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Voy a contarles un misterioso caso que sucedió en la vieja Tacuaral.
Ocurrió una noche cualquiera de un mes de marzo de finales de los años setenta en el bar Totín. A esa hora no había demasiados clientes todavía; aún era temprano. Sin embargo, ya se encontraban allí los primeros parroquianos, llenando aproximadamente un tercio de las mesas del local.
Entonces, moviéndose como solía, firme, ampulosamente, apareció Príncipe Malevo, uno de los más tristemente famosos pistoleros de los que se tiene memoria en la ciudad del lago.
El mundo parecía quedarle chico a Príncipe Malevo cuando entró por la puerta del costado del bar Totín.
A Príncipe Malevo se le atribuye una larga sarta de muertes, perpetradas aquí y allá estratégicamente solo para que los dolientes levantaran, a la vera de los caminos, crucecitas en las cuales él pudiera atar más cómodamente su montura.
En los últimos días, en un baile arpillera yeré de la compañía Paso Malo, se comentaba que Príncipe Malevo había «liquidado el expediente» de dos tahachis, debido a que estos cometieron el pecado de atreverse a pedirle su documento de identidad.
–Para que lo conozcan –dicen que dijo–, no necesita Príncipe Malevo ningún papel firmado ni por ser humano alguno, ni por Dios, y ni siquiera por el diablo.
Y Príncipe Malevo, tras decir esto, abatió a los interpelados, que cayeron al piso sin vida, sopló el humo que salía del caño de su revólver Smith Hueso calibre 45, apartó con desprecio los cadáveres de su paso con la punta del pie, y se marchó.
En una partida de truco, Príncipe Malevo le disparó a bocajarro a un rapichá, que falleció en el acto, porque no le gustaba su apellido.
Dicen que el apellido de su víctima le recordaba el de un sujeto con el que había rivalizado por una antigua novia. Novia a la que, por cierto, un día Príncipe Malevo hizo correr desnuda por las calles a punta de balazos como castigo debido a que creyó haber visto que un sujeto, que, según se supo después, era bizco de nacimiento, le había guiñado el ojo.
Príncipe Malevo degolló con chaira a un joven de Tabaí porque se atrevió a cruzarse con él en un tape po’i de Cerro Peró. De puro argel.
Durante su corto paso por la populosa ciudad de Buenos Aires, Argentina, cuentan aquellos que lo conocieron que también se encargó de enviar a mejor vida a unos cuantos. Por mujeres, por caña, por nada.
Lo peor que hizo Príncipe Malevo fue destripar a las embarazadas que tenían la mala suerte de pasar frente a su casa, en el barrio 3 de Mayo, para averiguar de qué sexo era el bebé nonato que llevaban en el vientre y así ganar apuestas, porque tenía la costumbre de distraerse a veces, y de paso lucrar, jugando plata a si era varón o hembra contra alguno de sus socios.
Cuando Príncipe Malevo entró al bar Totín aquella tarde, todos los allí presentes dejaron de hacer lo que estuvieran haciendo y de beber lo que estuvieran bebiendo, se levantaron de sus mesas y echaron a correr en desbandada, empujándose y atropellándose entre sí, presas del más ciego terror.
Esa era la clase de recibimiento que le gustaba encontrar a Príncipe Malevo cuando entraba a los bares. Por lo tanto, le llamó la atención que dos individuos siguieran sentados al fondo, con una botella de aguardiente sobre su mesa.
Eran lo únicos que no se habían movido.
Príncipe Malevo fue hacia ellos caminando con desdén, se paró junto a su mesa y pronunció con frialdad letal estas palabras:
–¿Se puede saber por qué carajo no corren como ratas?
Uno de los dos sujetos, después de mirar al otro, respondió, desafiante:
–¿Cómo pico va a correr el que ha venido a matarte?
Príncipe Malevo, que hacía temblar la tierra con un estornudo y a quien nadie había osado alzarle la voz jamás, no se sintió ofendido: se sintió sediento de sangre como un tigre rabioso, y, sin mediar palabra, sacó su revólver, encañonó en la frente a uno de ellos y apretó el gatillo.
Apretó el gatillo una vez. Lo apretó por segunda vez. Lo apretó por tercera vez.
La bala, por esas cosas inexplicables y decisivas que pasan algunas veces en la vida, y sobre todo en la muerte, se había trabado en la boca del arma.
Y nunca salió.
Entonces, uno de los dos desconocidos que se habían atrevido a quedarse sentados en su mesa se abalanzó sobre Príncipe Malevo como una ágil bestia y, sacando de su cinto un gran cuchillo de matadero, de esos que se usan para carnear reses, lo apuñaló con saña cuantas veces pudo.
Lo siguió apuñalando con frenesí cuando Príncipe Malevo ya estaba inerte, en el suelo. Lo siguió apuñalando cuando ya era superfluo apuñalarlo, mientras lo salpicaba todo con los copiosos chorros de su sangre.
De pronto, Príncipe Malevo gritó con una voz irreconocible, ahogada, como por ansia de muerte, e, impulsado por una fuerza sobrenatural, se levantó, atropelló la puerta, salió afuera.
De ahí, nadie entiende cómo, Príncipe Malevo voló en su agonía hasta el descampado, llegó hasta una canchita y fue a topetarse contra el quinchado del oratorio de Santa Rosa, que estaba enfrente.
El segundo de aquellos hombres, que no había hecho nada aún, salió tras él, sacando un cuchillo, que empuñó en su diestra. Llegó hasta el moribundo criminal, y, mientras este se aferraba al tejido de alambre como tratando de no ver su propio final inevitable, le clavó una estocada lenta, larga, profunda.
Ahí expiró el temible asesino y bandolero. Dicen que la puñalada de aquel extraño desconocido mató a un hombre que ya estaba muerto cuando se levantó del piso y salió del bar, tras haber sido apuñalado por el otro sujeto hasta desangrarse.
Y así terminaron las hazañas de Príncipe Malevo aquella trágica noche en la vieja Tacuaral.