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Corría el año dieciocho de Tenmon
cuando Francisco Javier llegó al Japón.
Los marineros de la nave portuguesa
apostaban a las cartas su cerveza
para disfrutar mejor los ratos de ocio
sin pensar que podría ser negocio.
Después de que en Japón desembarcaron,
los japoneses sus naipes adoptaron.
Los nobles llevaban jugando ahí mil años
despreocupados de deudas y de daños,
aunque a los pobres les era muy ingrato
pagar por tal placer nada barato.
Muchos tenían que guisar al gato
si se endeudaban bajo el shogunato.
Apostar se convirtió en algo ilegal
al cortar con el mundo occidental.
Para seguir jugando, los lugareños
de los naipes cambiaron los diseños.
Renovaron la tapa de la caja
y cada figurita de la baraja
e inventaron así la Unsun Naruta,
cuyos dibujos son de la gran fruta:
dragones, armaduras y guerreros
que podés contemplar días enteros,
adoptados, como la mandarina,
de la loca y genial cultura china.
Cuando este mazo fue tan popular
que el rollo no paraba de jugar,
como acostumbra con toda diversión,
el gobierno decretó su prohibición.
Y el Mekuri Karuta pegó que daba miedo
desde comienzos del periodo Edo
hasta que lo prohibió una nueva ley
emitida en la era de Kansei.
Por cada nuevo mazo que se prohibía,
el pueblo otra baraja producía
y por cada sanción que se promulgaba
otro tipo de naipes circulaba.
Así burlaron las leyes represoras
los miembros de las clases jugadoras
hasta que al fin el gobierno se cansó
y sus leyes contra el juego relajó,
lo cual dejó de par en par abiertas
a las cartas Hanafuda las puertas.
Pero estas cartas no vienen numeradas
y por eso al apostar son complicadas,
pues, aunque no te impiden toda apuesta,
timbear con ellas a lo grande cuesta,
y quizá fue por este inconveniente
que el Hanafuda no pegó en la gente.
Mas, por larga que sea, toda sequía
tiene que terminar siempre algún día
en que nadie lo espera, pero llueve,
y eso pasó en el siglo diecinueve
cuando un joven artesano en Kioto
puso el juego al alcance de cualquier roto
con algo nimio que sería tremendo:
abrió una tienda que llamó «Nintendo».
Y, desde mil novecientos ochenta y nueve,
ese antiguo boliche el mundo mueve.
Comenzó haciendo cartas Hanafuda
con la técnica antigua y concienzuda
de pintar cuidadosa y manualmente
cada naipe de un modo diferente.
Mas su expansión no la inspiró una musa
sino una mafia, llamada la «Yakuza»,
emperatriz del lucro clandestino
de las apuestas y de los casinos.
Así un encantador vicio folclórico
adquirió relevancia de hecho histórico,
y, como a su modo –trágico– Hirohito,
Fusajiro Yamauchi marcó un hito,
pues si un mundo acabó con el primero,
el imperio del segundo es el mundo entero.
Aunque al clásico amante de las consolas
es mejor no romperle las pokebolas,
ya no existe frontera nacional
que limite la realidad virtual
y la pantalla también es ilimitada
al moverte en la realidad aumentada:
¡que el boliche esté en Kioto no calienta,
si tienes joystick desde los setenta
(y la distancia con Japón no es nada,
si siempre hay cerca una pokeparada)!
Todo esto comenzó, como aquí veis,
a mediados del siglo dieciséis,
y lo que otrora fue un juego de mesa,
nuestra era lo mutó en una mega-empresa.
No sabemos si eso está bien, o mal:
son las dinámicas del capital,
que envasa mandarinas como zumo
según los mecanismos del consumo
y que lleva en la manga bien guardado
el as de la demanda del mercado.
montserrat.alvarez@abc.com.py