato, discípulo del sabio karai Mirî Poty, de la Región Oriental del Paraguay. En este comienzo de año, en mi hamaca colgada en un bosque de tajy (lapachos) sobrevivientes de la gran destrucción, asistí a un aty de mbya-guarani. Un gran fuego sagrado ardía en medio del círculo de hombres y mujeres sentados en sus apyka. El chamán Fortunato recitó algunas enseñanzas de Mirî Poty: «El mundo está enfermo, la Madre Tierra agoniza porque el hombre blanco es un devorador que nunca se sacia, le importa más el dinero que la vida».

–No vamos a criticar solo a los demás, a los pobladores de las ciudades, a los poderosos –comentó un joven mbya–. También nosotros tenemos fallas y cometemos errores. A veces, nuestros líderes se dejan sobornar y alquilan nuestras tierras a precios irrisorios. Y con eso solo ellos y sus familiares se benefician, olvidándose de los demás integrantes de la comunidad. Nosotros mismos, apretados por la necesidad, permitimos a los madereros y rollotraficantes cortar los pocos árboles aun en pie.

–El sabio Mirî –intervino Ña Eustasia– nos decía que debemos aprender a desear el bienestar de todo el mundo y que es urgente curar las heridas de nuestra Madre Tierra si queremos seguir tejiendo la vida.

–Me acuerdo con mucho respeto de las enseñanzas de Mirî –añadió un ancianito– y suelo transmitirlas a los jóvenes. Les enseño que debemos «caminar por nuevos caminos, saber crear nuevos mundos, nuestra propia agua, nuestro propio sol, nuestra propia tierra».

Viajando por el cosmos

Yo escuchaba extasiado estas conversaciones cuando de repente mi mente se ausentó: soñé, y recorrí el cosmos, hasta los confines del infinito, donde el universo sigue creándose y expandiéndose. Visité otras galaxias, y busqué si en ellas había otros sabios. Volví después a nuestro planeta, y aterricé en el Tíbet chino, donde un grupo de taoístas estaba en ese momento practicando sus ejercicios místico-espirituales.

El taoísmo es una filosofía-sistema de vida que se distancia del razonamiento y de la argumentación lógica; tiene cierta desconfianza incluso hacia las mismas discusiones. Por ejemplo, en el libro de Chuang Tzu se lee: «Un perro no es considerado valiente porque sabe ladrar; un hombre no tiene valor porque habla mucho; quien discute demuestra no tener claridad de ideas». Los taoístas consideran que el razonamiento lógico es parte del mundo artificial humano, como las convenciones sociales y morales. Se concentran en la observación de la naturaleza con el objetivo de: a) ejercer la sabiduría intuitiva más que los conocimientos, b) liberarse de las rígidas normas de la razón, c) lograr un profundo sentido místico.

La observación esmerada de la naturaleza y una actitud mística profunda permitieron a los sabios taoístas alcanzar increíbles intuiciones, confirmadas después por la ciencia moderna. Una de ellas es que la transformación y la mutación son características esenciales de la naturaleza (no olvidemos que en la categoría naturaleza están incluidos también los seres humanos) que ocurren por la interacción dinámica entre los polos opuestos, el yin y el yang.

Para nuestra mentalidad occidental (marcada por la filosofía griega y el derecho romano), es difícil aceptar la unidad de los opuestos, porque para nosotros los valores o aspectos que creemos contrarios no pueden ser diferentes aspectos de lo mismo. Para los taoístas, en cambio, el yo es también el otro, y el otro es también el yo. De esta teoría, los taoístas dedujeron normas de conducta. La primera es que para obtener algo se debe empezar por lo opuesto. Escribe Lao Tzu: «Si se quiere restringir, se debe primero extender; si se quiere debilitar se debe primero reforzar; si se quiere recibir, se debe primero dar». La segunda es que en una cosa existe también siempre algo de su opuesto: «Si está torcido, se volverá derecho; si está vacío, se llenará; si está desgastado, se volverá nuevo».

El taoísmo, pienso, e invito a los colegas antropólogos a considerar si esto tiene validez, se mueve sobre una plataforma filosófica existencial que encontramos también en los pueblos indígenas de América. Su conocimiento nos ayudaría a comprender mejor la filosofía de vida de estos pueblos, y cómo tratarlos y satisfacer sus necesidades existenciales.

Dos corrientes filosóficas marcaron durante milenios el pensamiento chino: una de ellas es el confucianismo, racional, activo, hacedor y dominador, y la otra es el taoísmo, que tiene una actitud de contemplación y no-acción; lo que no significa no hacer nada, ni estar siempre en silencio. El taoísmo enseña a observar y dejar que cada cosa se desarrolle naturalmente y sea lo que tiene que ser. Si se actúa contra la naturaleza, los resultados serán nefastos. Si se vive conforme a la naturaleza, se cosecharan armonía y éxitos.

En el círculo del fuego sagrado

No sé cuánto tiempo duró mi sueño allá por el Tíbet, pero al despertarme la leña del fuego sagrado estaba casi toda reducida a ceniza y la mayoría de los mbya se habían retirado a sus chozas. En el círculo del fuego quedaban solo karai Fortunato, su esposa y otras ancianitas.

–¿Dónde fuiste? –me preguntó Fortunato apenas abrí los ojos.

–Me encontré con gente del Oriente –respondí–. Son personas que se asemejan a ustedes en el modo de pensar, de percibir la realidad y de vivir.

Fortunato se levantó, fue a buscar trozos de madera y reavivó el fuego. Con un maravilloso ocaso que tiñó el cielo de color sangre, el sol se despidió. Mirando la sagrada llama ardiente que alumbraba los rostros de los presentes, el chamán Fortunato concluyó el aty recitando de memoria las enseñanzas de karai Mirî Poty: «Hay que tener siempre encendido el fuego en el corazón, iluminando nuestros pasos y caminos por la vida, para que reviva el espíritu de la palabra, pues solo así podremos reencontrarnos con los demás, con los otros y con nosotros mismos».

Fuentes

Chuang Tzu: Inner Chapter, Nueva York, Vintage Books, 1974.

Fung Yu-Lan: A short History of Chinese Philosophy, Nueva York, MacMillan, 1958.

josezanardini@hotmail.com

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