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Nació en una familia de la alta burguesía de la provincia de Oriente. Durante la lucha contra Batista, su belleza y su apellido la ayudaron para hacer de mensajera entre Frank País, que estaba en Santiago de Cuba, y Raúl Castro, que estaba en Sierra Maestra. Se casó en 1959 y su fotografía ilustró la tapa de la revista Life. Falleció hace pocos días.
Alina Fernández, hija del Máximo Líder, reprodujo en sus memorias unos diálogos que tuvo con Vilma, a principios de los años ochenta:
- Tía, vengo a decirte que pienso casarme.
- ¿Otra vez sobrina?
- Las demás veces han sido musicales... Presiones, embarazo. Tú sabes.
- ¿No lo harás por irte del país, verdad?
La suspicaz tía viajó a Berlín Oriental con la promesa de hablar al regreso con su cuñado. A su vuelta, la boda ya se había celebrado, sin el acuerdo del Comandante. Vilma le transmitió a Alina el enojo paterno y le espetó a su nuevo esposo mexicano: Pues bien, Fidel, felicidades. Me alegra muchísimo el matrimonio, pero a decir verdad Fidel, quiero decir no Fidel tú, sino Fidel el Comandante, no está... Quiero decir, al Comandante en Jefe le gustaría saber tus intenciones. ¿Cómo ve usted la posibilidad de trabajar y vivir aquí, en Cuba? De parte del Comandante hay algo más. Él quiere una biografía tuya por escrito.
En verdad, el nuevo yerno no tenía ganas de quedarse en la isla ni, mucho menos, de trabajar. Parece que tampoco entregó su autobiografía, el muy vago. Lo cierto es que, para calmar a su padre, Alina apeló a García Márquez, el feliz usuario durante sus visitas a La Habana de un Mercedes Benz con chofer, de suites en hoteles varios y de la casa de protocolo número uno. Tras la mediación del escritor, Vilma telefoneó a Alina para decirle que su padre no le dejaría ir a México para evitar un problema político y que él le daría a la pareja una casa y un auto; en cuanto al trabajo para el marido, no sabría muy bien donde ubicarlo, siendo un simple economista:
- Pero tía, ¿con qué cara le voy a decir esas cosas? ¡Una casa y un carro!
- Bueno, lo del carro lo inventé yo, pero no me parece difícil dijo, y colgó.
El Lada le costó al mexicano unos cuatro mil dólares; sirvió de taxi y de ambulancia tras el previsible divorcio. La historieta muestra que el Máximo Líder se indignó cuando su hija contrajo nupcias sin su permiso y que le inquietaron las intenciones de su yerno, o sea, que actuó como un vulgar padre posesivo o como aquel Marx que, en 1866, escribió en una carta: 1º Si quiere seguir sus relaciones con mi hija, deberá reconsiderar su modo de hacer la corte (...) La intimidad excesiva está fuera de lugar (...) A mi juicio, el amor verdadero se manifiesta en la reserva, la modestia e, incluso, la timidez del amante ante su ídolo, y no en la libertad de la pasión y las expresiones de una familiaridad precoz. Si usted defiende su temperamento criollo, es mi deber interponer mi razón entre ese temperamento y mi hija (...). 2º Antes de establecer definitivamente sus relaciones con Laura, necesito serias explicaciones sobre su situación económica (...) No puse esta cuestión sobre el tapete porque la iniciativa debería haber sido de usted. Sacrifiqué toda mi fortuna en las luchas revolucionarias. No lo siento (...), pero, en lo que esté en mis manos, quiero salvar a mi hija de los escollos que encontró su madre. La victoriana carta fue dirigida a Paul Lafargue, oriundo de Santiago de Cuba, como a Vilma Espín; con su esposa Laura, el autor de El derecho a la pereza se inyectó ácido cianhídrico cerca de París, en 1911.
