Pulcritud, misterio e imaginación

El contexto material y cultural ha logrado moldear el cuerpo a lo largo de la historia de la humanidad. En la antigüedad podemos constatar la vigencia de una idea cercana a un cuerpo inefable e invisible, reflejo de una potencia divina, increada. Por su parte, en la filosofía platónica observamos al cuerpo como «sombra» de un arquetipo ideal. Asimismo, entre los artistas griegos el cuerpo se presenta como objeto de emoción estética. Con los místicos medievales el cuerpo se vuelve despreciable, es fuente de pecado y bajeza. Pero en el Renacimiento cambia la visión, y el cuerpo se convierte en objeto de conocimiento científico. La Reforma Protestante configuró el cuerpo como mensaje moralizador.

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La Revolución Industrial se consolidó gracias a la explotación y alienación de miles de cuerpos. Y en el tiempo presente, el cuerpo está atravesado por infinitas posibilidades de «ser» y «hacerse». No obstante, va en aumento el riesgo de configurar el cuerpo como objeto de intercambio en el mercado libre.

Es indudable la marca que la propia carne tuvo que asumir como impronta en cada época. Cada señal ha derivado en perspectivas distintas que a su vez animaron «miradas» diferentes, valoraciones dispares y, por ende, secuelas no siempre emancipadoras.

¿Acaso nuestros abuelos no se referían al «cuerpo normal» y al «anormal» de manera cotidiana?

Por ejemplo, el discurso donde la vida y su correlato último, la muerte, adquieren sentido desde un alegato construido con anterioridad, no es otro que una narración a favor de una potestad claramente biopolítica. Así, la acción legitimadora concedida al goce y al placer, al amparo de las normas morales, hará mella en el cuerpo y expandirá en él todo su poder. Así, el cuerpo se convierte en blanco de los dispositivos de control y vigilancia.

Por ello la pulcritud fue –y sigue siendo– potenciada in extremis por sociedades profundamente puritanas, totalitarias y decadentes. ¿Y qué ocurre con los cuerpos sucios, feos, hediondos y asquerosos? Allí donde la «pulcritud» y la «decencia» rozan sutilmente la hipocresía y la activa indiferencia, con seguridad se impedirá hablar de asuntos «poco dignos» como la inmundicia y la suciedad. El «decoro» clausura la posibilidad de pensar la mierda, y, así, los trastos de la desigualdad social y la explotación del hombre por el hombre nunca serán visibles.

Lo asqueroso debe llevarnos a indagar las razones que hacen posible que los desechos sean «asumidos», «gestionados» y «conducidos» de una u otra manera. ¿Intentamos salvaguardar el espacio que nos congrega y cobija a fuerza de negar nuestros desechos?

Más allá de los disciplinamientos corporales y morales a los que hemos sido sometidos como sociedad, es condición indispensable y obligada «observar» nuestros remanentes, pues en gran medida alrededor de ellos hemos construido una práctica cultural muy peculiar que amerita ser discutida y replanteada.

La mierda, dice Werner, representa una materia singular; ya algunos milenios atrás, era algo que había que mantener lejos de los lugares donde se llevaban a cabo los quehaceres elementales como comer, dormir o rezar. Sin embargo, en la Edad Moderna, la excrecencia humana se hace tabú y se asocia a la vergüenza y entonces produce incomodidad.

BASURA, SUCIEDAD, EXCREMENTOS, MIERDA, ETC.

Gustavo Bueno explica que basura proviene del latín versura, y este de verrere, barrer. Es decir, aquello que se vierte (de ahí el sentido de versión), y por otro lado, aquello que se ha barrido. Barredura significa lo que se ha sacado por sucio de en medio, que no está en su sitio y, por tanto, hay que mover a otro lugar para que se recicle, se reactive o se degrade. Así, una de las cualidades primordiales de la basura es que ella debe estar fuera de este mundo (inmundo). No obstante, por aseados que seamos, la basura seguirá en este mundo.

La cuestión adquiere otro sentido si recordamos que en el idioma griego clásico las cosas y los conceptos se definen de forma perfectiva. Entonces, lo in-mundo podría significar «ausencia de mundo». ¿En qué sentido? En el sentido de un horizonte pulcro, perfecto, límpido. ¿Y de dónde surge esta idea? De los filósofos griegos clásicos. Para los pensadores de aquel entonces, la belleza fue imaginada como una de las particularidades exclusivas del ser; había otras, como la bondad, la unicidad y la veracidad, pero la belleza les interesaba de manera particular.

En ese sentido, si observamos la raíz griega kosmeín, podemos notar que la misma era utilizada tanto para nombrar al universo (que era bello y ordenado) como a las cosas bellas. Entonces, de ahí deriva el sentido de «cosmos» y de «cosmética». Cuando Grecia se expande al mundo a través de sus ideas, los romanos toman este concepto, pero usan la raíz mundi. Entonces, el vocablo inmundo se entiende como lo inverso y contrario a ese ideal del ser, que debe ser bello y ordenado. Lo in-mundo porta lo feo, desordenado y «no es».

Sucio, por su parte, según los especialistas en etimología, deriva del latín sucidus, que a su vez procede de sucus (jugo, savia), y en su origen solo significaba lo húmedo (Anders). El adjetivo se aplicaba a la lana recién esquilada, aún no lavada, llena de sudor animal y húmeda, así como a los seres demasiado sudados. Con el tiempo, el adjetivo cambió su sentido hasta llegar a significar aquello que se asume como impuro, manchado, etc.

Por otro lado, el término excremento proviene del latín excemere, excrevi, excretum, que significa algo así como lo que se debe «mantener aparte». De nuevo aparece la idea de aquello que está «fuera», lo que se encuentra más allá de los límites.

Quizá por ello excrementun comparta la misma raíz que la palabra «secreto», secretum. Asimismo, se emparenta con secemere, de donde viene secretar, secretaria. Si aplicamos el sufijo dis, vamos a tener discernir, discreto, discreción. Siempre en la línea de algo que se traspasa, filtra, criba, suda o selecciona. Podemos entonces empezar a vislumbrar la idea de discriminación, separación y orden como sustrato de aquello que hace posible que tenga sentido el «reciclado».

¿Será por ello que todo lo sucio –lo no pulcro– debe permanecer oculto, misterioso y, sobre todo, marginado? ¿Será posible permitirnos, como sociedad, mirar de frente a los «sucios» aborígenes, a los «malolientes» recicladores, a los «hediondos» niños de la calle, a los «fétidos» sin tierras, etc., sin que afloren en nuestras cabezas las ideas de «pulcritud», «decoro» y «misterio»?

No debemos temer para suponer escenarios alternativos. Conjeturar esperanzas es tarea de ciudadanos y ciudadanas que se adueñan de su destino como cuerpo individual y político colectivo. La imaginación nunca es consecuencia de una estéril contemplación, ella porta una imagen que prepara una realidad posible. No debemos condenar la utopía, sino que, por el contrario, debemos esforzarnos por captar su extraordinaria fuerza de resistencia y recuperar el derecho al ejercicio de nuestra propia imaginación, que nos permita incluso adaptar los contenidos imaginativos impuestos a los reclamos de nuestros contextos distintos. Un pueblo que se readueñe de su imaginación y que recupere su derecho a soñar sus propios sueños y a trabajar para realizarlos, podrá ser un pueblo libre (Cerutti).

jmsilverouna@gmail.com

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