Vilma murió de una enfermedad. No se suicidó como su compueblano ni como su hermana Nilsa, la poco agraciada Madame Curie del castrismo, que se casó con el oscuro capitán Rivero, encargado de la reforma agraria en la provincia de Pinar del Río: en 1965, cumpliendo un pacto suicida, él se pegó un tiro en un cuartel y ella en la casa o en el despacho de Raúl Castro, según versiones extraoficiales. Vilma tampoco quiso emular a Beatriz Allende, casada en Chile con un capitán cubano de la Seguridad del Estado y separada de él apenas instalada en La Habana después del golpe: la hija de Salvador se disparó en la sien debido a la neurosis y la depresión, según el parte del Gobierno; al poco tiempo, Laura, su tía paterna, se lanzó desde el piso dieciséis del hotel Riviera porque tenía un mal incurable, al decir del diario oficial Granma. Vilma tampoco imitó lo que en 1980 hizo Haydée Santamaría, heroína del asalto al cuartel Moncada, esposa del ministro de Cultura Armando Hart y directora de la Casa de las Américas, institución cultural que alentaba la revolución en el continente: Yeyé se disparó en la boca, en su oficina, en el aniversario del famoso asalto y luego de que unos diez mil cubanos se refugiaran en la Embajada peruana.
Bien ligada al poder, Vilma se libró del destino de varios castristas. El comandante Félix Pena, presidente del tribunal que en 1959 absolvió a unos pilotos acusados de bombardear a civiles, se mató tras la pública reprimenda del Máximo Líder. El mismo año, el capitán Manuel Fernández se pegó un balazo cuando el Comandante vino a su cuartel, al frente de una turba, para apresar a Huber Matos. Le siguieron Eddy Suñol, ex agregado militar en Moscú y viceministro del Interior, y Javier de Varona, un funcionario que se suicidó en 1970, luego de haber sido detenido porque escribió un documento sobre el fracaso de la anhelada zafra de diez millones de toneladas. En 1971, el comandante Alberto Mora, ex ministro de Comercio Exterior y protegido de Guevara, que se había atrevido a defender a su amigo Heberto Padilla, el escritor humillado por el régimen, se disparó con su pistola de reglamento por haber sido condenado a trabajar en una granja. En 1983 se quitó la vida Osvaldo Dorticós, presidente de la República desde 1959 hasta 1975, o sea, hasta que el Máximo Líder resolvió que, aparte de comandante en jefe y secretario general del partido único, tenía que ser presidente.
En su ensayo Entre la historia y la vida (Notas sobre una ideología del suicidio), Cabrera Infante afirma que el suicidio es un elemento casi esencial de la Castroenteritis, que su práctica es la única y definitiva ideología cubana: el Comandante habría podido liderar la resistencia armada contra Batista porque el popular político Eduardo Chibás se mató en una radio habanera (1951); los asaltos al cuartel Moncada (1953) y al palacio presidencial (1957) habrían sido operaciones suicidas, lo mismo que la aventura boliviana de Guevara (1967), quien se habría dado un tiro bajo la barbilla, que le atravesó el rostro, durante la invasión de Bahía de Cochinos. A lo dicho por el autor de Tres tristes tigres puede agregarse que el ex presidente Carlos Prío se mató en Miami en 1977 y que Cuba tenía, a mediados de los años noventa, el más alto índice de suicidio de América. Cuesta explicar por qué uno se mataría en el paraíso, pero es claro que ante la opción castrista de socialismo o muerte, muchos eligen lo segundo. Aunque sea cierta la constatación borgiana de que morir es una costumbre que suele tener la gente, los antecedentes y el contexto hacen que la muerte natural de Vilma Espín sea un hecho notable, digno de mención. Conste que si bien no se quitó su propia vida, contribuyó a quitar la ajena: en 1989, votó en el Consejo de Estado por la ejecución de las penas capitales por fusilamiento dictadas por un Tribunal Especial Militar contra el general Arnaldo Ochoa y otros tres acusados de delinquir contra el Estado, traficar con drogas y abusar del cargo.
Cuba tiene muchos fusilados y suicidas. Paz en sus tumbas. Los ahogados en el Estrecho de Florida ni siquiera las tienen.
Armando Centurión
Alina Fernández, hija del Máximo Líder, reprodujo en sus memorias unos diálogos que tuvo con Vilma, a principios de los años ochenta:
- Tía, vengo a decirte que pienso casarme.
- ¿Otra vez sobrina?
- Las demás veces han sido musicales... Presiones, embarazo. Tú sabes.
- ¿No lo harás por irte del país, verdad?
La suspicaz tía viajó a Berlín Oriental con la promesa de hablar al regreso con su cuñado. A su vuelta, la boda ya se había celebrado, sin el acuerdo del Comandante. Vilma le transmitió a Alina el enojo paterno y le espetó a su nuevo esposo mexicano: Pues bien, Fidel, felicidades. Me alegra muchísimo el matrimonio, pero a decir verdad Fidel, quiero decir no Fidel tú, sino Fidel el Comandante, no está... Quiero decir, al Comandante en Jefe le gustaría saber tus intenciones. ¿Cómo ve usted la posibilidad de trabajar y vivir aquí, en Cuba? De parte del Comandante hay algo más. Él quiere una biografía tuya por escrito.
En verdad, el nuevo yerno no tenía ganas de quedarse en la isla ni, mucho menos, de trabajar. Parece que tampoco entregó su autobiografía, el muy vago. Lo cierto es que, para calmar a su padre, Alina apeló a García Márquez, el feliz usuario durante sus visitas a La Habana de un Mercedes Benz con chofer, de suites en hoteles varios y de la casa de protocolo número uno. Tras la mediación del escritor, Vilma telefoneó a Alina para decirle que su padre no le dejaría ir a México para evitar un problema político y que él le daría a la pareja una casa y un auto; en cuanto al trabajo para el marido, no sabría muy bien donde ubicarlo, siendo un simple economista:
- Pero tía, ¿con qué cara le voy a decir esas cosas? ¡Una casa y un carro!
- Bueno, lo del carro lo inventé yo, pero no me parece difícil dijo, y colgó.
El Lada le costó al mexicano unos cuatro mil dólares; sirvió de taxi y de ambulancia tras el previsible divorcio. La historieta muestra que el Máximo Líder se indignó cuando su hija contrajo nupcias sin su permiso y que le inquietaron las intenciones de su yerno, o sea, que actuó como un vulgar padre posesivo o como aquel Marx que, en 1866, escribió en una carta: 1º Si quiere seguir sus relaciones con mi hija, deberá reconsiderar su modo de hacer la corte (...) La intimidad excesiva está fuera de lugar (...) A mi juicio, el amor verdadero se manifiesta en la reserva, la modestia e, incluso, la timidez del amante ante su ídolo, y no en la libertad de la pasión y las expresiones de una familiaridad precoz. Si usted defiende su temperamento criollo, es mi deber interponer mi razón entre ese temperamento y mi hija (...). 2º Antes de establecer definitivamente sus relaciones con Laura, necesito serias explicaciones sobre su situación económica (...) No puse esta cuestión sobre el tapete porque la iniciativa debería haber sido de usted. Sacrifiqué toda mi fortuna en las luchas revolucionarias. No lo siento (...), pero, en lo que esté en mis manos, quiero salvar a mi hija de los escollos que encontró su madre. La victoriana carta fue dirigida a Paul Lafargue, oriundo de Santiago de Cuba, como a Vilma Espín; con su esposa Laura, el autor de El derecho a la pereza se inyectó ácido cianhídrico cerca de París, en 1911.
Vilma murió de una enfermedad. No se suicidó como su compueblano ni como su hermana Nilsa, la poco agraciada Madame Curie del castrismo, que se casó con el oscuro capitán Rivero, encargado de la reforma agraria en la provincia de Pinar del Río: en 1965, cumpliendo un pacto suicida, él se pegó un tiro en un cuartel y ella en la casa o en el despacho de Raúl Castro, según versiones extraoficiales. Vilma tampoco quiso emular a Beatriz Allende, casada en Chile con un capitán cubano de la Seguridad del Estado y separada de él apenas instalada en La Habana después del golpe: la hija de Salvador se disparó en la sien debido a la neurosis y la depresión, según el parte del Gobierno; al poco tiempo, Laura, su tía paterna, se lanzó desde el piso dieciséis del hotel Riviera porque tenía un mal incurable, al decir del diario oficial Granma. Vilma tampoco imitó lo que en 1980 hizo Haydée Santamaría, heroína del asalto al cuartel Moncada, esposa del ministro de Cultura Armando Hart y directora de la Casa de las Américas, institución cultural que alentaba la revolución en el continente: Yeyé se disparó en la boca, en su oficina, en el aniversario del famoso asalto y luego de que unos diez mil cubanos se refugiaran en la Embajada peruana.
Bien ligada al poder, Vilma se libró del destino de varios castristas. El comandante Félix Pena, presidente del tribunal que en 1959 absolvió a unos pilotos acusados de bombardear a civiles, se mató tras la pública reprimenda del Máximo Líder. El mismo año, el capitán Manuel Fernández se pegó un balazo cuando el Comandante vino a su cuartel, al frente de una turba, para apresar a Huber Matos. Le siguieron Eddy Suñol, ex agregado militar en Moscú y viceministro del Interior, y Javier de Varona, un funcionario que se suicidó en 1970, luego de haber sido detenido porque escribió un documento sobre el fracaso de la anhelada zafra de diez millones de toneladas. En 1971, el comandante Alberto Mora, ex ministro de Comercio Exterior y protegido de Guevara, que se había atrevido a defender a su amigo Heberto Padilla, el escritor humillado por el régimen, se disparó con su pistola de reglamento por haber sido condenado a trabajar en una granja. En 1983 se quitó la vida Osvaldo Dorticós, presidente de la República desde 1959 hasta 1975, o sea, hasta que el Máximo Líder resolvió que, aparte de comandante en jefe y secretario general del partido único, tenía que ser presidente.
En su ensayo Entre la historia y la vida (Notas sobre una ideología del suicidio), Cabrera Infante afirma que el suicidio es un elemento casi esencial de la Castroenteritis, que su práctica es la única y definitiva ideología cubana: el Comandante habría podido liderar la resistencia armada contra Batista porque el popular político Eduardo Chibás se mató en una radio habanera (1951); los asaltos al cuartel Moncada (1953) y al palacio presidencial (1957) habrían sido operaciones suicidas, lo mismo que la aventura boliviana de Guevara (1967), quien se habría dado un tiro bajo la barbilla, que le atravesó el rostro, durante la invasión de Bahía de Cochinos. A lo dicho por el autor de Tres tristes tigres puede agregarse que el ex presidente Carlos Prío se mató en Miami en 1977 y que Cuba tenía, a mediados de los años noventa, el más alto índice de suicidio de América. Cuesta explicar por qué uno se mataría en el paraíso, pero es claro que ante la opción castrista de socialismo o muerte, muchos eligen lo segundo. Aunque sea cierta la constatación borgiana de que morir es una costumbre que suele tener la gente, los antecedentes y el contexto hacen que la muerte natural de Vilma Espín sea un hecho notable, digno de mención. Conste que si bien no se quitó su propia vida, contribuyó a quitar la ajena: en 1989, votó en el Consejo de Estado por la ejecución de las penas capitales por fusilamiento dictadas por un Tribunal Especial Militar contra el general Arnaldo Ochoa y otros tres acusados de delinquir contra el Estado, traficar con drogas y abusar del cargo.
Cuba tiene muchos fusilados y suicidas. Paz en sus tumbas. Los ahogados en el Estrecho de Florida ni siquiera las tienen.
Armando Centurión